martes, 12 de abril de 2011

NOTAS DE PSICOLOGÍA CATÓLICA (I): LA VIDA Y EL ALMA

NOTAS DE PSICOLOGÍA CATÓLICA

Con esta entrada comenzaremos a publicar nuestras “Notas de Psicología católica”, a medida que las vayamos desarrollando en nuestras reuniones del “Ceytec”. Estas lecciones presentan de manera muy sintética pero con claridad las principales Tesis que un psicólogo católico (así como otros profesionales como psicopedagogos, profesores, asistentes sociales, etc.) tienen que conocer y mantener con firmeza para no perder la identidad que proviene de la fe que profesamos.

P. Miguel A. Fuentes, IVE

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I. LA VIDA Y EL ALMA

1. Se define como “ser viviente” a aquella sustancia que es capaz de moverse espontáneamente a sí misma (Santo Tomás, Suma Teológica [en adelante= S.Th.], I, 18, 2).

          (i) La vida, dice Santo Tomás, “resulta evidente”. En efecto, llamamos vivientes a los seres que se mueven por sí mismos, de modo espontáneo o ab intrínseco. Los que no se mueven de ningún modo o solo se mueven por otros los mueve, no se llaman vivientes. O son absolutamente no-vivientes (porque ni tienen vida, ni la tuvieron, ni la pueden tener); o habiendo sido vivientes ya no lo son (los seres muertos).

          (ii) La vida se caracteriza, por tanto, por el movimiento, pero no cualquiera sino el intrínseco o espontáneo, el sese movere, moverse a sí mismo hacia un fin.

          (iii) Esta definición de viviente cuadra a los vegetales que tienen lo que será llamado, precisamente, vida vegetativa.
          A los animales, que poseen vida animal o sensitiva, porque se caracteriza por un movimiento ab intrínseco o espontáneo que procede de un conocimiento sensible (el animal se mueve a sí mismo a la consecución de lo que capta por sus sentidos).
          Y a los seres humanos, que poseen vida intelectiva, o racional o espiritual o humana.


2. Lo que hace viviente al cuerpo humano es el alma humana, que es el primer principio de la vida humana  (S.Th., I, 75, 1-2).

          (i) La existencia de la vida (que es una percepción evidente) plantea la existencia de un principio del que esa vida procede, es decir, un principio vital.

          (ii) Es evidente que ese principio vital no puede ser la materia, porque de lo contrario, todos los seres materiales serían vivientes y vemos que algunos no lo son. Por tanto, ese principio es distinto de la materia. A ese principio de vida lo llamamos “alma” (anima) porque precisamente hace eso: animar, mover al cuerpo al que da vida o del que constituye el principio de la vida.

          (iii) El alma es más evidente en el animal, que precisamente recibe el nombre de ella (el animal es el ser animado, movido por un alma). Pero aunque sea menos evidente en el vegetal que en el animal, también el vegetal tiene un principio vital o ánima; lo descubrimos en que realiza las mismas operaciones características del ser viviente: organización, nutrición, reproducción, etc.

          (iv) El alma vegetativa no es espiritual. Definimos “espiritual” a aquello cuya existencia no depende de la materia y puede tener operaciones independientemente de la materia. El vegetal se mueve a sí mismo, pero en todas sus operaciones concurre intrínsecamente la materia: son operaciones materiales, aunque sean finalizadas (con un fin) e inmanentes. Y por tanto, esa alma muere con el vegetal; deja de existir en el momento en que el cuerpo se desorganiza más allá de un cierto punto en el que ya no es apto para vivir.
          Por tanto hay que decir que el alma del vegetal es inmaterial pero no espiritual. Es inmaterial porque de lo contrario no podría ser el principio que determina y anima la materia (tendríamos que ir al infinito preguntándonos: ¿y a ella qué la determina y anima? ¿otra forma que también es material? ¿y a esta?). Entre la pura materia y el espíritu hay algo intermedio, que es la forma inmaterial no espiritual.

