viernes, 16 de septiembre de 2011

NOTAS DE PSICOLOGÍA CATÓLICA (VIII) LA AFECTIVIDAD


VIII. LA AFECTIVIDAD


1. Naturaleza de la afectividad

(i) Las pasiones, sentimientos, afectos o emociones, son los movimientos de la facultad apetitiva sensible que reacciona ante la percepción de un objeto –como atractivo o nocivo– por parte de los sentidos internos; produciendo, a su vez, (condición esencial de la pasión) una alteración física.
La dimensión afectiva o pasional pertenece a la dimensión corporal del hombre; pero en este, tales fenómenos nunca se realizan sin interactuar con las facultades superiores (ya sea recibiendo su influencia o influyendo sobre ellas). Por eso en el hombre la afectividad es un fenómeno “mixto”, en el que convergen dos fuentes: la corpórea y la espiritual [1].

(ii) Terminología. El sentido que los antiguos daban al término “pasión”, puede traducirse por “receptividad”: todo ser que pasa de la potencia al acto, todo sujeto que se encuentra bajo la influencia de una causa agente, se dice “pasivo” en relación con ese acto o causa. Como en las pasiones, el hombre, de algún modo, es “arrastrado” por un objeto y “padece” cambios en su psiquismo y biología, el sentido del término está ampliamente justificado; más todavía si se tienen en cuenta algunas pasiones en particular, como el temor, la tristeza, el dolor o la cólera.
 En la actualidad el término “pasión” ha perdido gran parte de su valor original, pasando a tener un cierto sentido peyorativo, reservándose su uso en muchas corrientes psicológicas a “las inclinaciones y tendencias que rompen el equilibrio de la vida psíquica” [2]. Se privilegian así otros vocablos, como emoción, afección, afecto, sentimiento, apetición, etc. El término clásico “pasión” no ha perdido, sin embargo, su valor y tiene una amplitud que no revisten las otras voces.
Tomándola, pues, en el sentido original de la expresión la pasión afecta de modo directo al cuerpo, del cual el alma es forma. El alma sufre la pasión por razón del compuesto [3], pero la pasión, propiamente, pertenece al apetito sensitivo.
Este apetito es la inclinación hacia el bien que perfecciona la naturaleza sensible del hombre y surge a partir de un conocimiento sensible (por eso se da sólo en los seres dotados de conocimiento sensible); tiene dos aspectos: uno interior o psíquico y otro exterior o fisiológico.

          (iii) Aspecto psíquico y fisiológico de la pasión. En su aspecto psíquico la pasión consiste en cierto “movimiento” del alma [4], entendiendo aquí “alma” en sentido amplio, como afectividad humana. Cuando estamos alegres o tristes tenemos la impresión de que nuestra alma se abre y expande en deseo hacia un bien que atrae o se retrae ante un obstáculo que la frena. Cuando experimentamos un deseo hacia algo, tenemos la impresión de “cierto movimiento del alma” hacia ese bien amable; cuando nos entristecemos, probamos como un freno o dificultad en el movimiento hacia algo que parece escapársenos; cuando sentimos miedo parece como que algo violento sacude nuestra tranquilidad. Todos los movimientos interiores se caracterizan por una fase de comienzo, de progresión o de detención de una tendencia evolutiva hacia un bien que nos atrae o de una tendencia de retracción ante un mal que nos amenaza.
Pero este movimiento del alma tiene como correlativo necesario e inseparable un movimiento orgánico (“transmutatio organica”). Desde el momento en que surge una pasión, ésta toma una expresión y una mímica que la pone en evidencia.
Así, por ejemplo, un hombre alegre está exultante, se mueve con prontitud y vivacidad, gesticula con fuerza y abundancia, su rostro tiene color, se anima, sus ojos brillan. El hombre triste tiene una mirada fija y sombría, su voz es débil, sus miembros están caídos y alargados, suele estar inerte, se mueve lentamente como atado a una pesada ancla.

(iv) Los movimientos orgánicos y la mímica corporal varían mucho según los individuos y sus diferentes temperamentos. El mismo afecto es diverso en unos y en otros. Por ejemplo, el gozo en el hombre impulsivo se manifiesta de modo exuberante y frondoso, pero en el apático se muestra más apagado y tranquilo. Estos movimientos orgánicos externos, “periféricos” (como dice Noble), no representan toda la fisiología de la pasión; son más bien el resultado de ella. Se ha discutido mucho sobre el origen interno de estos movimientos pasionales y el factor fisiológico primario de las emociones. Para Santo Tomás esto depende del movimiento del corazón.

