VIII. LA AFECTIVIDAD
1. Naturaleza de la afectividad
(i) Las pasiones, sentimientos, afectos o
emociones, son los movimientos de la facultad apetitiva sensible que reacciona
ante la percepción de un objeto –como atractivo o nocivo– por parte de los
sentidos internos; produciendo, a su vez, (condición esencial de la pasión) una
alteración física.
La dimensión afectiva o pasional pertenece
a la dimensión corporal del hombre; pero en este, tales fenómenos nunca se
realizan sin interactuar con las facultades superiores (ya sea recibiendo su
influencia o influyendo sobre ellas). Por eso en el hombre la afectividad es un
fenómeno “mixto”, en el que convergen dos fuentes: la corpórea y la espiritual
[1].
(ii) Terminología. El sentido que los
antiguos daban al término “pasión”, puede traducirse por “receptividad”: todo
ser que pasa de la potencia al acto, todo sujeto que se encuentra bajo la
influencia de una causa agente, se dice “pasivo” en relación con ese acto o
causa. Como en las pasiones, el hombre, de algún modo, es “arrastrado” por un
objeto y “padece” cambios en su psiquismo y biología, el sentido del término
está ampliamente justificado; más todavía si se tienen en cuenta algunas
pasiones en particular, como el temor, la tristeza, el dolor o la cólera.
En
la actualidad el término “pasión” ha perdido gran parte de su valor original,
pasando a tener un cierto sentido peyorativo, reservándose su uso en muchas
corrientes psicológicas a “las inclinaciones y tendencias que rompen el
equilibrio de la vida psíquica” [2]. Se privilegian así otros vocablos, como
emoción, afección, afecto, sentimiento, apetición, etc. El término clásico “pasión”
no ha perdido, sin embargo, su valor y tiene una amplitud que no revisten las
otras voces.
Tomándola, pues, en el sentido original de
la expresión la pasión afecta de modo directo al cuerpo, del cual el alma es
forma. El alma sufre la pasión por razón del compuesto [3], pero la pasión,
propiamente, pertenece al apetito sensitivo.
Este apetito es la inclinación hacia el
bien que perfecciona la naturaleza sensible del hombre y surge a partir
de un conocimiento sensible (por eso se da sólo en los seres dotados de
conocimiento sensible); tiene dos aspectos: uno interior o psíquico y otro
exterior o fisiológico.
(iii) Aspecto psíquico y
fisiológico de la pasión. En su aspecto psíquico la pasión consiste en cierto
“movimiento” del alma [4], entendiendo aquí “alma” en sentido amplio, como
afectividad humana. Cuando estamos alegres o tristes tenemos la
impresión de que nuestra alma se abre y expande en deseo hacia un bien que
atrae o se retrae ante un obstáculo que la frena. Cuando experimentamos un
deseo hacia algo, tenemos la impresión de “cierto movimiento del alma” hacia
ese bien amable; cuando nos entristecemos, probamos como un freno o dificultad
en el movimiento hacia algo que parece escapársenos; cuando sentimos miedo
parece como que algo violento sacude nuestra tranquilidad. Todos los
movimientos interiores se caracterizan por una fase de comienzo, de progresión
o de detención de una tendencia evolutiva hacia un bien que nos atrae o de una
tendencia de retracción ante un mal que nos amenaza.
Pero este movimiento del alma tiene como
correlativo necesario e inseparable un movimiento orgánico (“transmutatio
organica”). Desde el momento en que surge una pasión, ésta toma una expresión y
una mímica que la pone en evidencia.
Así, por ejemplo, un hombre alegre está
exultante, se mueve con prontitud y vivacidad, gesticula con fuerza y
abundancia, su rostro tiene color, se anima, sus ojos brillan. El hombre triste
tiene una mirada fija y sombría, su voz es débil, sus miembros están caídos y
alargados, suele estar inerte, se mueve lentamente como atado a una pesada
ancla.
(iv) Los movimientos orgánicos y la mímica
corporal varían mucho según los individuos y sus diferentes temperamentos. El
mismo afecto es diverso en unos y en otros. Por ejemplo, el gozo en el hombre
impulsivo se manifiesta de modo exuberante y frondoso, pero en el apático se
muestra más apagado y tranquilo. Estos movimientos orgánicos externos, “periféricos”
(como dice Noble), no representan toda la fisiología de la pasión; son más bien
el resultado de ella. Se ha discutido mucho sobre el origen interno de estos
movimientos pasionales y el factor fisiológico primario de las emociones. Para
Santo Tomás esto depende del movimiento del corazón.