          (v) Del alma del animal o alma sensitiva podemos decir algo análogo a cuanto hemos dicho del alma vegetal. Esta es superior a la vegetal, porque es un principio de acciones superiores a las vegetales; son acciones que se originan en un conocimiento sensible y provocan movimientos apetitivos sensibles (son los que siguen al conocimiento sensible). También esta alma animal es inmaterial, pero no es espiritual porque ni puede realizar acciones en que no concurra la materia ni puede subsistir una vez que el animal muere y se descompone. Por el mismo motivo no es subsistente (cf. I. 75, 3).

          (vi) Ni el alma vegetal ni el alma sensible tienen nada que ver con el alma de todos los seres que postulan algunas corrientes gnósticas actuales (la New Age), que la concibe como una vida consciente y por eso las sacraliza (al tiempo que desacraliza la verdadera vida humana).

          (vii) A diferencia del principio vital vegetal y del animal, el principio vital del hombre es espiritual y subsistente.
          El alma humana es un principio intelectivo. Si bien tiene operaciones que dependen del cuerpo, porque no hay varios principios vitales en un ser sino uno solo que asume y realiza todas las operaciones vitales (por tanto, del alma brotan todas las acciones vegetativas, sensibles y espirituales), sin embargo, además de estas también tiene operaciones sustanciales independientes del cuerpo. Esta alma es subsistente, lo que quiere decir que no tiene necesidad de un sujeto (como los accidentes) en el cual apoyarse para existir.
          Esto se demuestra al demostrar “la espiritualidad de la inteligencia y de la voluntad, pues de ella se sigue la del sujeto. En efecto, las facultades [inteligencia y voluntad] son sólo accidentes, principios próximos de operación. Si son espirituales, el ser en el que existen debe ser también espiritual”. Santo Tomás considera “haber demostrado la espiritualidad del alma cuando ha demostrado que la inteligencia tiene un acto en el que el cuerpo no participa: «el principio intelectual que se denomina mente o intelecto tiene una operación propia en la cual no participa el cuerpo; y nada puede obrar por sí sino aquello que subsiste por sí»” [1].

3. El alma humana es un principio intelectivo simple e incorruptible

          (i) De lo que acabamos de decir puede deducirse que el alma humana es simple e inmortal.

          (ii) Ante todo es físicamente simple. Simplicidad significa “ausencia de partes” o indivisibilidad. El alma es físicamente simple —es decir, no es físicamente divisible— por su espiritualidad ya que la cantidad y la extensión son propiedades de los cuerpos; no puede, por tanto, dividirse ni descomponerse. Un espíritu no está en el espacio ni tiene partes yuxtapuestas (cf. S.Th., I, 50, 2). En cambio, puede decirse del alma que tiene partes metafísicas, pues como toda creatura está compuesta de esencia y acto de ser (esse), de potencia y acto, de sustancia y accidentes. Sólo Dios es absolutamente simple.

          (iii) Por la misma razón es inmortal o incorruptible (cf. S.Th., I, 75, 6). Porque la muerte es la corrupción o la disolución del ser vivo; muere por eso el hombre, pero no el alma del hombre.
          Santo Tomás afirma esto en base a que un ser solo puede corromperse de dos maneras: o por sí mismo es decir, de modo directo (así se corrompen los seres compuestos de partes), o de modo accidental, es decir, por la dependencia que tiene respecto de otro ser corruptible (por tanto, al corromperse este, se corrompe el otro que depende de él, como sucede en los accidentes que se corrompen al corromperse la sustancia en que se sustentan).
          El alma no puede corromperse por sí misma porque es simple y no tiene partes físicas.
          Tampoco se puede corromper accidentalmente puesto que, aunque se corrompa el cuerpo del que ella es forma, ella no necesita el cuerpo para existir, por tanto, sobrevive a la muerte del hombre y a la corrupción corporal.