(v) Unidad psico-fisiológica de la pasión. Si bien debemos separar, en favor de la claridad de exposición, el aspecto psíquico y el fisiológico de la pasión, el hecho pasional mantiene una unidad fundamental. Los dos elementos se unen con una cohesión tan absoluta y necesaria que la pasión no existiría si, por un imposible, el aspecto psíquico pudiera darse sin el aspecto fisiológico. No se concibe una emoción de miedo sin perturbación orgánica, por lo menos interna. No existe gozo, tristeza o cólera sin una conmoción corporal paralela. Si este elemento fisiológico no existiera, estaríamos ante un sentimiento de orden puramente espiritual y voluntario, pero no ante una pasión.
Por tanto, la pasión es un acto único del apetito sensitivo, que comprende esencialmente una tendencia afectiva y una reacción fisiológica. Para Santo Tomás, la tendencia es el elemento formal de la pasión, mientras que la reacción fisiológica hace de materia de la misma.
De aquí se sigue que es la tendencia la que cualifica la pasión o, si se quiere, lo que distingue una pasión de otra. Por ejemplo, el amor es una tendencia muy característica que se distingue del odio (uno es un movimiento apetitivo de atracción, el otro de rechazo). Pero los fenómenos fisiológicos (al menos observados desde afuera) están lejos de caracterizar o distinguir las pasiones: por ejemplo, varían en profundidad, conmoción e intensidad de un individuo a otro, incluso tratándose de la misma pasión (como el miedo a un mismo objeto afecta de manera diversa a dos personas que lo enfrentan juntas, y así y todo es miedo lo que ambas tienen, o sea, la misma pasión y no dos pasiones diversas).
Por todo esto, se ve claramente que la pasión es un fenómeno específicamente distinto del pensamiento intelectual, de la sensación y del querer.

2. Origen y desarrollo de la pasión


(i) Origen de la pasión: el conocimiento sensible. El temperamento, la conformación biológica de la persona, los estados físicos saludables o enfermizos, son solo predisposiciones para nuestros estados afectivos y pasionales. No son causa suficiente del surgimiento de una pasión. La causa inmediata es, en cambio, la captación de un objeto sensible percibido por los sentidos como bueno o malo para el sujeto, o sea, hablando más propiamente, como atractivo (útil, deleitable) o nocivo (dañoso, perjudicial).
Al decir “sentidos”, nos referimos tanto a los sentidos externos cuanto a la memoria, que guarda las imágenes de las sensaciones pasadas (procesadas por la cogitativa), a la imaginación, que las reproduce, disminuye o agranda por asociaciones con otras imágenes y a la cogitativa, que juega un papel fundamental en todo este proceso. La construcción imaginaria (imaginación-memoria-cogitativa) juega un rol muy importante en el despertar de una pasión. Por eso, la intensidad de la pasión está más en relación con la riqueza de la capacidad imaginativa, que con la realidad objetiva de las sensaciones.

(ii) Otro excitante indirecto de la pasión reside en las modificaciones orgánicas que preceden y la acompañan. Decíamos antes, que toda emoción está ligada necesariamente a movimientos fisiológicos externos e internos de los que no puede carecer (de lo contrario no tendríamos una pasión o afecto). Pero, por este mismo hecho, hay reversibilidad del estado orgánico al estado psíquico. Fácilmente puede constatarse que ingerir ciertos alimentos, usar calmantes o excitantes, así como ciertos estados depresivos o condiciones atmosféricas…, repercuten sobre el sistema nervioso. Éstas y otras influencias que modifican la química vital de las funciones vegetativas, contribuyen activamente a preparar el fenómeno pasional, pues tales modificaciones fisiológicas hallan eco en la conciencia, a raíz de la capacidad sugestiva de las imágenes y asociaciones que dichos estados suscitan.
Ahora bien, sea que la pasión se enraíce en una percepción de los sentidos externos, en la imaginación o en la memoria, o que surja por provocación de los elementos orgánicos de la pasión, es siempre la imagen sensible la causa inmediata y determinante de la pasión.

