viernes, 16 de septiembre de 2011

NOTAS DE PSICOLOGÍA CATÓLICA (IX) LA INTELIGENCIA


IX. LA INTELIGENCIA


          Pasamos ahora a explicar la “vida superior” del hombre, aquello que es más propio de él, aun cuando hemos señalado varias veces que lo que podemos definir como “vida inferior” (conocimiento y afectividad sensibles) en el hombre es profundamente humano, es decir, asumido por esta superioridad; el “hombre se diferencia del mono o del perro más por su percepción o su emocionalidad que por su fisiología” (Pithod, A., El alma y su cuerpo, 268).
          Pero hay una actividad que le es propia y esta es el pensar (y la volición que veremos en el próximo capítulo). Los sentidos internos, aun teniendo una elevación por sobre las condiciones materiales ­­­–porque la imagen y el fantasma ya implican, ciertamente, una abstracción y “desmaterialización”, una separación de la realidad que le da origen– están todavía en la esfera de lo concreto y sujetas al espacio y al tiempo.
          En esta actividad que ahora analizamos, el pensar, el hombre se muestra capaz de trascender las condiciones materiales e individuales de la materia.


1. Inteligencia y vida cerebral

          (i) El materialismo moderno tiende a reducir la actividad intelectual del hombre a la materia; concretamente a explicar el pensamiento, o, como se lo denomina en ciertos ambientes, el “proceso mental o simplemente la mente, como un proceso material generado por el cerebro. El pensamiento no sería más que un proceso electro-químico cerebral o de algún otro tipo material.

          (ii) El problema “mente-cerebro”. Por cerebro entendemos “el centro biológico que recibe los estímulos del medio interno y externo al individuo, los integra entre sí y con la experiencia cognitiva, emocional y de motivación acumulada, y, finalmente, da lugar a la respuesta o respuestas correspondientes dentro o fuera del organismo, cuyo funcionamiento puede ser abordado mediante los métodos de la ciencia experimental”. Por mente designamos al “conjunto de actividades y procesos psíquicos conscientes e inconscientes, especialmente de carácter cognitivo o afectivo, tal como comparecen en la experiencia subjetiva o en la medida en que se encuentran referidos a ella”.
          El “problema mente-cerebro” indica, pues, la discusión de esta relación: las actividades mentales ¿son distintas o idénticas a los procesos cerebrales? ¿Se puede explicar el pensamiento mediante el funcionamiento cerebral? Si son distintas, ¿cómo se relacionan ambas realidades? Si son la misma cosa, ¿por qué tenemos la ilusión de que son diferentes?

          (iii) Desde la neurociencia se presentan cuatro posturas ante el tema en cuestión.
          a) El conductismo (por ejemplo, John B. Watson y B. F. Skinner), evita el problema, reduciendo su concepción de la psicología a una mera enunciación de las leyes que rigen las relaciones entre los estímulos y las respuestas (conducta), considerando la mente como una “caja negra”, desentendiéndose de sus estados y de su funcionamiento interno.
          b) El monismo reduccionista, “niega que la mente sea realmente distinta del cerebro y trata de explicar los fenómenos mentales y, en concreto, la conciencia —también la autoconciencia— en términos físicos o biológicos. La distinción entre la mente y el cerebro responde a la insuficiencia actual de nuestros conocimientos sobre los procesos cerebrales, pero el desarrollo científico futuro permitirá reducir los estados mentales a fenómenos puramente materiales que tienen lugar en el cerebro”. En esta corriente se encuentra también el “materialismo eliminativo” que afirma que “los estados mentales de los que hablamos en el lenguaje ordinario (creencias, deseos, sentimientos, intenciones) no existen realmente y deben ser sustituidos por una estricta concepción biologicista, que parta de la idea de que las actividades cognitivas son en última instancia actividades del sistema nervioso”. En esta corriente podemos ubicar a Francis Crick, Christof Koch, Susan Greenfield, Antonio Damasio, Michael Gazzaniga y Stuart Hameroff. Crick propone, por ejemplo, que el núcleo reticular del tálamo es el centro nodal para la conciencia del individuo.
          c) El dualismo neurofisiológico, sostenido, por ejemplo, por el neurobiólogo John Eccles, afirma que el cerebro no puede dar cuenta de la conciencia y de las actividades que derivan de ella, por lo que hay que admitir la existencia autónoma de una mente “autoconsciente” distinta de él mismo, que no es ni material ni orgánica y que ejerce una función superior de interpretación y control de los procesos neuronales. Eccles se apoya en la teoría de Karl Popper según la cual lo real se distribuye en tres mundos: el de la realidad física, el de los fenómenos mentales y el de los productos culturales o espirituales tales como las ideas, instituciones sociales, etc. Para Eccles, mientras que el cerebro está contenido en el mundo de la realidad física, la autoconciencia pertenecería al mundo de los fenómenos mentales, que es irreductible a aquél, aunque entre ambas existan interacciones.
          d) El “fisicalismo no reduccionista” propuesto por Malcolm Jeeves, y Warren Brown. Sostienen que no es necesario postular para el alma (soul) o la mente (mind) una segunda entidad metafísica; el alma o la mente están fisiológicamente expresadas o encarnadas en nuestra persona, pero no cabe una explicación exhaustiva de esta en virtud de un análisis exclusivamente biologicista. Así se trata de reconciliar el monismo y el dualismo ya mencionados (por eso se denomina a esta postura también como “monismo dual” –dual-aspect monism). Resumen su pensamiento diciendo: “Nosotros somos almas, no tenemos almas”.

          (iv) Sin entrar de lleno en la discusión, que exige una exposición exhaustiva, nos limitamos a afirmar que el pensamiento ni procede de la materia ni es un epifenómeno de la fisiología o de la biología cerebral. En los puntos siguientes trataremos de explicar su naturaleza y la imposibilidad de reducirla a procesos materiales. Hay que señalar que la verdadera posición de esta relación entre inteligencia y cerebro postula que lo biológico es sólo condición pero no causa del pensamiento; el cuerpo y lo biológico condicionan pero no determinan lo estrictamente intelectual. Esto lo explica V. Frankl al analizar el entusiasmo provocado en su momento por la teoría de las “localizaciones cerebrales” (el localizar determinadas funciones en respectivas zonas del cerebro) que llevó a considerar el cerebro como una especie de mapa en el que se podía indicar el lugar responsable para cada función sensitivo-motora, sobre lo cual surgieron luego dudas a raíz de la recuperación de afásicos (aun permaneciendo lesionadas las áreas cerebrales correspondientes) y observaciones semejantes en animales, mostrando que otras partes del cerebro pueden llegar a realizar el mismo trabajo o que existen “neuronas en barbecho” que reemplazarían a las “titulares”, etc. (Cf. Frankl, Viktor, El hombre doliente, cap. II. “El problema del espíritu”. Cf. Caponetto, Mario, Victor Frankl, una antropología médica, 83-85). Dice el mismo autor:

“Insistimos: el efecto terapéutico de una intervención psicoquirúrgica no afecta en modo alguno el espíritu. El elemento espiritual del hombre no puede descubrirse ni obstruirse mediante una operación quirúrgica. Esto se puede expresar en lenguaje clínico diciendo que nunca podemos concluir por los datos empíricos la realidad de lo espiritual. Nosotros sólo sabemos una cosa: lo corporal influye en lo psíquico-espiritual, de un modo o de otro, favorable o desfavorablemente. No es lógico completar esta tesis con la conclusión: luego lo espiritual es un mero efecto, mero producto, mero resultado, mero epifenómeno; o como decían los autores citados: «generado», «nada más que como función de la materia», o fórmulas similares. Lo corporal es una condición, mas no la causa de lo psíquico-espiritual. La enfermedad corporal limita las posibilidades de desarrollo de la persona espiritual, y el tratamiento somático se las devuelve, le brinda de nuevo ocasión de desarrollarlas; pero la realidad de lo espiritual sólo podemos comprenderla desde el plano metaclínico”.

2. El objeto de la inteligencia

          (i) El objeto común y adecuado de la inteligencia es el ente. Hablamos aquí de inteligencia en general, que incluye la de Dios, la del ángel y la del hombre. Es decir, la razón de ente (= lo que tiene ser o participa del ser, o, más estrictamente, lo que es) es el aspecto bajo el que la inteligencia alcanza todo cuanto alcanza. De hecho la inteligencia no conoce nada que no conozca como ente; o, dicho de otro modo, todo lo que se conoce se conoce como ente. Las tres operaciones de la inteligencia (simple aprehensión, juicio y razonamiento) alcanzan su objeto bajo la razón de ente:
  • por simple aprehensión captamos lo que es el objeto;
  • por el juicio enunciamos que es o lo que es;
  • por el razonamiento demostramos por qué eso es tal.

          De aquí se sigue que algo es inteligible (captable por la inteligencia) en la medida en que tenga ser (su grado de ser); por tanto, todo cuanto sea (tenga ser) puede ser objeto de la inteligencia humana, aunque algunas realidades solo pueda alcanzarlas por analogía, como, por ejemplo, la verdad sobre Dios. Dice Santo Tomás: “El objeto propio de la inteligencia es el ente inteligible, el que comprehende todas las diferencias y especies del ente posible. Pues lo que pueda ser, puede ser entendido” (CG, II, 98).
          Por la misma razón la “nada” es impensable en sí misma; solo puede pensarse como negación del ser.

          (ii) Pasando a la inteligencia propiamente humana, decimos que su objeto formal propio y directo es la “quidditas” de las cosas materiales representadas por la imaginación, como abstracta y universal (cf. S.Th., I, 84, 1 y 6; 85, 1).
          Nuestra inteligencia, en cuanto potencia de un ser compuesto de cuerpo y alma, tiene leyes especiales y un objeto propio, que es una determinación del objeto común a toda inteligencia, incluida la divina y la angélica (indicado en el punto anterior). Nuestro intelecto “que está unido al cuerpo, tiene como objeto propio la quididad o naturaleza existente en la materia corporal” (S.Th., I, 84,7); “El objeto de nuestro intelecto, según el estado de la vida presente, es la quididad de la cosa material abstraída de los fantasmas” (S.Th., I, 85, 8).
          Quididad (quidditas) no es la esencia en sentido estricto (aquello por lo que una cosa es lo que es); de hecho no captamos directamente la esencia de cada cuerpo sino que llegamos a ella de modo progresivo y por el trabajo científico y a menudo la esencia propiamente dicha se nos escapa. Quididad (del latín “quid est res”) es la naturaleza en sentido muy amplio, confuso y pobre; por ejemplo, captamos la quididad cuando pensamos “un animal” o “un árbol”, o simplemente cuando pensamos “una cosa”. Llamamos a esto una esencia (en sentido amplio) porque es algo distinto de las cualidades sensibles y del ser y también porque es algo abstracto.
          De este modo estamos afirmando que:
  • la inteligencia conoce directamente las cosas materiales…
  • …que han sido percibidas por los sentidos externos y han sido representadas por la cogitativa…
  • …en ellas capta al menos confusamente su esencia…
  • …y se distingue de los sentidos cuyo objeto es la cosa material en su individualidad concreta, mientras que la inteligencia conoce su objeto bajo forma abstracta, es decir, sin sus caracteres individuales, y por tanto como universal.