          (iv) Santo Tomás también recurre a un argumento psicológico para “mostrar” la inmortalidad del alma:

“Puede ser también señal de esto el que cada ser por naturaleza desea ser en el modo a él conveniente. Pero en los seres dotados de conocimiento el deseo sigue al conocimiento. Ahora bien, mientras el sentido no conoce el ser más que sometido al aquí y ahora, el entendimiento aprehende el ser absolutamente y siempre. Por eso, todo lo que tiene entendimiento por naturaleza desea existir siempre. Un deseo propio de la naturaleza no puede ser un deseo vacío. Así, pues, toda sustancia intelectual es incorruptible”.

          Este deseo parece ser el de no morir, lo que en la realidad no ocurre, pues todos morimos. Este argumento no es totalmente probatorio, sino tan solo un “signo de esta verdad” porque, precisamente, viene a significar que hay cierta parte del hombre que es de naturaleza absoluta.

4. El hombre no es sólo su alma, ni sólo su cuerpo, sino la totalidad unificada de alma y cuerpo

          (i) Santo Tomás desarrolla este pensamiento, entre otros lugares, en S.Th., I, 75, 4. Esta es una cuestión que no carece de actualidad pues también en nuestros tiempos hay autores dualistas, como John Eccles en la parte que escribe del libro “El yo y su cerebro” (1977; la otra parte es de K. Popper). Allí se postula que dado que el principio de la conciencia intelectiva no realiza su acto propio a través del cuerpo, sino que se sirve de él solamente para tener un objeto de consideración, parecería que el principio vital intelectivo fuese algo que usa el cuerpo, y que el hombre sería esencialmente solo ese principio más bien que alma y cuerpo.

          (ii) Ante todo, Santo Tomás afirma que el hombre no puede definirse como el alma (“el alma es el hombre”) porque en la definición de las cosas naturales no se significa solo la forma de esa realidad sino también su materia; por eso la materia de las cosas naturales es parte de la especie.

          (iii) Pero sobre todo no puede entenderse como identificada el alma con el hombre porque esto solo sería posible si el alma sensible cumpliera sus operaciones sin el cuerpo, ya que en tal caso “todas las operaciones atribuidas al hombre le corresponderían sólo al alma, puesto que cada cosa es aquello por lo que realiza sus operaciones” (si las realiza solo por el alma, el hombre sería el alma). Pero el sentir no es una operación exclusiva del alma (Santo Tomás demostró esto antes, en S.Th., I, 75, 3: “Aristóteles sostuvo que entre las operaciones del alma sólo el entender se realiza sin órgano corporal. En cambio, el sentir y las operaciones propias del alma sensitiva es claro que se realizan con alguna mutación corporal, como, al ver, la pupila se cambia por la especie del color. Lo mismo sucede con otras operaciones. Resulta evidente, así, que el alma sensitiva no tiene, por sí misma, ninguna operación propia, sino que toda operación del alma sensitiva va unida a lo corporal”). De ahí que concluye el Aquinate: “por tanto, siendo el sentir una determinada operación del hombre, aunque no sea su operación propia y específica, es evidente que el hombre no es sólo alma, sino algo compuesto a partir del alma y del cuerpo”.

          (iv) Como puede verse, el punto central de la argumentación radica en que no solo el entender sino también la sensación, los sentimientos, las emociones, deben atribuirse al hombre. Y, por tanto, también el principio que está en el origen de estas operaciones pertenece a su esencia. Ahora bien, así como el principio vital del sentir no actúa con independencia intrínseca del cuerpo, es necesario hacer entrar el cuerpo en la definición y constitución del hombre: el hombre no es solamente “alma” ni un alma que se sirve del cuerpo, sino una cierta totalidad compuesta de alma y cuerpo.

          (v) De aquí puede verse la complejidad del problema de la esencia del hombre, fundada sobre dos principios que parecen contrastar: el cuerpo y el alma.

          Volveremos sobre esto más adelante.

5. En el orden actual de Dios, la muerte tiene un carácter penal

          (i) Esta es una tesis de antropología teológica (S.Th. I, 97, 1) que completa lo que hemos dicho en la tesis anterior. La muerte del hombre ¿es algo natural o no?