(ii) Pasión y sensación. De todos modos, debemos añadir que, si bien la sensación (conocimiento sensible externo o interno) es causa determinante de la pasión, sin embargo, esta permanece distinta de aquella; aunque la distinción se hace más difícil cuando la causa de la pasión está asociada al sentido del tacto. Hay sensaciones de placer que parecen, a primera vista, identificarse con la pasión de deleite y sensaciones de dolor que se confunden con la pasión de la tristeza.

(iii) De lo dicho, podemos indicar algunas conclusiones que afectan a la educación de los afectos.
  Al ser la sensación-imagen la causa que provoca la pasión, aportándole su objeto, se sigue que el medio directo para favorecer un estado pasional es favorecer la sensación que mantiene su fervor, mantener la sobreexcitación de la imaginación que prolonga y aviva la sensación. Por contraposición, para reducir un estado pasional, se hace necesario cortarle los víveres alejando la causa de la sensación, forzando a la imaginación a que se dirija a otros objetos.
  Puesto que la excitación pasional tiene su causa no sólo en la sensación, sino en ésta corroborada por la memoria y la imaginación, o incluso sugerida por algún estado orgánico, la atención de quien quiere impedir la reaparición de una pasión o al menos disminuir las oportunidades de que reaparezca, debe tener en cuenta todos estos elementos, sin dejar ninguno de lado.
   “Para gobernar los sentimientos es necesario dominar los actos y las ideas” [5]; y para esto el proceso lógico es:
a)   Reeducar la receptividad (o sea, lograr tener sensaciones y actos conscientes y voluntarios [6]).
b)   Dominar los pensamientos (para llegar a pensar cuando uno quiera y lo que uno quiera, y desviar la atención de lo que perjudica).
c)   Alcanzar el dominio volitivo: poder querer de veras las acciones que uno quiere hacer (por ejemplo, ser puro y casto).
d)   Poder modificar y controlar los propios sentimientos y emociones.

3. Diversidad y relación de las pasiones

          (i) Distinción del apetito sensible. El apetito sensible se divide en concupiscible e irascible. No se trata de dos partes sino de dos funciones que todo ser sensible desempeña para subsistir y perfeccionarse, a saber, el conservarse y el defenderse. Todo animal aprovecha de su medio para su propio bien y crecimiento, y se defiende de lo que intenta contrariarlo y destruirlo.
El apetito concupiscible actúa a modo de apetito receptivo, comprendiendo tanto las delectaciones sensibles cuanto las tendencias que se retraen ante los objetos dolorosos y dañinos.
En cambio el irascible, empuja a un esfuerzo de acción violenta, de ataque o de resistencia, ante las dificultades u obstáculos que hacen áridas nuestras acciones. También en las pasiones del irascible se observa un aspecto pasivo, pues quien tiene esperanza de alcanzar un bien, es arrastrado por amor de él (el amor está en la base de todas las pasiones); pero este aspecto pasivo se complementa con uno nuevo y más fuerte, que es el principio activo. Así, por ejemplo, alguien capta un obstáculo en la consecución de un bien deseado: obtenerlo es dificultoso; pero también vislumbra algo particular: es difícil pero ¡posible!; y esta perspectiva en la que se unen un amor que tiene forma de deseo ardiente y la captación de la posibilidad de obtener tal bien, desencadena fuerzas interiores que se imponen al abandono o dejadez que espontáneamente surge al captar el aspecto arduo del bien.

(ii) Distinción de las pasiones. Teniendo en cuenta estas dos funciones del apetito, la doctrina clásica ha indicado once pasiones fundamentales. Hay otras clasificaciones indudablemente válidas y muy sugestivas. Valga de ejemplo la exposición de Lersch, quien habla de “emociones de la vitalidad” (dolor, placer, aburrimiento, saciedad y repugnancia, diversión y fastidio, embeleso y pánico, etc.), “vivencias emocionales del yo individual” (susto, agitación, ira, temor, confianza y desconfianza, contento y descontento, desquite, etc.), “emociones transitivas” (simpatía y antipatía, estima y desprecio, capacidad de amar y odio, etc.) [7].
De todos modos, sigue siendo válido el esquema tradicional, pues su distinción de las pasiones reduce el mundo afectivo a once movimientos pasionales específicamente distintos; distinción que se realiza en base a la diversidad de sus objetos formales (bien o mal, alcanzado o todavía no; considerado simplemente o como arduo, etc.). Son los once modos que tiene el apetito humano de situarse frente al bien y al mal en sus diversas formalidades (modos que, a su vez, se subdividen dando las distintas especies de cada pasión).
Así, el bien produce en la potencia apetitiva una inclinación o connaturalidad hacia ese mismo bien. A esto lo llamamos amor. Respecto del mal, se da algo contrario, una aversión, un rechazo, que es el odio. El bien amado y no poseído mueve hacia su consecución y eso pertenece a la pasión del deseo, cuyo contrario, en la línea del mal, es la fuga o abominación. Cuando el bien llega a ser poseído, produce la quietud o reposo en el mismo bien. Esto pertenece al gozo o delectación, al que se opone el dolor o la tristeza por parte del mal. Estas seis pertenecen al apetito concupiscible
          Cuando el bien es difícil (arduo) se dan las pasiones de esperanza, en caso de ser posible, y la desesperación, ante la imposibilidad de conseguirlo. Respecto del mal ausente difícil se dan la audacia cuando es superable, y el temor si se presenta como insuperable. Respecto del mal arduo ya presente se suscita la pasión de la ira. No existe, evidentemente, ningún bien que sea al mismo tiempo arduo y presente, por lo cual esta pasión no tiene contraria. Estas cinco pertenecen al apetito irascible.