(v) Unidad psico-fisiológica de la pasión. Si
bien debemos separar, en favor de la claridad de exposición, el aspecto
psíquico y el fisiológico de la pasión, el hecho pasional mantiene una unidad
fundamental. Los dos elementos se unen con una cohesión tan absoluta y necesaria
que la pasión no existiría si, por un imposible, el aspecto psíquico pudiera
darse sin el aspecto fisiológico. No se concibe una emoción de miedo sin
perturbación orgánica, por lo menos interna. No existe gozo, tristeza o cólera
sin una conmoción corporal paralela. Si este elemento fisiológico no existiera,
estaríamos ante un sentimiento de orden puramente espiritual y voluntario, pero
no ante una pasión.
Por tanto, la pasión es un acto único del
apetito sensitivo, que comprende esencialmente una tendencia afectiva y una
reacción fisiológica. Para Santo Tomás, la tendencia es el elemento formal de la pasión, mientras que la reacción fisiológica
hace de materia de la misma.
De aquí se sigue que es la tendencia la que
cualifica la pasión o, si se quiere, lo que distingue
una pasión de otra. Por ejemplo, el amor es una tendencia muy característica
que se distingue del odio (uno es un movimiento apetitivo de atracción, el otro
de rechazo). Pero los fenómenos fisiológicos (al menos observados desde afuera)
están lejos de caracterizar o distinguir las pasiones: por ejemplo, varían en
profundidad, conmoción e intensidad de un individuo a otro, incluso tratándose
de la misma pasión (como el miedo a un mismo objeto afecta de manera diversa a
dos personas que lo enfrentan juntas, y así y todo es miedo lo que ambas
tienen, o sea, la misma pasión y no dos pasiones diversas).
Por todo esto, se ve claramente que la
pasión es un fenómeno específicamente distinto del pensamiento intelectual, de
la sensación y del querer.
2. Origen y desarrollo de la pasión
(i) Origen de la pasión: el conocimiento
sensible. El temperamento, la conformación biológica de la persona, los estados
físicos saludables o enfermizos, son solo predisposiciones para nuestros
estados afectivos y pasionales. No son causa suficiente del surgimiento de una
pasión. La causa inmediata es, en cambio, la captación de un objeto sensible percibido
por los sentidos como bueno o malo para el sujeto, o sea, hablando más
propiamente, como atractivo (útil, deleitable) o nocivo (dañoso, perjudicial).
Al decir “sentidos”, nos referimos tanto a los
sentidos externos cuanto a la memoria, que guarda las imágenes de las
sensaciones pasadas (procesadas por la cogitativa), a la imaginación, que las
reproduce, disminuye o agranda por asociaciones con otras imágenes y a la
cogitativa, que juega un papel fundamental en todo este proceso. La
construcción imaginaria (imaginación-memoria-cogitativa) juega un rol muy
importante en el despertar de una pasión. Por eso, la intensidad de la pasión
está más en relación con la riqueza de la capacidad imaginativa, que con la
realidad objetiva de las sensaciones.
(ii) Otro excitante indirecto de la pasión
reside en las modificaciones orgánicas que preceden y la acompañan. Decíamos antes,
que toda emoción está ligada necesariamente a movimientos fisiológicos externos
e internos de los que no puede carecer (de lo contrario no tendríamos una
pasión o afecto). Pero, por este mismo hecho, hay reversibilidad del estado
orgánico al estado psíquico. Fácilmente puede constatarse que ingerir ciertos
alimentos, usar calmantes o excitantes, así como ciertos estados depresivos o
condiciones atmosféricas…, repercuten sobre el sistema nervioso. Éstas y otras
influencias que modifican la química vital de las funciones vegetativas,
contribuyen activamente a preparar el fenómeno pasional, pues tales
modificaciones fisiológicas hallan eco en la conciencia, a raíz de la capacidad
sugestiva de las imágenes y asociaciones que dichos estados suscitan.
Ahora bien, sea que la pasión se enraíce en
una percepción de los sentidos externos, en la imaginación o en la memoria, o
que surja por provocación de los elementos orgánicos de la pasión, es siempre
la imagen sensible la causa inmediata y determinante de la pasión.
(ii) Pasión y sensación. De todos modos,
debemos añadir que, si bien la sensación (conocimiento sensible externo o
interno) es causa determinante de la pasión, sin embargo, esta permanece
distinta de aquella; aunque la distinción se hace más difícil cuando la causa
de la pasión está asociada al sentido del tacto. Hay sensaciones de placer que
parecen, a primera vista, identificarse con la pasión de deleite y sensaciones
de dolor que se confunden con la pasión de la tristeza.