          (ii) Para la doctrina católica es de fe que si Adán no hubiera pecado tampoco habría muerto, pero esta inmortalidad era un don añadido a la naturaleza humana. Lo afirma expresamente el Magisterio de la Iglesia en el XVI Concilio de Cartago: “Quienquiera que dijere que el primer hombre, Adán, fue creado mortal, de suerte que tanto si pecaba como si no pecaba tenía que morir en el cuerpo, es decir, que saldría del cuerpo no por castigo del pecado, sino por necesidad de la naturaleza, sea anatema” [2]. El II Concilio de Orange: “la muerte... ciertamente es pena del pecado” [3]. El Concilio de Trento: “... el primer hombre Adán, al transgredir el mandamiento de Dios en el paraíso... incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira y la indignación de Dios y, por tanto, en la muerte” [4]. El Concilio Vaticano II: “la muerte, de la que el hombre se habría librado si no hubiese pecado” [5].
          Lo enseña la Escritura al poner a la muerte como “amenaza” en caso de transgredir el mandamiento divino: Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio (Gn 2,17). Asimismo dice el libro de la Sabiduría: Dios no hizo la muerte (Sb 1,13); y: Dios creó al hombre incorruptible... pero por envidia del diablo entró la muerte en el mundo (Sb 2,23).

          (iii) Modernamente, algunos autores han querido relativizar el sentido de los textos bíblicos como si se refiriesen a la inmortalidad espiritual (que sería la vida espiritual) y a una muerte espiritual (o sea, la lejanía de Dios causada por el pecado) [6].
          Otros hacen dicen que el sentido bíblico de estas expresiones es que, en una humanidad sin pecado, la muerte habría tenido un sentido diverso del que tiene hoy en día; habría sido una especie de “dormirse en Cristo” o algo semejante; a tal punto de que dicha muerte podría ser llamada “vida” y por eso podría hablarse de inmortalidad [7]. Una de las grandes dificultades de esta interpretación son los textos del magisterio que hemos reportado más arriba. Lo reconoce Ladaria, diciendo: “en los documentos magisteriales se habla de la muerte física, en una interpretación literal del Génesis como no podía menos de hacerse en muchos de los momentos en que estas declaraciones tuvieron lugar” [8]. La explicación no convence; entre otras cosas, el texto del Concilio Vaticano II es de nuestro tiempo.
          En la actualidad otros autores siguen defendiendo la interpretación tradicional. Así por ejemplo Sayés y Léonard, como reconoce el Ladaria [9].