          Esto es una cuestión de hecho:
          a) El concepto necesita la imagen: porque el concepto es siempre formado partiendo de imágenes sensibles: cuando queremos entender algo formamos imágenes a modo de ejemplos en las que tratamos de captar lo que queremos conocer; y lo mismo hacemos cuando queremos enseñar algo a otro (ponemos ejemplos para que forme en sí una imagen –fantasma– en la que pueda entender lo que queremos decir). Así lo explica Santo Tomás (S.Th. I, 84, 7). Y lo mismo nos muestra el hecho contrario: cuando faltan las imágenes, también faltan los conceptos, como prueban los ciegos de nacimiento que no pueden hacerse una idea de los colores, de los que no llegan a tener un concepto propio sino solo analógico, es decir, por analogía con los datos de los otros sentidos (S.Th. I, 84, 3).
          b) Pero el concepto representa a su objeto sin ningún carácter individual, sin sus “notas individuantes”, sino como “esencia abstracta”: “abstractum ab hoc [de este individuo), hic (de este lugar), nunc (este momento)”. Y si es abstracto, también es universal, es decir, aplicable a un número indeterminado de individuos; el triángulo, el hombre… son universales. “El sentido no conoce sino los singulares… El intelecto conoce los universales, como se ve por experiencia” (Santo Tomás, CG, II, 66; S.Th., I, 85, 3).

          De aquí se siguen algunos corolarios:

  • La inteligencia depende de la imaginación de tal modo que no puede conocer nada sin dirigirse a una imagen (nisi se convertendo ad phantasmata) (S.Th., I, 84, 7). De ahí que el fantasma (que es la imagen elaborada por la cogitativa) es un engranaje esencial en la teoría del conocimiento; porque Santo Tomás no dice que la inteligencia se dirige hacia la sensación sino hacia el fantasma; el fantasma es el más alto grado de elaboración del conocimiento sensible y, por tanto, lo más cercano a la inteligencia. Presenta ya cierta abstracción, porque es esquemático, y especialmente porque está separado de las condiciones de tiempo y de situación espacial. Por eso, cuando la sensación nos pone en contacto con un objeto, no es la sensación el punto de partida de la inteligencia para abstraer sino el fantasma que se forma la cogitativa.

  • De aquí se deriva el axioma de psicología aristotélica: “Nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu”; no hay nada en el intelecto que no haya estado primero en el sentido. No hay, pues, ideas innatas, es decir, contenidas en nuestra naturaleza desde el nacimiento (S.Th., I, 84, 3).

          (iii) El objeto indirecto de la inteligencia humana: además de la quididad abstraída de las cosas materiales, la inteligencia humana puede alcanzar otros objetos pero por caminos indirectos; así, por reflexión puede conocerse ella misma y las cosas singulares (cada cosa concreta), y por analogía puede conocer las cosas inmateriales.

          a) Conocimiento por reflexión. Conocemos dos cosas por reflexión: nuestra misma inteligencia y las cosas singulares.
          La inteligencia se conoce a sí misma por reflexión porque ella no es objeto directo de conocimiento. El proceso es el siguiente: 1º en algún acto directo de conocimiento conocemos una esencia; 2º por reflexión la inteligencia conoce primero su acto (conoce su acto de conocimiento); 3º luego llega a conocerse a sí misma como principio de ese acto. Esto no es, propiamente hablando, un razonamiento sino una percepción (refleja) o una intuición de la inteligencia en y por su acto. De todos modos, por esta vía la inteligencia conoce su existencia, pero no su naturaleza o esencia, pues, por ser inmaterial, solo puede conocerse por analogía, como todas las cosas inmateriales (punto “b”).
          También por reflexión conoce el alma lo singular; es decir, las cosas particulares y concretas (esta silla, este libro, a Juan Mengánez y a Pablo de Tarso). Es un hecho que conocemos lo singular: si digo “Clemente es hombre”, esto significa que de algún modo conozco el singular Clemente por la inteligencia. Pero este conocimiento no se da de modo directo, pues directamente la inteligencia solo conoce lo universal: “Nuestra inteligencia no conoce directamente sino lo universal. Indirectamente, en cambio, y por cierta reflexión, puede conocer las cosas singulares” (S.Th., 86, 1). En este caso el proceso es: 1º se da un acto directo de conocimiento de una esencia; 2º se produce una reflexión sobre ese acto, pero en lugar de remontarse a la fuente de ese acto (como en el caso anterior) desciende hacia la fuente objetiva del mismo, que es el fantasma.

          b) Conocimiento por analogía: los objetos distintos de las cosas materiales (seres inmateriales y espirituales) la inteligencia los conoce formándose de ellos una idea analógica (cf. S.Th., I, 88, 1 y 2). Este conocimiento supone conocida la existencia de los seres espirituales, no importa si este conocimiento se obtiene de la experiencia, de la razón o de la fe. Así por ejemplo, el caso de Dios, cuya existencia la podemos conocer sea por razonamiento (las vías para conocer su existencia) o sea por la fe. Una vez supuesta la existencia de Dios, el conocimiento analógico procede primero por vía negativa, removiendo de la noción de Dios todos los caracteres que no pueden convenirle (no es material, no es extenso, no tiene partes, no está en movimiento….); esto se conoce como “vía negativa”. Luego, por vía positiva se le atribuyen todas las cualidades positivas que se ven en el mundo y de las cuales Él es la causa creadora, y esto librando esas cualidades de cualquier límite y materialidad; esta se conoce como vía de “causalidad y eminencia”.                                                                                                                                              

3. La naturaleza de la inteligencia

          Expliquemos ahora cuál es la naturaleza de la inteligencia humana y su relación con el órgano corporal del que más depende, el cerebro.

          (i) El ejercicio de la inteligencia depende del cuerpo, porque su objeto proporcionado, como ya hemos dicho, es la verdad abstraída de las cosas materiales que son percibidas por los sentidos. El cuerpo es, pues, condición de la inteligencia. Pero esto no implica que la inteligencia sea en sí misma dependiente del cuerpo. Depende de él extrínseca u objetivamente, pero es independiente de él intrínseca o subjetivamente, es decir, en cuanto a su ser. Esto se prueba por el principio “operari sequitur ese”, el obrar sigue al ser, o, lo que es equivalente: la naturaleza de un ser se conoce por sus actos. Ahora bien, como la inteligencia tiene actos que excluyen la participación directa de un órgano (corporal), entonces se concluye legítimamente que en sí misma es inorgánica.
         
          (ii) Podemos dar varios argumentos al respecto:
          a) En primer lugar por el concepto, por el cual la inteligencia capta como objeto una quididad abstracta y universal. Pero el concepto (quididad) no puede ser un cuerpo, pues todo cuerpo es singular y sujeto al tiempo, y al paso. Por tanto, si la quididad es algo espiritual, el acto que aprehende la quididad también es espiritual, y el principio del acto, la inteligencia, también lo es (cf. C.G. II, 50). Este mismo argumento vale para el juicio y el razonamiento. En el juicio, la inteligencia afirma o capta una “relación”; ahora bien, se trata de una relación existente entre los conceptos abstractos, y por tanto abstracta también ella. En el caso del razonamiento, se trata de captar un lazo de dependencia necesaria entre unos juicios; y si hay necesidad lógica, es también en lo abstracto.
          b) Por la reflexión la inteligencia capta a su acto y a sí misma; pero un órgano no puede volverse sobre sí mismo, pues está constituido por partes extensas, y las partes físicas no pueden coincidir en virtud de la impenetrabilidad de la materia. De aquí que el acto de reflexión sea espiritual y la inteligencia que lo realiza también. Hablamos aquí de la reflexión (reditio) completa, que es imposible a la materia; así, por ejemplo, un sentido no puede reflexionar: el ojo ve los colores, pero no ve su visión; más claro todavía en el caso del tacto que no puede penetrarse en sí mismo; la reflexión en el orden físico (por ejemplo, la luz que se refleja en un espejo y vuelve sobre sí misma) es siempre una analogía con la verdadera reflexión. Por eso, la reflexión perfecta es el camino de acceso más directo que tenemos a lo espiritual, que es, como dice Verneaux, casi experimental.
          c) Finalmente, el hecho de que la inteligencia es capaz de conocer todos los cuerpos basta, según Santo Tomás, para probar que ella no es un cuerpo. Este argumento del Aquinate es el más metafísico de todos por lo que transcribimos el texto:

Es necesario afirmar que el principio de la operación intelectual, llamado alma humana, es incorpóreo y subsistente. Es evidente que el hombre por el entendimiento puede conocer las naturalezas de todos los cuerpos. Para conocer algo es necesario que en la propia naturaleza no esté contenido nada de aquello que se va a conocer, pues todo aquello que está contenido naturalmente impediría el conocimiento. Por ejemplo, la lengua de un enfermo, biliosa y amarga, no percibe lo dulce, ya que todo le parece amargo. Así, pues, si el principio intelectual contuviera la naturaleza de algo corpóreo, no podría conocer todos los cuerpos. Todo cuerpo tiene una naturaleza determinada. Así, pues, es imposible que el principio intelectual sea cuerpo.
          De manera similar, es imposible que entienda a través del órgano corporal, porque también la naturaleza de aquel órgano le impediría el conocimiento de todo lo corpóreo. Por ejemplo, si un determinado color está no sólo en la pupila, sino también en un vaso de cristal, todo el líquido que contenga se verá del mismo color.
          Así, pues, el mismo principio intelectual, llamado mente o entendimiento, tiene una operación sustancial independiente del cuerpo. Y nada obra sustancialmente si no es subsistente. Pues no obra más que el ser en acto; por lo mismo, algo obra tal como es. Así, no decimos que calienta el calor, sino lo caliente.
          Hay que concluir, por tanto, que el alma humana, llamada entendimiento o mente, es algo incorpóreo y subsistente” (S.Th., I, 75,2).