(iii) De lo dicho, podemos indicar algunas
conclusiones que afectan a la educación
de los afectos.
1º Al ser la sensación-imagen la causa
que provoca la pasión, aportándole su objeto, se sigue que el medio directo
para favorecer un estado pasional es favorecer la sensación que mantiene su
fervor, mantener la sobreexcitación de la imaginación que prolonga y aviva la
sensación. Por contraposición, para reducir un estado pasional, se hace
necesario cortarle los víveres alejando la causa de la sensación, forzando a la
imaginación a que se dirija a otros objetos.
2º Puesto que la excitación pasional
tiene su causa no sólo en la sensación, sino en ésta corroborada por la memoria
y la imaginación, o incluso sugerida por algún estado orgánico, la atención de
quien quiere impedir la reaparición de una pasión o al menos disminuir las
oportunidades de que reaparezca, debe tener en cuenta todos estos elementos,
sin dejar ninguno de lado.
3º “Para gobernar los sentimientos es necesario
dominar los actos y las ideas” [5]; y para esto el proceso lógico es:
a)
Reeducar la receptividad (o sea, lograr tener sensaciones
y actos conscientes y voluntarios [6]).
b)
Dominar los pensamientos (para llegar a pensar cuando uno
quiera y lo que uno quiera, y desviar la atención de lo que perjudica).
c)
Alcanzar el dominio volitivo: poder querer de veras las
acciones que uno quiere hacer (por ejemplo, ser puro y casto).
d)
Poder modificar y controlar los propios sentimientos y
emociones.
3.
Diversidad y relación de las pasiones
(i) Distinción del
apetito sensible. El apetito sensible se divide en concupiscible e irascible. No se trata de dos
partes sino de dos funciones que todo ser sensible desempeña para subsistir y
perfeccionarse, a saber, el conservarse y el defenderse. Todo animal aprovecha
de su medio para su propio bien y crecimiento, y se defiende de lo que intenta
contrariarlo y destruirlo.
El apetito concupiscible actúa a modo de apetito receptivo, comprendiendo
tanto las delectaciones sensibles cuanto las tendencias que se retraen ante los
objetos dolorosos y dañinos.
En cambio el irascible, empuja a un esfuerzo de acción violenta, de ataque o de
resistencia, ante las dificultades u obstáculos que hacen áridas nuestras
acciones. También en las pasiones del irascible se observa un aspecto pasivo,
pues quien tiene esperanza de alcanzar un bien, es arrastrado por amor
de él (el amor está en la base de todas las pasiones); pero este aspecto
pasivo se complementa con uno nuevo y más fuerte, que es el principio activo.
Así, por ejemplo, alguien capta un obstáculo en la consecución de un bien
deseado: obtenerlo es dificultoso; pero también vislumbra algo particular: es
difícil pero ¡posible!; y esta perspectiva en la que se unen un amor que
tiene forma de deseo ardiente y la captación de la posibilidad de obtener tal
bien, desencadena fuerzas interiores que se imponen al abandono o dejadez que
espontáneamente surge al captar el aspecto arduo del bien.
(ii) Distinción de las pasiones. Teniendo en cuenta estas dos
funciones del apetito, la doctrina clásica ha indicado once pasiones fundamentales.
Hay otras clasificaciones indudablemente válidas y muy sugestivas. Valga de
ejemplo la exposición de Lersch, quien habla de “emociones de la vitalidad”
(dolor, placer, aburrimiento, saciedad y repugnancia, diversión y fastidio,
embeleso y pánico, etc.), “vivencias emocionales del yo individual” (susto,
agitación, ira, temor, confianza y desconfianza, contento y descontento,
desquite, etc.), “emociones transitivas” (simpatía y antipatía, estima y
desprecio, capacidad de amar y odio, etc.) [7].
De todos modos, sigue siendo válido el esquema
tradicional, pues su distinción de las pasiones reduce el mundo afectivo a once
movimientos pasionales específicamente distintos; distinción que se realiza en
base a la diversidad de sus objetos formales (bien o mal, alcanzado o todavía
no; considerado simplemente o como arduo, etc.). Son los once modos que tiene
el apetito humano de situarse frente al bien y al mal en sus diversas
formalidades (modos que, a su vez, se subdividen dando las distintas especies
de cada pasión).