          (iii) Relación de las pasiones entre sí. Si bien consideramos aisladamente los afectos o pasiones para distinguirlos, hay que tener en cuenta que en la realidad no se dan sino entremezclados y, muchas veces, suscitándose unos a los otros
Sin embargo, es importante tener en cuenta que no cualquier pasión engendra cualquier pasión, sino existe una mayor o menor afinidad entre ciertas pasiones, y hay afectos que psicológicamente están emparentados entre sí. Por ejemplo, una persona con tendencia a la tristeza, es probable que experimente también resentimiento, sentimientos de venganza y desesperación, puesto que todos estos sentimientos están muy emparentados entre sí.
Y sobre todo debemos comprender que en el origen de todo afecto encontraremos el amor, porque es la pasión o afecto inspirador y básico que pone en funcionamiento toda nuestra base sentimental. Esto plantea que la educación de las pasiones, en definitiva, será siempre educación, ordenamiento o rectificación del amor.
También se sigue de aquí que, siendo las pasiones solidarias, todo método educativo que apunte a educar una sola pasión será inútil y tendrá poca o ninguna efectividad. Toda educación de la afectividad debe apuntar a la afectividad en su conjunto, para someter toda la fuerza emotiva a la dirección de la vida moral. Tal vez sea éste uno de los déficits más notables de la educación de los últimos siglos, salvo honrosas excepciones, como las de los grandes educadores cristianos (por ejemplo, Don Bosco). En la educación de la afectividad no puede dejarse de lado ningún aspecto, por trivial que sea, ordenando todo el campo afectivo a una progresiva elevación por medio de las virtudes cardinales de la templanza y de la fortaleza. Es precisamente en el campo que se deje sin cultivo por donde comenzará a resquebrajarse luego la vida afectiva y, de allí, la moral.

4. La afectividad y la voluntad

          (i) La esfera de los afectos, emociones o pasiones, está entre dos niveles: el temperamental predispositivo y el espiritual. Todos estos planos se influyen mutuamente, creando la compleja y rica fenomenología propiamente “humana”. En concreto:
  La inteligencia y la voluntad se influyen mutuamente como se puede ver en los distintos momentos o pasos de los actos libres: juicio sobre la posibilidad de un acto (fenómeno cognoscitivo) e intención eficaz (fenómeno volitivo), indagación de los medios que nos conducen al fin y consentimiento de los mismos, juicio práctico y elección, etc.
  Los sentidos internos influyen sobre la inteligencia a través de la imaginación, la memoria, y sobre todo de la cogitativa, facultad puente que forma el “fantasma” del que el intelecto agente forma el concepto.
  Los sentidos internos influyen sobre el apetito sensible dando pie al movimiento pasional (con el conocimiento sensible de un objeto que se presenta como atractivo o desagradable.
  Los apetitos con sus pasiones influyen sobre la inteligencia y la voluntad, y éstas sobre los apetitos.
  Las predisposiciones orgánicas inclinan –aunque remotamente– hacia determinado tipo de movimientos afectivos.
Teniendo esto en cuenta, se plantean varias posibles relaciones entre las esferas pasional y volitiva.