          El argumento se basa en un principio metafísico que afirma que una facultad no puede conocer un objeto si ella ya tienen sí misma la naturaleza de ese objeto (intus existens prohibet extraneum), por tanto si la inteligencia conoce los cuerpos, entonces ella no es de naturaleza corporal; y como es capaz de conocer todos los cuerpos, entonces no puede ser ninguno de ellos. Este argumento se basa en un dato de experiencia: si nosotros colocamos un cristal de color rojo sobre un dibujo que contenga líneas de diversos colores, los colores se van a ver distintos del original y en particular lo que esté en rojo no se va a haber, o si lo colocamos sobre un texto que tenga letras en negro y en rojo, las que están en rojo no se verán, desaparecen al colocarles la película roja encima. Igualmente, si tengo la lengua endulzada por alguna sustancia, me será imposible gustar las cosas dulces. Eso quiere decir que, en el orden corporal, un cuerpo puede ser conocido en la medida en que el sentido que lo conoce no lo tenga ya en sí mismo. Puede conocer esa forma, pero por conciencia, como subjetiva, no como objetiva, como “sí”, no como “otro”.

          (iii) De aquí se siguen algunas consecuencias importantes.
          La primera es que el cerebro es el órgano del pensamiento sólo en el sentido de que es el órgano de todas las operaciones sensibles que son la condición del pensamiento; y en este sentido, debería decirse mejor que todo el sistema nervioso e incluso todo el cuerpo, es órgano del pensamiento. Pero, en cambio, no puede decirse que sea el órgano del pensamiento si se entiende por esto último los actos intelectuales estrictamente considerados.
          Esta dependencia extrínseca basta para explicar por qué las lesiones del cerebro provocan enfermedades mentales, y por qué ciertas sustancias químicas provocan pensamientos y palabras incontroladas.
          También explica por qué el trabajo intelectual provoca fatiga física y especialmente dolor de cabeza: es porque el trabajo intelectual exige el concurso de la imaginación que está ligada a un órgano, además de que demanda otras actividades, como leer y escribir, estar concentrado y a menudo contrahecho (encorvado sobre el libro), todas las cuales son de orden físico (S.Th., I, 75, 3 ad 2).

          (iv) Intelecto posible e intelecto agente. La inteligencia del hombre se presenta, ante todo, como una potencia pasiva, en el sentido amplio de la palabra, o sea, como ser capaz de recibir algo sin perder nada. Por eso Aristóteles dice que el entendimiento del hombre es una “tabula rasa”, es decir, una especie de pizarra en la que no hay nada escrito. Es por esta razón que el intelecto es llamado intelecto posible.
          En el hombre existe además otra facultad intelectiva, el intelecto agente, cuyo descubrimiento filosófico se remonta a Aristóteles. Es una facultad realmente distinta del intelecto posible, y no dos maneras de denominar la misma facultad, o dos funciones de la misma. El fundamento de su distinción real radica en que se diferencian como potencia activa y potencia pasiva. La existencia de esta facultad es requerida por cuanto afirmamos que las formas de las cosas corpóreas no existen fuera de la materia; por tanto el objeto de nuestro intelecto no es propiamente inteligible en acto. Como nada puede pasar de la potencia al acto sino por medio de un ente que ya esté en acto, es necesario que haya en el intelecto una potencia capaz de volver inteligibles en acto los objetos abstrayendo las formas de sus condiciones materiales (o sea, del fantasma). Esto es lo que hace necesario sostener la existencia de un intelecto agente. El intelecto agente es el principio eficiente del entender; pero la intelección como asimilación y concepción es formalmente debida al intelecto posible; por tanto, el intelecto agente no entiende, no piensa, sino que hace que el intelecto posible entienda, suministrándole el objeto inteligible.

          (v) En cuanto a la conciencia, debemos decir que no es una potencia diversa de la inteligencia sino un acto suyo. Es la aplicación del conocimiento a nuestros propios actos, por eso se le atribuye el dar testimonio de lo que hacemos, el acusarnos, aprobarnos, o remordernos.
          Además, hay en nosotros una zona que escapa a la conciencia, cuya vida sólo conocemos por sus efectos: son los procesos inconscientes y subconscientes en la vida del alma. Se verifican en la mayoría de las acciones que ejecutamos (por ejemplo, al escribir recurrimos a hábitos mecánicos de los cuales no tenemos, en el momento de usarlos, un conocimiento directo y reflejo), en los sueños, en ciertas afecciones o pasiones, e incluso en las actividades de la inteligencia y de la voluntad (cuando juzgamos, razonamos, etc., hacemos intervenir hábitos de ciencia y de expresión que hemos adquirido en el pasado pero lo hacemos ahora sin ser plenamente conscientes de todo el proceso mental que desarrollamos).


4. Los actos de la inteligencia

          La inteligencia tiene tres actos: simple aprehensión, juicio y raciocinio.

          (i) La primera operación de la inteligencia es la simple aprehensión, que consiste en el acto de comprender alguna cosa sin afirmar ni negar nada. Este acto se hace en o mediante el concepto. El concepto no es aquello que se conoce sino aquello en lo cual y mediante lo cual se conoce la cosa. El conocimiento del concepto se realiza, en cambio, mediante un acto de reflexión.
          Según la escuela llamada “Psicología del pensamiento”, existe un pensamiento sin imágenes. Aristóteles decía, en cambio, que esto no es posible, sino que nosotros conocemos las esencias de las cosas “en los fantasmas”; y Santo Tomás dice que tenemos verdadera necesidad de los fantasmas. Este último encontraba dos signos de esta necesidad a los que ya hicimos alusión más arriba: 1) el hecho de que recurrimos a ejemplos concretos cuando debemos explicar alguna cosa; 2) el hecho de que si los sentidos no funcionan –pensemos en el estado vegetativo– no pueden haber actos intelectivos.

          El concepto se forma por un proceso de abstracción. Se llama así al proceso mediante el cual a partir de la imagen particular la inteligencia elabora el universal.
          Tal proceso comporta tres fases:
          a) La preparación del fantasma: esto lo realiza la cogitativa. El fantasma es sensible en acto pero inteligible solamente en potencia; no está por tanto en condiciones de obrar sobre el intelecto posible, porque le resulta “invisible”: para el intelecto posible el contenido esencial del fantasma está todavía escondido.
          b) La acción del intelecto agente sobre el fantasma: por acción del intelecto agente, este contenido que era inteligible en potencia pasa a ser inteligible en acto. El efecto de esta acción del intelecto agente es lo que se llama “especie impresa” o también, como dice Santo Tomás, “intensión inteligible”. Es el objeto en cuanto actualmente capaz de ser entendido.
          c) La asimilación del inteligible: el intelecto posible recibe la especie impresa y reacciona; a pesar de que lo llamamos “posible”, no es puramente pasivo y receptivo, sino que con esto sólo queremos decir que no puede actuar si primero no es impresionado. Su acción es inmanente: expresa en sí mismo la esencia en una “especie expresa”, verbo mental o concepto. Este concepto no es el objeto que conocemos, sino el medio gracias al cual la esencia es conocida.
          El objeto sufre así dos pasos: de ser inteligible en potencia pasa a ser inteligible en acto; y de ser inteligible en acto pasa luego a ser entendido.
          El momento central es el de la iluminación del intelecto agente; el intelecto agente es la causa eficiente principal de este proceso, y el fantasma es la causa instrumental y también es la “materia de la cual” se forma la especie impresa. Esto no quiere decir que el fantasma se ha transformado en su naturaleza; éste sigue siendo lo que es, y permanece donde está, es decir en la sensibilidad. La función del intelecto agente es sólo la de actualizar lo inteligible, revelarlo o desvelarlo. Así por ejemplo, Pedro es hombre, pero al ver a Pedro no se ve la esencia “hombre”; es la inteligencia la única capaz de “revelarla” en Pedro.

          (ii) La segunda operación de la inteligencia es el juicio. El acto fundamental que constituye el juicio es la afirmación (“Juan es un payaso”). Esto vale también para la negación, ya que negar algo (“Pedro no es un payaso”) equivale a afirmar que una cosa (Pedro) “no es” de una manera determinada (payaso). En realidad lo que se opone a la afirmación no es la negación sino la duda, en la cual se suspende el juicio.
          La afirmación consiste en aplicar una cierta determinación (por ejemplo, “payaso”) a un sujeto (a “Juan”), es decir aplicar una forma a una materia. Se afirma la relación de pertenencia entre dos términos: el perro es un animal, Juan es un payaso. Aun siendo nociones diversas, sin embargo se afirma la pertenencia real o nocional a un mismo sujeto; y esto se hace por medio del verbo “ser”.
          El verbo ser tiene, así, un doble sentido: un sentido simplemente copulativo porque relaciona ambos términos, y un sentido existencial porque establece la verdad de la relación. Lo más propio del juicio es esto último.
          El juicio es el acto principal de la inteligencia, porque no pensamos con conceptos aislados, sino que éstos son pensados en juicios.
          El juicio es el lugar donde encontramos la verdad. La simple aprehensión se limita a presentar un contenido, por ejemplo: “blanco”. Por eso no tiene sentido preguntarse respecto de “blanco” si es verdadero o falso; ¿verdadero o falso, qué cosa? Es decir, se requiere, de manera explícita o implícita, la atribución de la blancura a un sujeto, y recién entonces tendremos verdad o falsedad; por ejemplo “el perro es blanco”; eso sí puede ser verdadero o falso.
          ¿Qué es lo que determina al intelecto a juzgar? Podemos señalar cuatro causas:
          a) La evidencia: a veces la inteligencia es movida por la fuerza con que el objeto se impone con claridad; hay casos en los cuales el intelecto “ve” la verdad como el ojo ve los colores. La forma más alta de evidencia es la evidencia inmediata, que se da en las llamadas proposiciones evidentes como por ejemplo “el todo es mayor que la parte”. Luego sigue la evidencia mediata que es la que resulta de la demostración; en este caso una proposición no resulta evidente por sí, pero sí a la luz de ciertos principios con los cuales se relaciona.
          b) La voluntad. Ante todo, la voluntad interviene siempre en los juicios, porque para juzgar es necesario mover la inteligencia a pensar, acción que es propia de la voluntad. Pero además, interviene de modo directo en todos los casos en que la evidencia es puramente extrínseca o  sea, no cuando no resulta evidente por razones intrínsecas: porque el juicio no está en estos casos determinado por motivos intelectuales, de suerte que la afirmación dependerá de la voluntad que refuerza en este caso a la inteligencia. Esto ocurre cuando nos basamos en el testimonio de otra persona, cuando lo que nos dice no es evidente para nosotros, y lo aceptamos únicamente porque nuestra voluntad mueve a la inteligencia a aceptar como verdadero el testimonio de esta persona, basándose en la autoridad del testigo; de esta manera es que aceptamos todos los conocimientos de orden histórico, por ejemplo. Hay casos, incluso, en que la voluntad suple todo motivo intelectual, como ocurre en la creencia ciega y en el fanatismo, donde se cree sin exigir motivos de credibilidad, como sería lógico para todo acto de fe –humana o divina.
          c) Los afectos. También influyen, en cierta medida, sobre el juicio las pasiones, el interés, los sentimientos; a veces, por causa de una pasión, no vemos sino aquello que nos gusta, o aquello que queremos ver (la novia locamente enamorada no ve los defectos del novio, que un miope sería capaz de descubrir a trecientos metros de distancia). Otras veces la pasión empuja al juicio a afirmar lo que le conviene a la misma pasión, aunque vaya contra la barda objetiva de las cosas, incluso, contra lo que es evidente (como cuando el hipertenso goloso, delante de un jamón, defiende a muerte que este no sube la presión).
          d) Finalmente, también influye la conducta que tenemos en la vida. Como dice el dicho: la persona termina pensando cómo vive; es decir, juzga las cosas en conformidad con su propio modo de obrar. Quien ha analizado profundamente el papel de la acción en la creencia ha sido M. Blondel, en su obra “La acción” (1893).