Así, el bien produce en la potencia apetitiva una
inclinación o connaturalidad hacia ese mismo bien. A esto lo llamamos amor. Respecto del mal, se da algo
contrario, una aversión, un rechazo, que es el odio. El bien amado y no poseído mueve hacia su consecución y eso
pertenece a la pasión del deseo, cuyo
contrario, en la línea del mal, es la fuga
o abominación. Cuando el bien llega a ser poseído, produce la quietud o reposo
en el mismo bien. Esto pertenece al gozo o delectación,
al que se opone el dolor o la tristeza
por parte del mal. Estas seis pertenecen al apetito concupiscible
Cuando
el bien es difícil (arduo) se dan las pasiones de esperanza, en caso de ser posible, y la desesperación, ante la imposibilidad de conseguirlo. Respecto del
mal ausente difícil se dan la audacia
cuando es superable, y el temor si se
presenta como insuperable. Respecto del mal arduo ya presente se suscita la
pasión de la ira. No existe,
evidentemente, ningún bien que sea al mismo tiempo arduo y presente, por lo
cual esta pasión no tiene contraria. Estas cinco pertenecen al apetito
irascible.
(iii)
Relación de las pasiones entre sí. Si bien consideramos aisladamente los afectos o pasiones
para distinguirlos, hay que tener en cuenta que en la realidad no se dan sino
entremezclados y, muchas veces, suscitándose unos a los otros
Sin embargo, es importante tener en cuenta
que no cualquier pasión engendra cualquier pasión, sino existe una mayor o
menor afinidad entre ciertas pasiones, y hay afectos que psicológicamente están
emparentados entre sí. Por ejemplo, una persona con tendencia a la tristeza, es
probable que experimente también resentimiento, sentimientos de venganza y
desesperación, puesto que todos estos sentimientos están muy emparentados entre
sí.
Y sobre todo debemos comprender que en el
origen de todo afecto encontraremos el amor, porque es la pasión o afecto
inspirador y básico que pone en funcionamiento toda nuestra base sentimental. Esto
plantea que la educación de las pasiones, en definitiva, será siempre educación,
ordenamiento o rectificación del amor.
También se sigue de aquí que, siendo las
pasiones solidarias, todo método educativo que apunte a educar una sola pasión
será inútil y tendrá poca o ninguna efectividad. Toda educación de la
afectividad debe apuntar a la afectividad en su conjunto, para someter toda la fuerza
emotiva a la dirección de la vida moral. Tal vez sea éste uno de los déficits
más notables de la educación de los últimos siglos, salvo honrosas excepciones,
como las de los grandes educadores cristianos (por ejemplo, Don Bosco). En la
educación de la afectividad no puede dejarse de lado ningún aspecto, por
trivial que sea, ordenando todo el campo afectivo a una progresiva elevación
por medio de las virtudes cardinales de la templanza y de la fortaleza. Es
precisamente en el campo que se deje sin cultivo por donde comenzará a
resquebrajarse luego la vida afectiva y, de allí, la moral.
4. La afectividad y la voluntad
(i)
La esfera de los afectos, emociones
o pasiones, está entre dos niveles: el temperamental predispositivo y el
espiritual. Todos estos planos se influyen mutuamente, creando la compleja y
rica fenomenología propiamente “humana”. En concreto:
1º La inteligencia y la voluntad se
influyen mutuamente como se puede ver en los distintos momentos o pasos de los
actos libres: juicio sobre la posibilidad de un acto (fenómeno cognoscitivo) e
intención eficaz (fenómeno volitivo), indagación de los medios que nos conducen
al fin y consentimiento de los mismos, juicio práctico y elección, etc.
2º Los sentidos internos influyen
sobre la inteligencia a través de la imaginación, la memoria, y sobre todo de la
cogitativa, facultad puente que forma el “fantasma” del que el intelecto agente
forma el concepto.
3º Los sentidos internos influyen
sobre el apetito sensible dando pie al movimiento pasional (con el conocimiento
sensible de un objeto que se presenta como atractivo o desagradable.
4º Los apetitos con sus pasiones
influyen sobre la inteligencia y la voluntad, y éstas sobre los apetitos.
5º Las predisposiciones orgánicas
inclinan –aunque remotamente– hacia determinado tipo de movimientos afectivos.
Teniendo esto en cuenta, se plantean varias
posibles relaciones entre las esferas pasional y volitiva.