(ii) Coincidencia de la pasión y la voluntad. En muchas situaciones, la pasión y la voluntad pueden tener el mismo objeto. De hecho, con frecuencia, nuestros actos libres (voluntarios) corresponden a pasiones de la sensibilidad y hacen una sola cosa con éstas. A menudo amamos volitivamente lo mismo que nos atrae sentimentalmente y odiamos lo que nos repugna pasionalmente. La misma Sagrada Escritura, apelando a esta unidad sustancial del hombre, nos manda “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,30). Nuestras pasiones con frecuencia se convierten en actos voluntarios, y nuestros quereres libres se vuelven pasionales. Y la pasión moderada y vuelta virtuosa, dará una fuerza particular  a nuestra capacidad de realización en las dificultades de la acción moral.

(iii) La pasión que arrastra la voluntad. Tratándose de las pasiones que surgen espontáneamente, llamadas en psicología “antecedentes” porque son anteriores a la intervención racional de la persona, pueden, por lo mismo, arrastrar la voluntad en el mismo sentido que ella. Esta moción se realiza en dos etapas sucesivas.
  Ante todo, la pasión tiende a producir en nuestra conciencia una transposición de valores, esto es, aquello que nos apasiona tiende a parecernos lo más importante, lo más urgente, lo más valioso. Como resultado, nuestra atención se dirige únicamente al objeto pasional, y, por el contrario, todo lo demás pierde relieve para la atención.
  En segundo lugar, una vez concentradas nuestras fuerzas sobre el objeto pasional mueve indirectamente la voluntad, presentándole el objeto de la pasión. Éste no sólo atrae la atención, sino la aprobación de la razón, pues el juicio estimativo que ha determinado la pasión, hace cuerpo con la imaginación exaltada y exagerada, la cual ordinariamente acompaña la pasión, tanto que la razón se inclina a desposar el juicio pasional y la voluntad a adoptar la pasión, puesto que el juicio estimativo y la pasión se ponen al servicio del apasionado.

(iv) La pasión que brota espontáneamente del querer intenso. La pasión también puede derivarse de un acto voluntario (llamada, en tal caso, pasión consecuente o consiguiente), lo que puede ocurrir, ante todo, espontáneamente, como un desborde de un querer intenso. Es decir, puede seguirse de la voluntad como resultado espontáneo de un querer vehemente, a modo de desborde del espíritu sobre la sensibilidad. San Juan de la Cruz explica de este modo el fenómeno místico de la estigmatización, como un desborde sensible de la verdadera estigmatización que es la que se produce en el alma, por identificación con Cristo crucificado [8].
Hace de intermediario de esta repercusión las facultades imaginativas (imaginación, memoria, cogitativa): nuestros sentimientos y quereres son alimentados por pensamientos; éstos provocan un conjunto de imágenes correspondientes, porque es normal que nuestras ideas (abstractas) se desarrollen en imágenes (concretas).

          (v) La pasión provocada por la voluntad. El segundo modo de pasión consecuente se da cuando ésta es deliberadamente promovida por la razón, siendo así, fruto de un querer que la provoca y la excita [9]. Para lo cual la persona cuenta con dos medios:
  El más directo es aplicando los sentidos externos o internos a un objeto pasional: si la voluntad quiere excitar una pasión, basta con que intente aplicar intensamente a tal o cual objeto los sentidos del tacto, del gusto, de la vista, o la imaginación o la memoria.
  De modo más indirecto, pero también posible, puede intentar reproducir o imitar el estado físico que acompaña tal o cual pasión, por ejemplo, si intentamos reproducir un escalofrío o la piel de gallina… con la intención de observar si de esto se siente el despertar de una emoción de miedo. Esta vía es ciertamente más difícil, pero a veces tiene éxito.

(vi) La pasión enseñoreada por la voluntad. Pero también puede, la voluntad, si no siempre, por lo menos muchas veces, dominar la pasión, moderar su exceso, rechazarla, y/o detenerla. El recurso principal y directo, es desviar la atención del motivo que causa la pasión.
Y aun cuando no pueda dominar plenamente el movimiento pasional, queda a la voluntad un último recurso, que es prohibir los actos que esta pasión llama. Siempre podemos no querer pasar al acto (hecha salvedad de los enfermos mentales en quienes tales actos sean compulsivos).
Este dominio, sin embargo, es limitado, pues la pasión, en relación con nuestras facultades superiores, no es “como un esclavo, sino como una persona libre: “El alma domina al cuerpo con despotismo, y el entendimiento domina al apetito con poder político y regio” [10]. De ahí que el dominio racional sobre las pasiones haya sido definido como un “dominio político” (parcial) y no “despótico” (total).