          (iv) No se puede negar que esta cuestión plantea dificultades: decir que la inmortalidad es un don equivale a aseverar que el hombre es mortal por naturaleza, pero afirmar que el hombre es mortal por naturaleza equivale a afirmar que la muerte es natural y no penal, con lo que se quita el valor del argumento de San Pablo quien prueba la universalidad del pecado original por la universalidad de la muerte (cf. Rm 5,12-21), y contradice el texto de Sb 2 que dice que Dios no hizo la muerte. ¿Cómo se concilian ambas posiciones? Santo Tomás lo explicó afirmando tres cosas: la muerte es natural al hombre; pero en el estado original fue suprimida providencialmente por el don de la inmortalidad; finalmente, la pérdida culpable de este don hace de la muerte algo penal no presente en el plan primitivo de Dios.
            La corruptibilidad es natural al hombre: el cuerpo humano está compuesto de contrarios y como tal es natural­mente corruptible. De este modo, teniendo en cuenta los principios intrínsecos del cuerpo humano la muerte debe decirse natural al mismo. Por eso dice Santo Tomás: “Parece que la muerte no proviene del pecado sino más bien de la misma naturaleza, es decir, de la necesidad de la materia. El cuerpo humano está compuesto de contrarios. Por tanto, es naturalmente corruptible. Sin embargo, hay que decir que la naturaleza humana puede considerarse de un doble modo. Uno según los principios intrínsecos, y de este modo la muerte es algo natural a ella. Y por eso dice Séneca que la muerte no es penal sino natural al hombre” [10].
            En su Providencia Dios otorgó desde la creación el don de la inmortalidad: “La corrupción y la muerte son naturales al hombre según las exigencias de la materia; pero según la razón de su forma (el alma) le corresponde la inmortalidad; sin embargo, para alcanzar esta última no son suficientes los principios mismos de la naturaleza, aunque hay sin embargo cierta aptitud natural al hombre según el alma...” [11]. Por eso, para proporcionar­lo completa­mente, la Providencia divina suplía en el estado de justicia original con el don de la inmortalidad. En este sentido se dice que Dios no hizo la muerte: “Pero Dios, al que está sometida toda naturaleza, en la misma creación del hombre suplió el defecto de la naturaleza, y le dio por el don de la justicia original cierta incorruptibilidad al cuerpo. Y según esto se dice que Dios no hizo la muerte, y que la muerte es pena del pecado” [12].
            Por el pecado la muerte adquiere un carácter penal: explica Santo Tomás que en la muerte hay que conside­rar tres cosas: la causa natural, según la cual la muerte es condición de la naturaleza humana, en cuanto esta última se com­pone de contrarios; en segundo lugar, el don in­fuso por el cual al hombre le fue dado condicionalmente el be­nefi­cio de la justi­cia original, por la cual el alma contenía el cuerpo para que pudiese no morir; tercero, el mérito de la muerte, por el cual el hombre pecando mereció perder dicho be­neficio, e incurrió en la muerte [13].
          (v) Por tanto, hay que decir que la muerte considerada en abstracto es natural al hombre por razón del cuerpo material, y antinatural por razón del alma. Pero en concreto, es antinatural porque en el Plan de Dios la muerte no debía afectar al hombre, en cuanto el poder divino suplía la falencia material con el don de la inmortalidad. Por eso, sólo el pecado del hombre dio libre curso a la misma. En conclusión, su presencia en el mundo es debida al pecado de Adán y prueba del mismo.

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NOTAS:

[1] Verneaux, Roger, Filosofía del hombre, Barcelona (1975) 215-216.
[2] Denzinger-Schönsmetzer (=DS) 222.
[3] DS 372.
[4] DS 1511.
[5] GS 18.
[6] Wolfgan Seibel , El hombre, imagen sobrenatural de Dios. Su estado original, Madrid (1977) 648; cf. 647-649.
[7] Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, Madrid (1993), 46.
[8] Ibidem.
[9] Sayés, Teología del pecado original, en: Burguense 28 (1988), 9-49; Antropología del hombre caído, Madrid (1991) 359ss; Léonard, Les raisons de croire, París (1987), 177-231.
[10] Santo Tomás, Comentario a la Epístola a los Romanos, V, III, n. 416.
[11] Santo Tomás, Cuestión disputada De Malo, 5,5. En efecto, si bien hemos dicho que al hombre le es natural la corrupción, hemos de aclarar que esta corrupción no viene por la forma que es prin­cipio del ser y de la per­fección, sino por la in­clinación misma de la materia. Se sigue de aquí que por razón de su forma (alma racional) al hombre le es más natural la incorrupción que la corrupción, pero por razón de su cuerpo material y compuesto de contrarios se sigue la corrupción del todo.
[12] S.Th., I-II,85,6. Cf. S.Th., I,97,1.
[13] “En la muerte hay que considerar tres cosas. Primero, la causa natural, y en cuanto a ella por razón de su condición la naturaleza el hombre debía morir, en cuanto compuesto de contrarios. Segundo, el don infuso, en cuanto a esto en la creación fue dado al hombre el beneficio de la justicia original, por la cual el alma contenía al cuerpo para que pudiese no morir. Tercero, el mérito de la muerte, según el cual, el hombre pecado mereció perder aquel beneficio, y así incurrió en la muerte” (Santo Tomás, Comentario a la Epístola a los Hebreos, IX, V, n. 475).