(ii) Coincidencia
de la pasión y la voluntad. En muchas situaciones, la pasión y la voluntad pueden
tener el mismo objeto. De hecho, con frecuencia, nuestros actos libres
(voluntarios) corresponden a pasiones de la sensibilidad y hacen una sola cosa
con éstas. A menudo amamos volitivamente lo mismo que nos atrae sentimentalmente
y odiamos lo que nos repugna pasionalmente. La misma Sagrada Escritura,
apelando a esta unidad sustancial del hombre, nos manda “amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus
fuerzas” (Mc 12,30). Nuestras pasiones con frecuencia se convierten en actos
voluntarios, y nuestros quereres libres se vuelven pasionales. Y la pasión
moderada y vuelta virtuosa, dará una fuerza particular a nuestra capacidad de realización en las dificultades
de la acción moral.
(iii) La
pasión que arrastra la voluntad. Tratándose de las pasiones que surgen espontáneamente,
llamadas en psicología “antecedentes” porque son anteriores a la intervención
racional de la persona, pueden, por lo mismo, arrastrar la voluntad en el mismo
sentido que ella. Esta moción se realiza en dos etapas sucesivas.
1º Ante todo, la pasión tiende a
producir en nuestra conciencia una transposición de valores, esto es, aquello
que nos apasiona tiende a parecernos lo más importante, lo más urgente, lo más
valioso. Como resultado, nuestra atención se dirige únicamente al objeto
pasional, y, por el contrario, todo lo demás pierde relieve para la atención.
2º En segundo lugar, una vez
concentradas nuestras fuerzas sobre el objeto pasional mueve indirectamente la
voluntad, presentándole el objeto de la pasión. Éste no sólo atrae la atención,
sino la aprobación de la razón, pues el juicio estimativo que ha determinado la
pasión, hace cuerpo con la imaginación exaltada y exagerada, la cual
ordinariamente acompaña la pasión, tanto que la razón se inclina a desposar el
juicio pasional y la voluntad a adoptar la pasión, puesto que el juicio
estimativo y la pasión se ponen al servicio del apasionado.
(iv) La pasión que brota espontáneamente del querer intenso. La pasión también puede derivarse
de un acto voluntario (llamada, en tal caso, pasión consecuente o consiguiente),
lo que puede ocurrir, ante todo, espontáneamente, como un desborde de un querer
intenso. Es decir, puede seguirse de la voluntad como resultado espontáneo de
un querer vehemente, a modo de desborde del espíritu sobre la sensibilidad. San
Juan de la Cruz explica de este modo el fenómeno místico de la estigmatización,
como un desborde sensible de la verdadera estigmatización que es la que se produce
en el alma, por identificación con Cristo crucificado [8].
Hace de intermediario de esta repercusión
las facultades imaginativas (imaginación, memoria, cogitativa): nuestros
sentimientos y quereres son alimentados por pensamientos; éstos provocan un conjunto
de imágenes correspondientes, porque es normal que nuestras ideas (abstractas)
se desarrollen en imágenes (concretas).
(v)
La pasión provocada por la voluntad. El segundo modo de pasión
consecuente se da cuando ésta es deliberadamente promovida por la razón, siendo
así, fruto de un querer que la provoca y la excita [9]. Para lo cual la persona
cuenta con dos medios:
1º El más directo es aplicando los
sentidos externos o internos a un objeto pasional: si la voluntad quiere
excitar una pasión, basta con que intente aplicar intensamente a tal o cual
objeto los sentidos del tacto, del gusto, de la vista, o la imaginación o la
memoria.
2º De modo más indirecto, pero también
posible, puede intentar reproducir o imitar el estado físico que acompaña tal o
cual pasión, por ejemplo, si intentamos reproducir un escalofrío o la piel de
gallina… con la intención de observar si de esto se siente el despertar de una
emoción de miedo. Esta vía es ciertamente más difícil, pero a veces tiene
éxito.
(vi) La
pasión enseñoreada por la voluntad. Pero también puede, la voluntad, si no siempre, por lo
menos muchas veces, dominar la pasión, moderar su exceso, rechazarla, y/o
detenerla. El recurso principal y directo, es desviar la atención del motivo
que causa la pasión.
Y aun cuando no pueda dominar plenamente el
movimiento pasional, queda a la voluntad un último recurso, que es prohibir los
actos que esta pasión llama. Siempre podemos no querer pasar al acto (hecha
salvedad de los enfermos mentales en quienes tales actos sean compulsivos).
Este dominio, sin embargo, es limitado,
pues la pasión, en relación con nuestras facultades superiores, no es “como un
esclavo, sino como una persona libre: “El
alma domina al cuerpo con despotismo, y el entendimiento domina al apetito con
poder político y regio” [10]. De ahí que el dominio racional sobre las
pasiones haya sido definido como un “dominio político” (parcial) y no “despótico”
(total).