5. La herida de la afectividad humana

(i) Un dato fundamental de la antropología teológica que ilumina la realidad de las pasiones tiene que ver con la consecuencia sufrida en esta esfera a raíz del pecado original. El pecado original, con el cual todos nacemos, ha dejado secuelas en todas las esferas humanas: en la inteligencia, la “ignorancia” o debilidad para descubrir la verdad; en la voluntad, la “malicia” o dificultad para buscar y mantenerse en el bien auténtico; en el irascible, la falta de firmeza o valor; y en el concupiscible, la llamada “concupiscencia” o inclinación desordenada al deleite.

(ii) Estas heridas permanecen en nosotros tras el bautismo constituyendo materialmente el fomes del pecado [11], y han de tenerse en cuenta para comprender tanto algunos de los desórdenes afectivos y su fuerza desintegradora, cuanto la debilidad de la voluntad para manejar los sentimientos. El Catecismo enseña: “el pecado original (…) es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada «concupiscencia»). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual” [12].

(iii) El olvido de esta verdad, que pertenece a la fe católica, lleva a nefastas consecuencias en el plano educativo y también en el terapéutico, particularmente en el psicoterapéutico, porque sin este dato, ciertas debilidades humanas resultan incomprensibles y las expectativas, derivadas de una concepción de la naturaleza humana olvidada de esta fragilidad congénita, se tornan frustrantes.

6. La responsabilidad sobre los afectos

(i) Todo ser humano es responsable de los actos que hace deliberadamente, es decir, en la medida en que anticipadamente puede discernir su valor moral, su razón de medio respecto de algún fin, etc. En tales casos, la acción nace de la voluntad deliberada (libertad). La cuestión de la responsabilidad pasa, pues, por esta cuestión: ¿somos dueños del juicio por el que decidimos este acto? Así, en cuanto a la responsabilidad pasional, la cuestión es saber también si la pasión nos deja dueños del juicio autónomo y deliberado que debe dirigir nuestra acción y presidir su realización.

(ii) Hay varias posibilidades, según el grado de repercusión más o menos profunda de una pasión sobre el juicio pasional:
Tendremos plena responsabilidad cuando la pasión sea excitada por la voluntad o bien voluntariamente no sea contrarrestada, con pleno ejercicio de la razón.
La responsabilidad estará atenuada en la medida en que la pasión haya surgido sin advertencia de la razón, turbando el juicio racional.
Finalmente, seremos totalmente irresponsables cuando una pasión, por su violencia, impida el ejercicio de la razón.

          (iii) De ahí que si se considera la pasión antecedente, ésta influye produciendo un acto que es, al menos parcialmente, voluntario (salvo el caso extremo en que anula toda voluntariedad, como en los que sufren una especie de “enajenación” pasajera por efecto de una pasión inesperada e intensísima). Un pecado será más o menos culpable según que la pasión disminuya o no la voluntariedad (13).
Se sigue que, a causa de las pasiones antecedentes e intensas, nuestros juicios pueden carecer del discernimiento suficiente y la conciencia se torna borrosa. De aquí que, bajo el efecto de la pasión, la gravedad de los pecados pueda disminuir; como explica Santo Tomás.

          (iv) De esto se siguen algunos principios que hay que tener en cuenta en orden a la educación del carácter, tarea fundamental de psicopedagogos y psicólogos:
  Las pasiones son malas guías para nuestros juicios y decisiones. Quienes dan lugar a la pasión en el momento de sus cavilaciones y razonamiento (es decir, los apasionados, los sensibles, los impresionables, los impulsivos y los entusiastas), sean fácilmente injustos. Porque sus juicios suelen ser parciales y exaltados. Y no son, generalmente, objetivos.
  La pasión puede ayudar las realizaciones virtuosas. Cuando la pasión es puesta al servicio de una obra buena, añade su vigor propio para la ejecución de tales obras. Le da una gran energía y movilidad
  El justo medio virtuoso de la pasión es aquel punto en el que, ni falta la suficiente pasión, ni sobra. Esto sólo puede ocurrir si la pasión es puesta al servicio del bien por la virtud.
  La obra buena realizada con pasión puede ser más meritoria, en el sentido de más valiosa moralmente; porque supone no sólo la realización externa de la obra, sino una mayor perfección en el modo de realizarla, ya que la pasión añade una participación de todo nuestro ser en tal obra (como cuando se alaba a Dios no sólo con la inteligencia, sino con los afectos y el corazón todo).