          (iii) La tercera operación de la inteligencia es el razonamiento. El razonamiento es, propiamente hablando, la inferencia, es decir la dependencia y consecuencia de un juicio respecto de otro u otros. La mera sucesión de juicios no hacen propiamente un razonamiento; si yo digo: “hoy hace mucho calor, pero me llamo Alberto”, no tenemos, propiamente un razonamiento, aunque sí sucesión de juicios; falta en este caso una dependencia de un juicio respecto del otro. Esta dependencia objetiva recibe el nombre de lógica, y solemos expresarla por medio de conjunciones, como por ejemplo: ahora bien, pues, por consiguiente, etc. De este modo, decir: “hoy hace mucho calor, por eso me puse un sombrero”, tiene lógica, y constituye un razonamiento.
          El fin del razonamiento es la conclusión. A menudo la conclusión es conocida de antemano; y el razonamiento tiene como fin solamente verificarla, es decir, verla como dependiente de juicios que ya son tenidos como verdaderos, de tal modo de mostrar que esa conclusión participa de la evidencia de los juicios de los cuales se deduce. Así, cuando decimos: “Pedro es hombre; todo hombre es inteligente; por tanto Pedro es inteligente”.
          Un razonamiento puede ser correcto desde el punto de vista formal pero no verdadero. Así, por ejemplo: “Dios no existe, por tanto el mundo es un absurdo”, es un razonamiento formalmente perfecto, pero no expresa una verdad.
          La razón no es una facultad distinta del intelecto, sino este mismo considerado en su función discursiva.

5. Algunos corolarios al tema de la inteligencia

          (i) La herida de la inteligencia. Para completar el cuadro de la inteligencia debemos añadir una tesis de la antropología teológica: el pecado original ha dejado una herida en la inteligencia humana que es llamada en teología “ignorancia”, que aquí no hace referencia a la privación de un conocimiento sino a la particular dificultad para conocer las verdades proporcionadas a ella (verdad natural). Es por esta razón que, después del pecado y a diferencia de lo que ocurría antes de la caída original, los hombres, para conocer las verdades fundamentales aun siendo proporcionadas a la inteligencia humana, como la existencia de Dios y del alma, la inmortalidad del alma, la retribución eterna, etc., necesitan mucho tiempo y esfuerzo y aun así no todos llegan; de ahí la necesidad de una ayuda especial de Dios, que es la revelación de verdades naturales (necesidad moral de la revelación)
Por esta razón la inteligencia necesita de modo absoluto de la ayuda divina (por medio de la revelación) para conocer cualquier verdad sobrenatural, y tiene necesidad no absoluta sino moral de ser ayudada para alcanzar algunas verdades naturales más difíciles (existencia e inmortalidad del alma, existencia de Dios, etc.):

“Si se abandonase a esfuerzo de la sola razón el descubrimiento de estas verdades, se seguirían tres inconvenientes. El primero, que muy pocos hombres conocerían a Dios. Hay muchos imposibilitados para hallar la verdad, que es fruto de una diligente investigación; algunos por la mala complexión fisiológica, que les indispone naturalmente para conocer; …otros se hallan impedidos por el cuidado de los bienes familiares… otros por la pereza…
El segundo inconveniente es que los que llegan a apoderarse de dicha verdad lo hacen con dificultad y después de mucho tiempo, ya que, por su misma profundidad, el entendimiento humano no es idóneo para apoderarse racionalmente de ella si no después de largo ejercicio. La humanidad, por consiguiente, permanecería inmersa en medio de grandes tinieblas de ignorancia, si para llegar a Dios sólo tuviera expedita la vía racional, ya que el conocimiento de Dios, que haga a los hombres perfectos y buenos en sumo grado, lo verificarían únicamente algunos pocos, y éstos después de mucho tiempo.
El tercer inconveniente es que, por la misma debilidad de nuestro entendimiento para discernir y por la confusión de fantasmas, las más de las veces el error se mezcla en la investigación racional, y, por tanto, para muchos serían dudosas verdades que realmente están demostradas, ya que ignoran la fuerza de la demostración, y principalmente viendo que los mismos sabios enseñan verdades contrarias… Por esto fue necesario presentar a los hombres, por vía de fe, una certeza fija y una verdad pura de las cosas divinas.
La divina clemencia proveyó, pues, saludablemente al mandar aceptar como de fe verdades que la razón puede descubrir, para que todos puedan participar fácilmente del conocimiento de lo divino sin ninguna duda o error” (Suma Contra Gentiles, L. I, cap. 4).

          (ii) Por último, una palabra sobre la psicoterapia –y la pedagogía– y la inteligencia. En el plano de la inteligencia la psicoterapia realistas y respetuosa del hombre debe plantearse el objetivo de que toda persona se guíe por criterios sanos y conformes a la ley natural, la única capaz de garantizar la perfección y la madurez humana. En este sentido, el psicoterapeuta debería:
          a) Formarse un juicio adecuado de la mente del paciente (modo de pensar, criterios, principios religiosos filosóficos y culturales). Lo mismo se diga del pedagogo respecto de su discípulo.
          b) Debe ofrecerle con respeto principios sanos, corrigiendo los errores doctrinales que pueden estar en la base de sus conductas patológicas o de su desorden de vida.
          c) Debe apuntar a que la persona enferma comprenda el sentido verdadero de las principales realidades que enfrenta en la vida, y cuya incomprensión suele ser la base de los distintos problemas afectivos y psíquicos, en particular el misterio del sufrimiento humano. Solo de este modo será capaz de “encontrarle un sentido” a su dolor personal. En este aspecto ofrece importantes aportes la escuela de la Logoterapia y de la búsqueda de sentido, de Víktor Frankl.


BIBLIOGRAFÍA: Roger Verneaux, Filosofía del hombre, cap. VIII-XIII (libro que seguimos sustancialmente); Giménez Amaya, José Manuel, Mente y cerebro en la neurociencia contemporánea. Una aproximación a su estudio interdisciplinar, http://www.bioeticaweb.com/content/view/4725/736/, (26 de octubre de 2009); Pithod, A., El alma y su cuerpo, cap. III, apéndice I: “Las relaciones entre mente y cerebro: el aporte de J.C. Eccles, 100-106.

NUEVO LIBRO: PSICOLOGÍA Y PSIQUIATRIA

Psicología y psiquiatría. Textos del Magisterio Pontificio (Pablo Verdier Mazzara)
Presentación del P. José María Iraburu
http://infocatolica.com

Psicología y psiquiatría. Textos del Magisterio Pontificio
Título: Psicología y psiquiatría. Textos del Magisterio Pontificio
Autor: Pablo Verdier Mazzara
Editorial: BAC
Páginas: 394
ISBN: 978-84-220-1520-8
Año edición: 2011



Hace unos quince años, en un monasterio benedictino de Chile donde estaba yo dando Ejercicios, conocí a un joven médico psiquiatra uruguayo, el Dr. Verdier, de buena experiencia clínica y docente, hoy académico de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Y me comentó entonces su interés en hacer una extensa recopilación del Magisterio apostólico acerca de la Psicología y la Psiquiatría. Yo le animé cuanto pude, pues realmente hay una necesidad muy grave y urgente de iluminar el mundo de la psicología con la visión verdaderamente cristiana del hombre, y del hombre enfermo en su mente o en su ánimo.
Y hace poco, felizmente, en la colección normal de la BAC, se publicaba la obra de Pablo Verdier Mazzara (ed.), Psicología y psiquiatría. Textos del Magisterio pontificio (Madrid 2011, 372 páginas). Bendigamos al Señor. Pocos campos mentales están tan mundanizados como el de la psiquiatría. Cuando los sacerdotes hallamos en la dirección espiritual alguna persona que está recibiendo atención psiquiátrica, cuántas veces comprobamos que, aun siendo competente y católico el profesional que le atiende, le está dando orientaciones difícilmente conciliables con la doctrina y la moral de la Iglesia. Es decir, le está haciendo daño. O no les está haciendo el bien que debería hacerle. Hallar un psicólogo o un psiquiatra que esté bien preparado en su ciencia y que posea una formación doctrinal católica profunda y firme es una gracia de Dios muy grande. Y poco frecuente.
Permítanme que, al paso, haga un recuerdo muy agradecido al médico psiquiatra toledano Dr. Rafael Sancho de San Román, que tantas veces nos ayudó a Don José Rivera (+1991), a mí, y a tantos otros, en la atención de personas con dolencias diversas en su ánimo. Un buen psiquiatra católico es algo que hoy no tiene precio. Tanto el mundo secular, como también el mundo de la Iglesia, aunque en grados y modos diversos, están hoy tan trastornados que con relativa frecuencia se encuentran entre los increyentes y también entre los católicos —sacerdotes y religiosos, solteros y casados, jóvenes, adultos y ancianos—, que tienen dolencias psicológicas a veces muy penosas y duraderas, y que requieren una buena atención del psiquiatra, y si es el caso, también del sacerdote. ¡Pero tanto el uno como el otro han de tener una doctrina verdadera y profundamente católica! De otro modo más que ayudar al paciente lo que harán es complicarlo y hundirlo más.