5. La herida de la afectividad humana
(i) Un dato fundamental de la antropología
teológica que ilumina la realidad de las pasiones tiene que ver con la
consecuencia sufrida en esta esfera a raíz del pecado original. El pecado
original, con el cual todos nacemos, ha dejado secuelas en todas las esferas
humanas: en la inteligencia, la “ignorancia” o debilidad para descubrir la
verdad; en la voluntad, la “malicia” o dificultad para buscar y mantenerse en
el bien auténtico; en el irascible, la falta de firmeza o valor; y en el
concupiscible, la llamada “concupiscencia” o inclinación desordenada al
deleite.
(ii) Estas heridas permanecen en nosotros
tras el bautismo constituyendo materialmente el fomes del pecado [11], y han de tenerse en cuenta para comprender
tanto algunos de los desórdenes afectivos y su fuerza desintegradora, cuanto la
debilidad de la voluntad para manejar los sentimientos. El Catecismo enseña: “el
pecado original (…) es la privación de la santidad y de la justicia originales,
pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus
propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al
imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada
«concupiscencia»). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el
pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la
naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman
al combate espiritual” [12].
(iii) El olvido de esta verdad, que
pertenece a la fe católica, lleva a nefastas consecuencias en el plano
educativo y también en el terapéutico, particularmente en el psicoterapéutico,
porque sin este dato, ciertas debilidades humanas resultan incomprensibles y
las expectativas, derivadas de una concepción de la naturaleza humana olvidada
de esta fragilidad congénita, se tornan frustrantes.
6. La responsabilidad sobre los afectos
(i) Todo ser humano es responsable de los
actos que hace deliberadamente, es decir, en la medida en que anticipadamente
puede discernir su valor moral, su razón de medio respecto de algún fin, etc.
En tales casos, la acción nace de la voluntad deliberada (libertad). La
cuestión de la responsabilidad pasa, pues, por esta cuestión: ¿somos dueños del
juicio por el que decidimos este acto? Así, en cuanto a la responsabilidad
pasional, la cuestión es saber también si la pasión nos deja dueños del
juicio autónomo y deliberado que debe dirigir nuestra acción y presidir su
realización.
(ii) Hay varias posibilidades, según el
grado de repercusión más o menos profunda de una pasión sobre el juicio
pasional:
1º Tendremos plena responsabilidad
cuando la pasión sea excitada por la voluntad o bien voluntariamente no sea
contrarrestada, con pleno ejercicio de la razón.
2º La responsabilidad estará atenuada en
la medida en que la pasión haya surgido sin advertencia de la razón, turbando
el juicio racional.
3º Finalmente, seremos totalmente
irresponsables cuando una pasión, por su violencia, impida el ejercicio de la
razón.
(iii) De ahí que si se considera la pasión antecedente, ésta influye
produciendo un acto que es, al menos parcialmente, voluntario (salvo el caso
extremo en que anula toda voluntariedad, como en los que sufren una especie de “enajenación”
pasajera por efecto de una pasión inesperada e intensísima). Un pecado será más
o menos culpable según que la pasión disminuya o no la voluntariedad (13).
Se sigue que, a causa de las pasiones antecedentes
e intensas, nuestros juicios pueden carecer del discernimiento suficiente y la
conciencia se torna borrosa. De aquí que, bajo el efecto de la pasión, la
gravedad de los pecados pueda disminuir; como explica Santo Tomás.
(iv) De esto se
siguen algunos principios que hay que tener en cuenta en orden a la educación
del carácter, tarea fundamental de psicopedagogos y psicólogos:
1º Las pasiones son malas guías para nuestros
juicios y decisiones. Quienes dan lugar a la pasión en el momento de sus
cavilaciones y razonamiento (es decir, los apasionados, los sensibles, los
impresionables, los impulsivos y los entusiastas), sean fácilmente injustos.
Porque sus juicios suelen ser parciales y exaltados. Y no son, generalmente,
objetivos.
2º La pasión puede ayudar las
realizaciones virtuosas. Cuando la pasión es puesta al servicio de una obra
buena, añade su vigor propio para la ejecución de tales obras. Le da una gran
energía y movilidad
3º El justo medio virtuoso de la pasión
es aquel punto en el que, ni falta la suficiente pasión, ni sobra. Esto sólo
puede ocurrir si la pasión es puesta al servicio del bien por la virtud.
4º La obra buena realizada con
pasión puede ser más meritoria, en el sentido de más valiosa moralmente;
porque supone no sólo la realización externa de la obra, sino una mayor
perfección en el modo de realizarla, ya que la pasión añade una participación
de todo nuestro ser en tal obra (como cuando se alaba a Dios no sólo con la
inteligencia, sino con los afectos y el corazón todo).