7. El equilibrio afectivo

          (i) Equilibrio indica el reparto equitativo de los pesos de una balanza donde un platillo se “compensa” y “armoniza” con el otro. En el plano psíquico, se refiere a la estabilidad anímica o psicológica de la persona en torno a una línea fundamental que calificamos de “normalidad” o “madurez”.
          Implica, pues, una presencia simultánea y proporcionada de todas las dimensiones de la persona humana (racionalidad, afectividad, corporeidad, a los que hay que sumar la gracia divina), pero de modo proporcionada (cada una con la medida justa) y jerarquizada.
          Cuando alguno de esos elementos falta u ocupa un lugar que no le corresponde, tenemos, no un hombre maduro, sino perturbado.

(ii) Hay tres modos en que puede presentar la falta de equilibrio.
El primero, es la pérdida de la gracia y del recto orden que impone la ley divina (tanto los diez mandamientos como la ley evangélica). Este desequilibrio afecta al plano moral: es desequilibrada (moralmente hablando) la persona que no vive según la ley moral que lleva grabada en su corazón.
          El segundo desequilibrio se produce cuando una persona es arrastrada por el vaivén de sus emociones (“afectivismo”). Aquí reconocemos los principales tipos de sentimentales, melancólicos, sensuales, mundanos, etc.
          El tercero, es la falta de empatía: cuando una persona deja de tener una afectividad integrada y es fríamente calculadora en su relación consigo mismo o con los demás. Éste es el racionalista exagerado, que no sabe amar ni conmoverse, o es incapaz de amistad y de ternura. Esta persona es insensible, aparentemente cerebral, inconmovible, apática y glacial.

          (iii) La correcta integración de todos estos elementos equivale a la “normalidad”, “equilibrio” o simplemente “madurez” humana en su sentido más pleno. Esta madurez se manifiesta en varias dimensiones (14); como:

     Madurez intelectual: implica una percepción correcta de la realidad, tanto natural como sobrenatural; una concepción correcta de Dios, del mundo y de sí mismo, con una escala de valores adecuada a la realidad; capacidad de discernimiento y de juicio objetivo, tanto en el plano moral como social.
     Madurez psicosocial, que implica: aceptación de sí mismo (de la propia historia, limitaciones y dones), de los demás (tolerancia, capacidad de convivencia y de amistad), tolerancia ante las propias frustraciones y fracasos (las que vienen de los propios límites y las que proceden de las circunstancias o de los demás), capacidad de confiar en los demás, de adaptarse al medio en el que se vive (a diferencia del eterno inconformista), de humor sin hostilidad, autonomía personal (sin dependencias afectivas) y responsabilidad, de colaboración, de iniciativa y creatividad.
     Madurez afectivo-sexual: esto es, capacidad de controlar los propios instintos, de amar sin afán de poseer a los demás (en el sentido de adueñarse o controlar sus vidas y personas), de renunciar (sacrificio), de practicar la castidad según el estado de vida que elija o deba vivir sin haberlo elegido (como el caso de las personas viudas o abandonadas de sus cónyuges, enfermos que no pueden contraer matrimonio a pesar de querer hacerlo...).
     Madurez volitiva: capacidad de tomar decisiones, de elegir (especialmente en las cosas importantes de la vida, como la vocación, la propia entrega, las grandes renuncias), de ejecutar lo elegido, de perseverar en lo elegido y ejecutado.
     Madurez ética: capacidad de discernir con realismo y objetividad entre lo justo y lo injusto, lo malo y lo bueno; tener criterios morales claros (y evangélicos); poseer una escala de valores adecuada a la realidad (y al Evangelio).
     Madurez religiosa: capacidad de silencio interior, de oración, de relacionarse adecuadamente con Dios (como Padre, Amigo, Creador, Salvador, Soberano, etc.) sin sacrificar ningún atributo divino en pro de otro; y tener un ideal de perfección.