El Dr. Verdier, con la ayuda de las psicólogas Carolina Barriga Polo y Daniela Castro Blanco, ha hecho una preciosa labor recopilando documentos pontificios de los últimos sesenta años del siglo XX, unas veces emanados por los Papas, otras veces por el Tribunal de la Rota, Pastoral Sanitaria, Academia Ponrificia para la Ciencia y otras instituciones vinculadas a la Santa Sede. Qué maravilla. Realmente la Iglesia, hablando del hombre a la luz de la Revelación divina y de las ciencias humanas, muestra una vez más su excelsa condición de Mater et Magistra. Nadie como la Iglesia conoce el misterio del hombre, «imagen de Dios», porque nadie como ella conoce mejor a Dios en Cristo.
¿Cómo un psiquiatra católico al tratar a un paciente podrá ignorar verdades tan decisivas para la salud de éste como la inhabitación de la Sma. Trinidad, la esperanza, el sentido y el valor del sufrimiento como participación en la Pasión de Cristo, la promesa de la vida eterna celestial, que está a la vuelta de la esquina? Por supuesto que, aún en el caso de que el paciente sea declaradamente católico, no deberá el psiquiatra confundir su misión clínica con la misión pastoral del sacerdote. Pero habrá que decir aquí lo que debe decirse del Estado y la Iglesia: son entidades distintas, pero como ambas buscan el bien común de la sociedad humana, deben co-laborar en cuanto ello sea posible en la consecución de ese fin. El médico psiquiatra católico, atendiendo a un paciente católico —y aunque éste no lo sea—, no puede ignorar en forma sistemática todo un mundo de fe y de gracia que debe iluminar y sanar y confortar al hombre y a la humanidad. Y si a su acción como psiquiatra se añade la ayuda que un sacerdote preste a su paciente, esa terapia natural-sobrenatural podrá alcanzar una maravillosa eficacia.
Pero para eso necesitamos sacerdotes y médicos psiquiatras católicos, que tengan una formación doctrinal verdadera y profundamente católica. No es tan fácil hallarlos. Recuerdo a Diógenes con su lámpara: «busco un hombre»… Pues bien, el libro que ahora comento puede ser un instrumento muy valioso para ese fin. En 92 documentos, el primero de 1941, el último del año 2000, debidamente presentados y ordenados, se hallan verdaderas perlas, luces de un valor inapreciable, doctrinas de valor imperecedero. Doctrinas que deben ser conocidas, bien conocidas, sobre todo por sacerdotes, psiquiatras y docentes. Insisto: el campo de la psiquiatría moderna es uno de los más ensombrecidos por las tinieblas del Padre de la Mentira.
Vengamos, por ejemplo, al tema absolutamente central de la libertad de la persona. Y permítanme que me autoplagie:
«Hoy la libertad humana se niega. La idea de que el hombre es libre recibió, en la historia cristiana, su primer ataque grave con las tesis del luteranismo (el servo arbitrio de Lutero). Posteriormente, y desde premisas intelectuales muy diversas, la negación de la libertad se ha generalizado tanto en la cultura moderna, que hoy la Iglesia está sola para afirmar la libertad del hombre. En efecto, la negación de la libertad del hombre, o el agnosticismo sobre el misterio de esa libertad, invade el mundo de la filosofía moderna: está presente en el determinismo físico-matemático, en el positivismo filosófico, en el evolucionismo y la filosofía del progreso, en el historicismo dialéctico marxista. Y tampoco las escuelas de psicología hoy más vigentes —psicoanálisis, conductismo, antropología neurofisiológica o endo-crinológica— están exentas de un fondo determinista y mecanicista, que les lleva a negar la libertad del hombre, o a mantenerse escépticas respecto de ella.
«Como señala Giorgio Piovene, «entre la diversidad de las filosofías actuales se descubre una constante: ninguna se presenta como una filosofía de la libertad. Se intenta sobre todo establecer los mecanismos por los que el hombre está condicionado: económicos, psicológicos, derivados de la estructura del lenguaje o de la situación histórica en que vive. En la visión científica del hombre actual estos determinismos tienen como meta ideal la ocupación total del cuadro del comportamiento humano, de tal modo que la persona como sujeto está en vías de desaparecer, para venir a ser un trámite, un instrumento, un centro de combinaciones» (Elogio della libertà, dir. D. Porzio, Milán 1970, 287).
«Quedamos así enfrentados en nuestro tiempo a una inmensa contradicción, que aun siendo tan patente, pasa inadvertida para muchos. Por un lado, se afirma incesantemente que «el hombre no es libre», no es responsable de sus actos, sino un ser absolutamente condicionado; y por otro lado, al mismo tiempo, se afirma con igual énfasis que «el valor primario del hombre es vivir libre», o se habla de «la libertad de nuestra época»… ¿Cómo explicar tal contradicción patente?» (Rivera-Iraburu, Síntesis de espiritualidad católica, F.GD, Pamplona 2008, 7ª ed., pg. 157).
Pues bien, la Iglesia conoce bien todos los condicionamientos que influyen en la mente y en la conducta del hombre, con una fuerza que a veces parece determinante. Pero, como dice Pablo VI «existe, sin embargo, en el hombre un margen, un amplio margen, su verdadero Yo, de indeterminación, que él solo resuelve en una decisión autónoma propia. Por restringida, por asediada e ilusa que sea, existe la libertad psicológica y moral del hombre» (16-VIII-1972).
¿Es ésta, por ejemplo, una cuestión secundaria para un psiquiatra católico? ¿Puede ejercer su oficio en terapias realmente benéficas si coloca sistemáticamente entre paréntesis el hecho de que su paciente sea o no libre?… La cosa es clara, sin una buena filosofía y teología del hombre el psiquiatra está perdido, y apenas podrá hacer más que recetar medicinas —que, por lo demás, han de apreciarse y tienen sin duda con frecuencia un gran efecto benéfico—. Necesita, si quiere que su acción terápica llegue al fondo personal de su paciente, conocer bien las verdades católicas que la Iglesia enseña sobre el hombre. Y que pueden encontrarse reunidas en este precioso libro que comento, Psicología y psiquiatría. Textos del Magisterio Pontificio.
Gracias, Pablo Verdier Mazzara.
Gracias, BAC.

NOTAS DE PSICOLOGÍA CATÓLICA (VIII) LA AFECTIVIDAD


VIII. LA AFECTIVIDAD


1. Naturaleza de la afectividad

(i) Las pasiones, sentimientos, afectos o emociones, son los movimientos de la facultad apetitiva sensible que reacciona ante la percepción de un objeto –como atractivo o nocivo– por parte de los sentidos internos; produciendo, a su vez, (condición esencial de la pasión) una alteración física.
La dimensión afectiva o pasional pertenece a la dimensión corporal del hombre; pero en este, tales fenómenos nunca se realizan sin interactuar con las facultades superiores (ya sea recibiendo su influencia o influyendo sobre ellas). Por eso en el hombre la afectividad es un fenómeno “mixto”, en el que convergen dos fuentes: la corpórea y la espiritual [1].

(ii) Terminología. El sentido que los antiguos daban al término “pasión”, puede traducirse por “receptividad”: todo ser que pasa de la potencia al acto, todo sujeto que se encuentra bajo la influencia de una causa agente, se dice “pasivo” en relación con ese acto o causa. Como en las pasiones, el hombre, de algún modo, es “arrastrado” por un objeto y “padece” cambios en su psiquismo y biología, el sentido del término está ampliamente justificado; más todavía si se tienen en cuenta algunas pasiones en particular, como el temor, la tristeza, el dolor o la cólera.
 En la actualidad el término “pasión” ha perdido gran parte de su valor original, pasando a tener un cierto sentido peyorativo, reservándose su uso en muchas corrientes psicológicas a “las inclinaciones y tendencias que rompen el equilibrio de la vida psíquica” [2]. Se privilegian así otros vocablos, como emoción, afección, afecto, sentimiento, apetición, etc. El término clásico “pasión” no ha perdido, sin embargo, su valor y tiene una amplitud que no revisten las otras voces.
Tomándola, pues, en el sentido original de la expresión la pasión afecta de modo directo al cuerpo, del cual el alma es forma. El alma sufre la pasión por razón del compuesto [3], pero la pasión, propiamente, pertenece al apetito sensitivo.
Este apetito es la inclinación hacia el bien que perfecciona la naturaleza sensible del hombre y surge a partir de un conocimiento sensible (por eso se da sólo en los seres dotados de conocimiento sensible); tiene dos aspectos: uno interior o psíquico y otro exterior o fisiológico.

          (iii) Aspecto psíquico y fisiológico de la pasión. En su aspecto psíquico la pasión consiste en cierto “movimiento” del alma [4], entendiendo aquí “alma” en sentido amplio, como afectividad humana. Cuando estamos alegres o tristes tenemos la impresión de que nuestra alma se abre y expande en deseo hacia un bien que atrae o se retrae ante un obstáculo que la frena. Cuando experimentamos un deseo hacia algo, tenemos la impresión de “cierto movimiento del alma” hacia ese bien amable; cuando nos entristecemos, probamos como un freno o dificultad en el movimiento hacia algo que parece escapársenos; cuando sentimos miedo parece como que algo violento sacude nuestra tranquilidad. Todos los movimientos interiores se caracterizan por una fase de comienzo, de progresión o de detención de una tendencia evolutiva hacia un bien que nos atrae o de una tendencia de retracción ante un mal que nos amenaza.
Pero este movimiento del alma tiene como correlativo necesario e inseparable un movimiento orgánico (“transmutatio organica”). Desde el momento en que surge una pasión, ésta toma una expresión y una mímica que la pone en evidencia.
Así, por ejemplo, un hombre alegre está exultante, se mueve con prontitud y vivacidad, gesticula con fuerza y abundancia, su rostro tiene color, se anima, sus ojos brillan. El hombre triste tiene una mirada fija y sombría, su voz es débil, sus miembros están caídos y alargados, suele estar inerte, se mueve lentamente como atado a una pesada ancla.