7. El equilibrio afectivo
(i) Equilibrio indica el reparto
equitativo de los pesos de una balanza donde un platillo se “compensa” y “armoniza”
con el otro. En el plano psíquico, se refiere a la estabilidad anímica o
psicológica de la persona en torno a una línea fundamental que calificamos de “normalidad”
o “madurez”.
Implica, pues, una presencia
simultánea y proporcionada de todas las dimensiones de la persona humana (racionalidad,
afectividad, corporeidad, a los que hay que sumar la gracia divina), pero de
modo proporcionada (cada una con la medida justa) y jerarquizada.
Cuando alguno de esos elementos falta
u ocupa un lugar que no le corresponde, tenemos, no un hombre maduro, sino perturbado.
(ii) Hay tres modos en que puede presentar
la falta de equilibrio.
El primero, es la pérdida de la gracia y
del recto orden que impone la ley divina (tanto los diez mandamientos como la
ley evangélica). Este desequilibrio afecta al plano moral: es desequilibrada
(moralmente hablando) la persona que no vive según la ley moral que lleva
grabada en su corazón.
El segundo desequilibrio se produce cuando
una persona es arrastrada por el vaivén de sus emociones (“afectivismo”). Aquí
reconocemos los principales tipos de sentimentales, melancólicos, sensuales,
mundanos, etc.
El tercero, es la falta de empatía:
cuando una persona deja de tener una afectividad integrada y es fríamente
calculadora en su relación consigo mismo o con los demás. Éste es el
racionalista exagerado, que no sabe amar ni conmoverse, o es incapaz de amistad
y de ternura. Esta persona es insensible, aparentemente cerebral, inconmovible,
apática y glacial.
(iii)
La correcta integración de todos estos elementos equivale a la “normalidad”, “equilibrio”
o simplemente “madurez” humana en su sentido más pleno. Esta madurez se
manifiesta en varias dimensiones (14); como:
1º
Madurez intelectual: implica una percepción correcta de
la realidad, tanto natural como sobrenatural; una concepción correcta de Dios,
del mundo y de sí mismo, con una escala de valores adecuada a la realidad;
capacidad de discernimiento y de juicio objetivo, tanto en el plano moral como
social.
2º
Madurez psicosocial, que implica: aceptación de sí mismo
(de la propia historia, limitaciones y dones), de los demás (tolerancia,
capacidad de convivencia y de amistad), tolerancia ante las propias
frustraciones y fracasos (las que vienen de los propios límites y las que
proceden de las circunstancias o de los demás), capacidad de confiar en los
demás, de adaptarse al medio en el que se vive (a diferencia del eterno
inconformista), de humor sin hostilidad, autonomía personal (sin dependencias
afectivas) y responsabilidad, de colaboración, de iniciativa y creatividad.
3º
Madurez afectivo-sexual: esto es, capacidad de controlar
los propios instintos, de amar sin afán de poseer a los demás (en el sentido de
adueñarse o controlar sus vidas y personas), de renunciar (sacrificio), de
practicar la castidad según el estado de vida que elija o deba vivir sin
haberlo elegido (como el caso de las personas viudas o abandonadas de sus
cónyuges, enfermos que no pueden contraer matrimonio a pesar de querer
hacerlo...).
4º
Madurez volitiva: capacidad de tomar decisiones, de
elegir (especialmente en las cosas importantes de la vida, como la vocación, la
propia entrega, las grandes renuncias), de ejecutar lo elegido, de perseverar
en lo elegido y ejecutado.
5º
Madurez ética: capacidad de discernir con realismo y
objetividad entre lo justo y lo injusto, lo malo y lo bueno; tener criterios
morales claros (y evangélicos); poseer una escala de valores adecuada a la
realidad (y al Evangelio).
6º
Madurez religiosa: capacidad de silencio interior, de
oración, de relacionarse adecuadamente con Dios (como Padre, Amigo, Creador,
Salvador, Soberano, etc.) sin sacrificar ningún atributo divino en pro de otro;
y tener un ideal de perfección.
(iv) La “madurez” y el “equilibro” también
equivalen a mantener la independencia respecto de cinco modos de
dependencia (15):
1º
Independencia de la aprobación de los demás: de la
recompensa o del castigo que se espera cosechar del prójimo. Hay muchos que
tienen dependencia de este tipo de aprobación; para ellos está “bien” lo que
despierta cariño en los demás y está mal lo que produce rechazo, desaprobación.