(iv) La “madurez” y el “equilibro” también equivalen a mantener la independencia respecto de cinco modos de dependencia (15):

     Independencia de la aprobación de los demás: de la recompensa o del castigo que se espera cosechar del prójimo. Hay muchos que tienen dependencia de este tipo de aprobación; para ellos está “bien” lo que despierta cariño en los demás y está mal lo que produce rechazo, desaprobación. Esta dependencia entraña el riesgo de “ser manipulado” y quita o limita la libertad.
     Independencia de la aprobación de personas determinadas. Porque hay quienes no se interesan tanto de la aprobación general sino de las reacciones —favorables o desfavorables— de algunas personas determinadas (un superior, un jefe, un amigo, un novio, etc.). Una dependencia particularizada comporta el peligro de estar sometido o ser manejado por afectos particulares, de rendir culto a personas particulares, de ser arrastrado al sectarismo, etc.
     Independencia de los valores establecidos por la sociedad. Esto libera de la esclavitud de la moda, de las reglas aceptadas por la masa social, que muchas veces reflejan criterios de manipulación masiva.
     Independencia de la aprobación del propio estado anímico. Pues la dependencia de las propias sensaciones y estados emotivos (es decir, del “cómo nos sentimos” después de algún acto determinado), es también muy peligrosa (el alcohólico se siente mal cuando no puede beber y bien cuando está bebiendo). El peligro, cuando falta este tipo de independencia, es el riesgo de la adicción (droga, alcohol, sexo, juego, etc.).
     Independencia de falsas condiciones a la hora de elegir el bien. Es decir, capacidad de hacer el bien porque está bien o porque es necesario, o conveniente, o prudente hacerlo. Es libertad de cualquier condicionamiento externo, ya sea la utilidad del bien (hay que estar dispuestos a hacer cosas que no producen provecho pero que son necesarias, como los sacrificios personales), del deleite que causen o incluso al margen de la actitud de los demás (a diferencia de quienes —al no tener esta independencia— sólo actúan “si los demás” también lo hacen; por ejemplo quienes están dispuestos a pedir perdón si los otros también lo hacen, o a obrar como corresponde si los demás también empiezan a hacerlo; son los esclavos del “si el otro no, yo tampoco”).

8. Afectividad y psicoterapia

          (i) El psicoterapeuta debe ayudar al paciente a que alcance el dominio sobre sus emociones, especialmente las más perturbadoras (tendencia al placer, ira, temor y tristeza).

          (ii) Uno de los medios para este trabajo es la técnica psicofísica indirecta propuesta por Roger Vittoz y popularizada por Narciso Irala(16).

          (iii) Las perturbaciones afectivas más profundas exigen tratamientos más específicos y prolongados (para los cuales dan buenos resultados las propuestas cognitivo-conductuales, o la psicoterapia simbólica). En algunos casos también se requiere el respaldo farmacológico brindado por el profesional psiquiátrico.


NOTAS

(1) Cf. Pithod, A., El alma y su cuerpo, Buenos Aires (1994), 157-161.
(2) Cf. Úbeda Purkiss, Manuel y Soria, Fernando, en Introducciones a Santo Tomás de Aquino, “Suma Teológica”, tomo IV, Madrid (1954), 579.
(3) Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 22,1.
(4) Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 23, 2 y 4.
(5) Irala, N., Control cerebral y emocional, Buenos Aires (1994), 35. Este libro es muy valioso para lograr este objetivo siguiendo los pasos que indico a continuación.
(6) Para entender lo que Irala quiere decir por esto (fundamental en su método de trabajo) es necesario leer el capítulo III de su libro Control cerebral y emocional, 41-54.
(7) Cf. Lersch, Philipp, La estructura de la personalidad, Barcelona (1971).
(8) Cf. San Juan de la Cruz, Llama, II, 13-14.
(9) “Procede también de modo consiguiente. Y esto de dos modos. Primero, a modo de redundancia (...) Segundo, a modo de elección, esto es, cuando el hombre por el juicio de la razón elige ser afectado por una pasión, para obrar más prontamente con la cooperación del apetito sensitivo. Y así, la pasión del alma aumenta la bondad de la acción” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 24, 3 ad 1).
(10) Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 81, 3 ad 2.
(11) Cf. Concilio de Trento, Denzinger-Hünermann, n. 1515.
(12) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 405.
(13) Cf. Santo Tomás de Aquino, De malo 3, 11 ad 3.
(14) Cf. Di Silvestri, María, Equilibrio psíquico y madurez personal para la vida religiosa femenina, Buenos Aires (1991), 95-162.
(15) Cf. Lukas, E., Libertad e identidad, Barcelona (2005), 27-32.
(16) Irala, Control cerebral y emocional, cap. II-V; VI-VII; XI-XV.

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