(iv) Los movimientos orgánicos y la mímica corporal varían mucho según los individuos y sus diferentes temperamentos. El mismo afecto es diverso en unos y en otros. Por ejemplo, el gozo en el hombre impulsivo se manifiesta de modo exuberante y frondoso, pero en el apático se muestra más apagado y tranquilo. Estos movimientos orgánicos externos, “periféricos” (como dice Noble), no representan toda la fisiología de la pasión; son más bien el resultado de ella. Se ha discutido mucho sobre el origen interno de estos movimientos pasionales y el factor fisiológico primario de las emociones. Para Santo Tomás esto depende del movimiento del corazón.

(v) Unidad psico-fisiológica de la pasión. Si bien debemos separar, en favor de la claridad de exposición, el aspecto psíquico y el fisiológico de la pasión, el hecho pasional mantiene una unidad fundamental. Los dos elementos se unen con una cohesión tan absoluta y necesaria que la pasión no existiría si, por un imposible, el aspecto psíquico pudiera darse sin el aspecto fisiológico. No se concibe una emoción de miedo sin perturbación orgánica, por lo menos interna. No existe gozo, tristeza o cólera sin una conmoción corporal paralela. Si este elemento fisiológico no existiera, estaríamos ante un sentimiento de orden puramente espiritual y voluntario, pero no ante una pasión.
Por tanto, la pasión es un acto único del apetito sensitivo, que comprende esencialmente una tendencia afectiva y una reacción fisiológica. Para Santo Tomás, la tendencia es el elemento formal de la pasión, mientras que la reacción fisiológica hace de materia de la misma.
De aquí se sigue que es la tendencia la que cualifica la pasión o, si se quiere, lo que distingue una pasión de otra. Por ejemplo, el amor es una tendencia muy característica que se distingue del odio (uno es un movimiento apetitivo de atracción, el otro de rechazo). Pero los fenómenos fisiológicos (al menos observados desde afuera) están lejos de caracterizar o distinguir las pasiones: por ejemplo, varían en profundidad, conmoción e intensidad de un individuo a otro, incluso tratándose de la misma pasión (como el miedo a un mismo objeto afecta de manera diversa a dos personas que lo enfrentan juntas, y así y todo es miedo lo que ambas tienen, o sea, la misma pasión y no dos pasiones diversas).
Por todo esto, se ve claramente que la pasión es un fenómeno específicamente distinto del pensamiento intelectual, de la sensación y del querer.

2. Origen y desarrollo de la pasión


(i) Origen de la pasión: el conocimiento sensible. El temperamento, la conformación biológica de la persona, los estados físicos saludables o enfermizos, son solo predisposiciones para nuestros estados afectivos y pasionales. No son causa suficiente del surgimiento de una pasión. La causa inmediata es, en cambio, la captación de un objeto sensible percibido por los sentidos como bueno o malo para el sujeto, o sea, hablando más propiamente, como atractivo (útil, deleitable) o nocivo (dañoso, perjudicial).
Al decir “sentidos”, nos referimos tanto a los sentidos externos cuanto a la memoria, que guarda las imágenes de las sensaciones pasadas (procesadas por la cogitativa), a la imaginación, que las reproduce, disminuye o agranda por asociaciones con otras imágenes y a la cogitativa, que juega un papel fundamental en todo este proceso. La construcción imaginaria (imaginación-memoria-cogitativa) juega un rol muy importante en el despertar de una pasión. Por eso, la intensidad de la pasión está más en relación con la riqueza de la capacidad imaginativa, que con la realidad objetiva de las sensaciones.

(ii) Otro excitante indirecto de la pasión reside en las modificaciones orgánicas que preceden y la acompañan. Decíamos antes, que toda emoción está ligada necesariamente a movimientos fisiológicos externos e internos de los que no puede carecer (de lo contrario no tendríamos una pasión o afecto). Pero, por este mismo hecho, hay reversibilidad del estado orgánico al estado psíquico. Fácilmente puede constatarse que ingerir ciertos alimentos, usar calmantes o excitantes, así como ciertos estados depresivos o condiciones atmosféricas…, repercuten sobre el sistema nervioso. Éstas y otras influencias que modifican la química vital de las funciones vegetativas, contribuyen activamente a preparar el fenómeno pasional, pues tales modificaciones fisiológicas hallan eco en la conciencia, a raíz de la capacidad sugestiva de las imágenes y asociaciones que dichos estados suscitan.
Ahora bien, sea que la pasión se enraíce en una percepción de los sentidos externos, en la imaginación o en la memoria, o que surja por provocación de los elementos orgánicos de la pasión, es siempre la imagen sensible la causa inmediata y determinante de la pasión.

(ii) Pasión y sensación. De todos modos, debemos añadir que, si bien la sensación (conocimiento sensible externo o interno) es causa determinante de la pasión, sin embargo, esta permanece distinta de aquella; aunque la distinción se hace más difícil cuando la causa de la pasión está asociada al sentido del tacto. Hay sensaciones de placer que parecen, a primera vista, identificarse con la pasión de deleite y sensaciones de dolor que se confunden con la pasión de la tristeza.

(iii) De lo dicho, podemos indicar algunas conclusiones que afectan a la educación de los afectos.
  Al ser la sensación-imagen la causa que provoca la pasión, aportándole su objeto, se sigue que el medio directo para favorecer un estado pasional es favorecer la sensación que mantiene su fervor, mantener la sobreexcitación de la imaginación que prolonga y aviva la sensación. Por contraposición, para reducir un estado pasional, se hace necesario cortarle los víveres alejando la causa de la sensación, forzando a la imaginación a que se dirija a otros objetos.
  Puesto que la excitación pasional tiene su causa no sólo en la sensación, sino en ésta corroborada por la memoria y la imaginación, o incluso sugerida por algún estado orgánico, la atención de quien quiere impedir la reaparición de una pasión o al menos disminuir las oportunidades de que reaparezca, debe tener en cuenta todos estos elementos, sin dejar ninguno de lado.
   “Para gobernar los sentimientos es necesario dominar los actos y las ideas” [5]; y para esto el proceso lógico es:
a)   Reeducar la receptividad (o sea, lograr tener sensaciones y actos conscientes y voluntarios [6]).
b)   Dominar los pensamientos (para llegar a pensar cuando uno quiera y lo que uno quiera, y desviar la atención de lo que perjudica).
c)   Alcanzar el dominio volitivo: poder querer de veras las acciones que uno quiere hacer (por ejemplo, ser puro y casto).
d)   Poder modificar y controlar los propios sentimientos y emociones.

3. Diversidad y relación de las pasiones

          (i) Distinción del apetito sensible. El apetito sensible se divide en concupiscible e irascible. No se trata de dos partes sino de dos funciones que todo ser sensible desempeña para subsistir y perfeccionarse, a saber, el conservarse y el defenderse. Todo animal aprovecha de su medio para su propio bien y crecimiento, y se defiende de lo que intenta contrariarlo y destruirlo.
El apetito concupiscible actúa a modo de apetito receptivo, comprendiendo tanto las delectaciones sensibles cuanto las tendencias que se retraen ante los objetos dolorosos y dañinos.
En cambio el irascible, empuja a un esfuerzo de acción violenta, de ataque o de resistencia, ante las dificultades u obstáculos que hacen áridas nuestras acciones. También en las pasiones del irascible se observa un aspecto pasivo, pues quien tiene esperanza de alcanzar un bien, es arrastrado por amor de él (el amor está en la base de todas las pasiones); pero este aspecto pasivo se complementa con uno nuevo y más fuerte, que es el principio activo. Así, por ejemplo, alguien capta un obstáculo en la consecución de un bien deseado: obtenerlo es dificultoso; pero también vislumbra algo particular: es difícil pero ¡posible!; y esta perspectiva en la que se unen un amor que tiene forma de deseo ardiente y la captación de la posibilidad de obtener tal bien, desencadena fuerzas interiores que se imponen al abandono o dejadez que espontáneamente surge al captar el aspecto arduo del bien.

(ii) Distinción de las pasiones. Teniendo en cuenta estas dos funciones del apetito, la doctrina clásica ha indicado once pasiones fundamentales. Hay otras clasificaciones indudablemente válidas y muy sugestivas. Valga de ejemplo la exposición de Lersch, quien habla de “emociones de la vitalidad” (dolor, placer, aburrimiento, saciedad y repugnancia, diversión y fastidio, embeleso y pánico, etc.), “vivencias emocionales del yo individual” (susto, agitación, ira, temor, confianza y desconfianza, contento y descontento, desquite, etc.), “emociones transitivas” (simpatía y antipatía, estima y desprecio, capacidad de amar y odio, etc.) [7].
De todos modos, sigue siendo válido el esquema tradicional, pues su distinción de las pasiones reduce el mundo afectivo a once movimientos pasionales específicamente distintos; distinción que se realiza en base a la diversidad de sus objetos formales (bien o mal, alcanzado o todavía no; considerado simplemente o como arduo, etc.). Son los once modos que tiene el apetito humano de situarse frente al bien y al mal en sus diversas formalidades (modos que, a su vez, se subdividen dando las distintas especies de cada pasión).
Así, el bien produce en la potencia apetitiva una inclinación o connaturalidad hacia ese mismo bien. A esto lo llamamos amor. Respecto del mal, se da algo contrario, una aversión, un rechazo, que es el odio. El bien amado y no poseído mueve hacia su consecución y eso pertenece a la pasión del deseo, cuyo contrario, en la línea del mal, es la fuga o abominación. Cuando el bien llega a ser poseído, produce la quietud o reposo en el mismo bien. Esto pertenece al gozo o delectación, al que se opone el dolor o la tristeza por parte del mal. Estas seis pertenecen al apetito concupiscible
          Cuando el bien es difícil (arduo) se dan las pasiones de esperanza, en caso de ser posible, y la desesperación, ante la imposibilidad de conseguirlo. Respecto del mal ausente difícil se dan la audacia cuando es superable, y el temor si se presenta como insuperable. Respecto del mal arduo ya presente se suscita la pasión de la ira. No existe, evidentemente, ningún bien que sea al mismo tiempo arduo y presente, por lo cual esta pasión no tiene contraria. Estas cinco pertenecen al apetito irascible.