Esta dependencia entraña el riesgo de “ser manipulado” y quita o limita la
libertad.
2º
Independencia de la aprobación de personas determinadas.
Porque hay quienes no se interesan tanto de la aprobación general sino de las
reacciones —favorables o desfavorables— de algunas personas determinadas (un
superior, un jefe, un amigo, un novio, etc.). Una dependencia particularizada
comporta el peligro de estar sometido o ser manejado por afectos particulares,
de rendir culto a personas particulares, de ser arrastrado al sectarismo, etc.
3º
Independencia de los valores establecidos por la
sociedad. Esto libera de la esclavitud de la moda, de las reglas aceptadas por
la masa social, que muchas veces reflejan criterios de manipulación masiva.
4º
Independencia de la aprobación del propio estado anímico.
Pues la dependencia de las propias sensaciones y estados emotivos (es decir,
del “cómo nos sentimos” después de algún acto determinado), es también muy
peligrosa (el alcohólico se siente mal cuando no puede beber y bien cuando está
bebiendo). El peligro, cuando falta este tipo de independencia, es el riesgo de
la adicción (droga, alcohol, sexo, juego, etc.).
5º
Independencia de falsas condiciones a la hora de elegir
el bien. Es decir, capacidad de hacer el bien porque está bien o porque es
necesario, o conveniente, o prudente hacerlo. Es libertad de cualquier
condicionamiento externo, ya sea la utilidad del bien (hay que estar dispuestos
a hacer cosas que no producen provecho pero que son necesarias, como los
sacrificios personales), del deleite que causen o incluso al margen de la
actitud de los demás (a diferencia de quienes —al no tener esta independencia—
sólo actúan “si los demás” también lo hacen; por ejemplo quienes están
dispuestos a pedir perdón si los otros también lo hacen, o a obrar como
corresponde si los demás también empiezan a hacerlo; son los esclavos del “si
el otro no, yo tampoco”).
8. Afectividad y psicoterapia
(i) El psicoterapeuta debe ayudar al
paciente a que alcance el dominio sobre sus emociones, especialmente las más
perturbadoras (tendencia al placer, ira, temor y tristeza).
(ii) Uno de los medios para este
trabajo es la técnica psicofísica indirecta propuesta por Roger Vittoz y
popularizada por Narciso Irala(16).
(iii) Las perturbaciones afectivas más
profundas exigen tratamientos más específicos y prolongados (para los cuales
dan buenos resultados las propuestas cognitivo-conductuales, o la psicoterapia
simbólica). En algunos casos también se requiere el respaldo farmacológico
brindado por el profesional psiquiátrico.
(1) Cf. Pithod, A., El alma y su
cuerpo, Buenos Aires (1994), 157-161.
(2) Cf. Úbeda Purkiss, Manuel y
Soria, Fernando, en Introducciones a Santo Tomás de Aquino, “Suma
Teológica”, tomo IV, Madrid (1954), 579.
(3) Cf.
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 22,1.
(4) Cf.
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 23, 2 y 4.
(5) Irala, N., Control
cerebral y emocional, Buenos Aires (1994), 35. Este libro es muy valioso
para lograr este objetivo siguiendo los pasos que indico a continuación.
(6) Para entender lo que Irala
quiere decir por esto (fundamental en su método de trabajo) es necesario leer
el capítulo III de su libro Control cerebral y emocional, 41-54.
(7) Cf. Lersch, Philipp, La estructura de la
personalidad, Barcelona (1971).
(8) Cf. San Juan de la Cruz, Llama, II,
13-14.
(9) “Procede también de modo consiguiente. Y
esto de dos modos. Primero, a modo de redundancia (...) Segundo, a modo de
elección, esto es, cuando el hombre por el juicio de la razón elige ser
afectado por una pasión, para obrar más prontamente con la cooperación del
apetito sensitivo. Y así, la pasión del alma aumenta la bondad de la acción” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 24, 3 ad 1).
(10) Santo
Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 81, 3 ad 2.
(11) Cf. Concilio de Trento,
Denzinger-Hünermann, n. 1515.
(12) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 405.
(13) Cf.
Santo Tomás de Aquino, De malo 3, 11 ad 3.
(14) Cf. Di
Silvestri, María, Equilibrio psíquico y madurez personal para la vida
religiosa femenina, Buenos Aires (1991), 95-162.
(15) Cf. Lukas, E., Libertad e identidad,
Barcelona (2005), 27-32.
(16) Irala, Control cerebral y emocional, cap. II-V; VI-VII; XI-XV.
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