          (iii) Relación de las pasiones entre sí. Si bien consideramos aisladamente los afectos o pasiones para distinguirlos, hay que tener en cuenta que en la realidad no se dan sino entremezclados y, muchas veces, suscitándose unos a los otros
Sin embargo, es importante tener en cuenta que no cualquier pasión engendra cualquier pasión, sino existe una mayor o menor afinidad entre ciertas pasiones, y hay afectos que psicológicamente están emparentados entre sí. Por ejemplo, una persona con tendencia a la tristeza, es probable que experimente también resentimiento, sentimientos de venganza y desesperación, puesto que todos estos sentimientos están muy emparentados entre sí.
Y sobre todo debemos comprender que en el origen de todo afecto encontraremos el amor, porque es la pasión o afecto inspirador y básico que pone en funcionamiento toda nuestra base sentimental. Esto plantea que la educación de las pasiones, en definitiva, será siempre educación, ordenamiento o rectificación del amor.
También se sigue de aquí que, siendo las pasiones solidarias, todo método educativo que apunte a educar una sola pasión será inútil y tendrá poca o ninguna efectividad. Toda educación de la afectividad debe apuntar a la afectividad en su conjunto, para someter toda la fuerza emotiva a la dirección de la vida moral. Tal vez sea éste uno de los déficits más notables de la educación de los últimos siglos, salvo honrosas excepciones, como las de los grandes educadores cristianos (por ejemplo, Don Bosco). En la educación de la afectividad no puede dejarse de lado ningún aspecto, por trivial que sea, ordenando todo el campo afectivo a una progresiva elevación por medio de las virtudes cardinales de la templanza y de la fortaleza. Es precisamente en el campo que se deje sin cultivo por donde comenzará a resquebrajarse luego la vida afectiva y, de allí, la moral.

4. La afectividad y la voluntad

          (i) La esfera de los afectos, emociones o pasiones, está entre dos niveles: el temperamental predispositivo y el espiritual. Todos estos planos se influyen mutuamente, creando la compleja y rica fenomenología propiamente “humana”. En concreto:
  La inteligencia y la voluntad se influyen mutuamente como se puede ver en los distintos momentos o pasos de los actos libres: juicio sobre la posibilidad de un acto (fenómeno cognoscitivo) e intención eficaz (fenómeno volitivo), indagación de los medios que nos conducen al fin y consentimiento de los mismos, juicio práctico y elección, etc.
  Los sentidos internos influyen sobre la inteligencia a través de la imaginación, la memoria, y sobre todo de la cogitativa, facultad puente que forma el “fantasma” del que el intelecto agente forma el concepto.
  Los sentidos internos influyen sobre el apetito sensible dando pie al movimiento pasional (con el conocimiento sensible de un objeto que se presenta como atractivo o desagradable.
  Los apetitos con sus pasiones influyen sobre la inteligencia y la voluntad, y éstas sobre los apetitos.
  Las predisposiciones orgánicas inclinan –aunque remotamente– hacia determinado tipo de movimientos afectivos.
Teniendo esto en cuenta, se plantean varias posibles relaciones entre las esferas pasional y volitiva.

(ii) Coincidencia de la pasión y la voluntad. En muchas situaciones, la pasión y la voluntad pueden tener el mismo objeto. De hecho, con frecuencia, nuestros actos libres (voluntarios) corresponden a pasiones de la sensibilidad y hacen una sola cosa con éstas. A menudo amamos volitivamente lo mismo que nos atrae sentimentalmente y odiamos lo que nos repugna pasionalmente. La misma Sagrada Escritura, apelando a esta unidad sustancial del hombre, nos manda “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,30). Nuestras pasiones con frecuencia se convierten en actos voluntarios, y nuestros quereres libres se vuelven pasionales. Y la pasión moderada y vuelta virtuosa, dará una fuerza particular  a nuestra capacidad de realización en las dificultades de la acción moral.

(iii) La pasión que arrastra la voluntad. Tratándose de las pasiones que surgen espontáneamente, llamadas en psicología “antecedentes” porque son anteriores a la intervención racional de la persona, pueden, por lo mismo, arrastrar la voluntad en el mismo sentido que ella. Esta moción se realiza en dos etapas sucesivas.
  Ante todo, la pasión tiende a producir en nuestra conciencia una transposición de valores, esto es, aquello que nos apasiona tiende a parecernos lo más importante, lo más urgente, lo más valioso. Como resultado, nuestra atención se dirige únicamente al objeto pasional, y, por el contrario, todo lo demás pierde relieve para la atención.
  En segundo lugar, una vez concentradas nuestras fuerzas sobre el objeto pasional mueve indirectamente la voluntad, presentándole el objeto de la pasión. Éste no sólo atrae la atención, sino la aprobación de la razón, pues el juicio estimativo que ha determinado la pasión, hace cuerpo con la imaginación exaltada y exagerada, la cual ordinariamente acompaña la pasión, tanto que la razón se inclina a desposar el juicio pasional y la voluntad a adoptar la pasión, puesto que el juicio estimativo y la pasión se ponen al servicio del apasionado.

(iv) La pasión que brota espontáneamente del querer intenso. La pasión también puede derivarse de un acto voluntario (llamada, en tal caso, pasión consecuente o consiguiente), lo que puede ocurrir, ante todo, espontáneamente, como un desborde de un querer intenso. Es decir, puede seguirse de la voluntad como resultado espontáneo de un querer vehemente, a modo de desborde del espíritu sobre la sensibilidad. San Juan de la Cruz explica de este modo el fenómeno místico de la estigmatización, como un desborde sensible de la verdadera estigmatización que es la que se produce en el alma, por identificación con Cristo crucificado [8].
Hace de intermediario de esta repercusión las facultades imaginativas (imaginación, memoria, cogitativa): nuestros sentimientos y quereres son alimentados por pensamientos; éstos provocan un conjunto de imágenes correspondientes, porque es normal que nuestras ideas (abstractas) se desarrollen en imágenes (concretas).

          (v) La pasión provocada por la voluntad. El segundo modo de pasión consecuente se da cuando ésta es deliberadamente promovida por la razón, siendo así, fruto de un querer que la provoca y la excita [9]. Para lo cual la persona cuenta con dos medios:
  El más directo es aplicando los sentidos externos o internos a un objeto pasional: si la voluntad quiere excitar una pasión, basta con que intente aplicar intensamente a tal o cual objeto los sentidos del tacto, del gusto, de la vista, o la imaginación o la memoria.
  De modo más indirecto, pero también posible, puede intentar reproducir o imitar el estado físico que acompaña tal o cual pasión, por ejemplo, si intentamos reproducir un escalofrío o la piel de gallina… con la intención de observar si de esto se siente el despertar de una emoción de miedo. Esta vía es ciertamente más difícil, pero a veces tiene éxito.

(vi) La pasión enseñoreada por la voluntad. Pero también puede, la voluntad, si no siempre, por lo menos muchas veces, dominar la pasión, moderar su exceso, rechazarla, y/o detenerla. El recurso principal y directo, es desviar la atención del motivo que causa la pasión.
Y aun cuando no pueda dominar plenamente el movimiento pasional, queda a la voluntad un último recurso, que es prohibir los actos que esta pasión llama. Siempre podemos no querer pasar al acto (hecha salvedad de los enfermos mentales en quienes tales actos sean compulsivos).
Este dominio, sin embargo, es limitado, pues la pasión, en relación con nuestras facultades superiores, no es “como un esclavo, sino como una persona libre: “El alma domina al cuerpo con despotismo, y el entendimiento domina al apetito con poder político y regio” [10]. De ahí que el dominio racional sobre las pasiones haya sido definido como un “dominio político” (parcial) y no “despótico” (total).

5. La herida de la afectividad humana

(i) Un dato fundamental de la antropología teológica que ilumina la realidad de las pasiones tiene que ver con la consecuencia sufrida en esta esfera a raíz del pecado original. El pecado original, con el cual todos nacemos, ha dejado secuelas en todas las esferas humanas: en la inteligencia, la “ignorancia” o debilidad para descubrir la verdad; en la voluntad, la “malicia” o dificultad para buscar y mantenerse en el bien auténtico; en el irascible, la falta de firmeza o valor; y en el concupiscible, la llamada “concupiscencia” o inclinación desordenada al deleite.

(ii) Estas heridas permanecen en nosotros tras el bautismo constituyendo materialmente el fomes del pecado [11], y han de tenerse en cuenta para comprender tanto algunos de los desórdenes afectivos y su fuerza desintegradora, cuanto la debilidad de la voluntad para manejar los sentimientos. El Catecismo enseña: “el pecado original (…) es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada «concupiscencia»). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual” [12].

(iii) El olvido de esta verdad, que pertenece a la fe católica, lleva a nefastas consecuencias en el plano educativo y también en el terapéutico, particularmente en el psicoterapéutico, porque sin este dato, ciertas debilidades humanas resultan incomprensibles y las expectativas, derivadas de una concepción de la naturaleza humana olvidada de esta fragilidad congénita, se tornan frustrantes.

6. La responsabilidad sobre los afectos

(i) Todo ser humano es responsable de los actos que hace deliberadamente, es decir, en la medida en que anticipadamente puede discernir su valor moral, su razón de medio respecto de algún fin, etc. En tales casos, la acción nace de la voluntad deliberada (libertad). La cuestión de la responsabilidad pasa, pues, por esta cuestión: ¿somos dueños del juicio por el que decidimos este acto? Así, en cuanto a la responsabilidad pasional, la cuestión es saber también si la pasión nos deja dueños del juicio autónomo y deliberado que debe dirigir nuestra acción y presidir su realización.

(ii) Hay varias posibilidades, según el grado de repercusión más o menos profunda de una pasión sobre el juicio pasional:
Tendremos plena responsabilidad cuando la pasión sea excitada por la voluntad o bien voluntariamente no sea contrarrestada, con pleno ejercicio de la razón.
La responsabilidad estará atenuada en la medida en que la pasión haya surgido sin advertencia de la razón, turbando el juicio racional.
Finalmente, seremos totalmente irresponsables cuando una pasión, por su violencia, impida el ejercicio de la razón.

          (iii) De ahí que si se considera la pasión antecedente, ésta influye produciendo un acto que es, al menos parcialmente, voluntario (salvo el caso extremo en que anula toda voluntariedad, como en los que sufren una especie de “enajenación” pasajera por efecto de una pasión inesperada e intensísima). Un pecado será más o menos culpable según que la pasión disminuya o no la voluntariedad (13).
Se sigue que, a causa de las pasiones antecedentes e intensas, nuestros juicios pueden carecer del discernimiento suficiente y la conciencia se torna borrosa. De aquí que, bajo el efecto de la pasión, la gravedad de los pecados pueda disminuir; como explica Santo Tomás.

          (iv) De esto se siguen algunos principios que hay que tener en cuenta en orden a la educación del carácter, tarea fundamental de psicopedagogos y psicólogos:
  Las pasiones son malas guías para nuestros juicios y decisiones. Quienes dan lugar a la pasión en el momento de sus cavilaciones y razonamiento (es decir, los apasionados, los sensibles, los impresionables, los impulsivos y los entusiastas), sean fácilmente injustos. Porque sus juicios suelen ser parciales y exaltados. Y no son, generalmente, objetivos.
  La pasión puede ayudar las realizaciones virtuosas. Cuando la pasión es puesta al servicio de una obra buena, añade su vigor propio para la ejecución de tales obras. Le da una gran energía y movilidad
  El justo medio virtuoso de la pasión es aquel punto en el que, ni falta la suficiente pasión, ni sobra. Esto sólo puede ocurrir si la pasión es puesta al servicio del bien por la virtud.
  La obra buena realizada con pasión puede ser más meritoria, en el sentido de más valiosa moralmente; porque supone no sólo la realización externa de la obra, sino una mayor perfección en el modo de realizarla, ya que la pasión añade una participación de todo nuestro ser en tal obra (como cuando se alaba a Dios no sólo con la inteligencia, sino con los afectos y el corazón todo).

7. El equilibrio afectivo

          (i) Equilibrio indica el reparto equitativo de los pesos de una balanza donde un platillo se “compensa” y “armoniza” con el otro. En el plano psíquico, se refiere a la estabilidad anímica o psicológica de la persona en torno a una línea fundamental que calificamos de “normalidad” o “madurez”.
          Implica, pues, una presencia simultánea y proporcionada de todas las dimensiones de la persona humana (racionalidad, afectividad, corporeidad, a los que hay que sumar la gracia divina), pero de modo proporcionada (cada una con la medida justa) y jerarquizada.
          Cuando alguno de esos elementos falta u ocupa un lugar que no le corresponde, tenemos, no un hombre maduro, sino perturbado.

(ii) Hay tres modos en que puede presentar la falta de equilibrio.
El primero, es la pérdida de la gracia y del recto orden que impone la ley divina (tanto los diez mandamientos como la ley evangélica). Este desequilibrio afecta al plano moral: es desequilibrada (moralmente hablando) la persona que no vive según la ley moral que lleva grabada en su corazón.
          El segundo desequilibrio se produce cuando una persona es arrastrada por el vaivén de sus emociones (“afectivismo”). Aquí reconocemos los principales tipos de sentimentales, melancólicos, sensuales, mundanos, etc.
          El tercero, es la falta de empatía: cuando una persona deja de tener una afectividad integrada y es fríamente calculadora en su relación consigo mismo o con los demás. Éste es el racionalista exagerado, que no sabe amar ni conmoverse, o es incapaz de amistad y de ternura. Esta persona es insensible, aparentemente cerebral, inconmovible, apática y glacial.

          (iii) La correcta integración de todos estos elementos equivale a la “normalidad”, “equilibrio” o simplemente “madurez” humana en su sentido más pleno. Esta madurez se manifiesta en varias dimensiones (14); como:

     Madurez intelectual: implica una percepción correcta de la realidad, tanto natural como sobrenatural; una concepción correcta de Dios, del mundo y de sí mismo, con una escala de valores adecuada a la realidad; capacidad de discernimiento y de juicio objetivo, tanto en el plano moral como social.
     Madurez psicosocial, que implica: aceptación de sí mismo (de la propia historia, limitaciones y dones), de los demás (tolerancia, capacidad de convivencia y de amistad), tolerancia ante las propias frustraciones y fracasos (las que vienen de los propios límites y las que proceden de las circunstancias o de los demás), capacidad de confiar en los demás, de adaptarse al medio en el que se vive (a diferencia del eterno inconformista), de humor sin hostilidad, autonomía personal (sin dependencias afectivas) y responsabilidad, de colaboración, de iniciativa y creatividad.
     Madurez afectivo-sexual: esto es, capacidad de controlar los propios instintos, de amar sin afán de poseer a los demás (en el sentido de adueñarse o controlar sus vidas y personas), de renunciar (sacrificio), de practicar la castidad según el estado de vida que elija o deba vivir sin haberlo elegido (como el caso de las personas viudas o abandonadas de sus cónyuges, enfermos que no pueden contraer matrimonio a pesar de querer hacerlo...).
     Madurez volitiva: capacidad de tomar decisiones, de elegir (especialmente en las cosas importantes de la vida, como la vocación, la propia entrega, las grandes renuncias), de ejecutar lo elegido, de perseverar en lo elegido y ejecutado.
     Madurez ética: capacidad de discernir con realismo y objetividad entre lo justo y lo injusto, lo malo y lo bueno; tener criterios morales claros (y evangélicos); poseer una escala de valores adecuada a la realidad (y al Evangelio).
     Madurez religiosa: capacidad de silencio interior, de oración, de relacionarse adecuadamente con Dios (como Padre, Amigo, Creador, Salvador, Soberano, etc.) sin sacrificar ningún atributo divino en pro de otro; y tener un ideal de perfección.


(iv) La “madurez” y el “equilibro” también equivalen a mantener la independencia respecto de cinco modos de dependencia (15):

     Independencia de la aprobación de los demás: de la recompensa o del castigo que se espera cosechar del prójimo. Hay muchos que tienen dependencia de este tipo de aprobación; para ellos está “bien” lo que despierta cariño en los demás y está mal lo que produce rechazo, desaprobación. Esta dependencia entraña el riesgo de “ser manipulado” y quita o limita la libertad.
     Independencia de la aprobación de personas determinadas. Porque hay quienes no se interesan tanto de la aprobación general sino de las reacciones —favorables o desfavorables— de algunas personas determinadas (un superior, un jefe, un amigo, un novio, etc.). Una dependencia particularizada comporta el peligro de estar sometido o ser manejado por afectos particulares, de rendir culto a personas particulares, de ser arrastrado al sectarismo, etc.
     Independencia de los valores establecidos por la sociedad. Esto libera de la esclavitud de la moda, de las reglas aceptadas por la masa social, que muchas veces reflejan criterios de manipulación masiva.
     Independencia de la aprobación del propio estado anímico. Pues la dependencia de las propias sensaciones y estados emotivos (es decir, del “cómo nos sentimos” después de algún acto determinado), es también muy peligrosa (el alcohólico se siente mal cuando no puede beber y bien cuando está bebiendo). El peligro, cuando falta este tipo de independencia, es el riesgo de la adicción (droga, alcohol, sexo, juego, etc.).
     Independencia de falsas condiciones a la hora de elegir el bien. Es decir, capacidad de hacer el bien porque está bien o porque es necesario, o conveniente, o prudente hacerlo. Es libertad de cualquier condicionamiento externo, ya sea la utilidad del bien (hay que estar dispuestos a hacer cosas que no producen provecho pero que son necesarias, como los sacrificios personales), del deleite que causen o incluso al margen de la actitud de los demás (a diferencia de quienes —al no tener esta independencia— sólo actúan “si los demás” también lo hacen; por ejemplo quienes están dispuestos a pedir perdón si los otros también lo hacen, o a obrar como corresponde si los demás también empiezan a hacerlo; son los esclavos del “si el otro no, yo tampoco”).

8. Afectividad y psicoterapia

          (i) El psicoterapeuta debe ayudar al paciente a que alcance el dominio sobre sus emociones, especialmente las más perturbadoras (tendencia al placer, ira, temor y tristeza).

          (ii) Uno de los medios para este trabajo es la técnica psicofísica indirecta propuesta por Roger Vittoz y popularizada por Narciso Irala(16).

          (iii) Las perturbaciones afectivas más profundas exigen tratamientos más específicos y prolongados (para los cuales dan buenos resultados las propuestas cognitivo-conductuales, o la psicoterapia simbólica). En algunos casos también se requiere el respaldo farmacológico brindado por el profesional psiquiátrico.


NOTAS

(1) Cf. Pithod, A., El alma y su cuerpo, Buenos Aires (1994), 157-161.
(2) Cf. Úbeda Purkiss, Manuel y Soria, Fernando, en Introducciones a Santo Tomás de Aquino, “Suma Teológica”, tomo IV, Madrid (1954), 579.
(3) Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 22,1.
(4) Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 23, 2 y 4.
(5) Irala, N., Control cerebral y emocional, Buenos Aires (1994), 35. Este libro es muy valioso para lograr este objetivo siguiendo los pasos que indico a continuación.
(6) Para entender lo que Irala quiere decir por esto (fundamental en su método de trabajo) es necesario leer el capítulo III de su libro Control cerebral y emocional, 41-54.
(7) Cf. Lersch, Philipp, La estructura de la personalidad, Barcelona (1971).
(8) Cf. San Juan de la Cruz, Llama, II, 13-14.
(9) “Procede también de modo consiguiente. Y esto de dos modos. Primero, a modo de redundancia (...) Segundo, a modo de elección, esto es, cuando el hombre por el juicio de la razón elige ser afectado por una pasión, para obrar más prontamente con la cooperación del apetito sensitivo. Y así, la pasión del alma aumenta la bondad de la acción” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 24, 3 ad 1).
(10) Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 81, 3 ad 2.
(11) Cf. Concilio de Trento, Denzinger-Hünermann, n. 1515.
(12) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 405.
(13) Cf. Santo Tomás de Aquino, De malo 3, 11 ad 3.
(14) Cf. Di Silvestri, María, Equilibrio psíquico y madurez personal para la vida religiosa femenina, Buenos Aires (1991), 95-162.
(15) Cf. Lukas, E., Libertad e identidad, Barcelona (2005), 27-32.
(16) Irala, Control cerebral y emocional, cap. II-V; VI-VII; XI-XV.