IX. LA INTELIGENCIA
Pasamos ahora a explicar la “vida superior” del hombre,
aquello que es más propio de él, aun cuando hemos señalado varias veces que lo
que podemos definir como “vida inferior” (conocimiento y afectividad sensibles)
en el hombre es profundamente humano,
es decir, asumido por esta superioridad; el “hombre se diferencia del mono o
del perro más por su percepción o su emocionalidad que por su fisiología” (Pithod,
A., El alma y su cuerpo, 268).
Pero hay una actividad que le es propia y esta es el pensar
(y la volición que veremos en el próximo capítulo). Los sentidos internos, aun
teniendo una elevación por sobre las condiciones materiales –porque la
imagen y el fantasma ya implican, ciertamente, una abstracción y “desmaterialización”,
una separación de la realidad que le da origen– están todavía en la esfera de
lo concreto y sujetas al espacio y al tiempo.
En esta actividad que ahora analizamos, el pensar, el
hombre se muestra capaz de trascender las condiciones materiales e individuales
de la materia.
1. Inteligencia y vida cerebral
(i) El materialismo moderno tiende a reducir la actividad
intelectual del hombre a la materia; concretamente a explicar el pensamiento,
o, como se lo denomina en ciertos ambientes, el “proceso mental o simplemente
la mente, como un proceso material generado por el cerebro. El pensamiento no
sería más que un proceso electro-químico cerebral o de algún otro tipo
material.
(ii) El problema “mente-cerebro”. Por cerebro entendemos “el
centro biológico que recibe los estímulos del medio interno y externo al individuo,
los integra entre sí y con la experiencia cognitiva, emocional y de motivación
acumulada, y, finalmente, da lugar a la respuesta o respuestas correspondientes
dentro o fuera del organismo, cuyo funcionamiento puede ser abordado mediante
los métodos de la ciencia experimental”. Por mente designamos al “conjunto de
actividades y procesos psíquicos conscientes e inconscientes, especialmente de
carácter cognitivo o afectivo, tal como comparecen en la experiencia subjetiva
o en la medida en que se encuentran referidos a ella”.
El “problema mente-cerebro” indica, pues, la discusión de
esta relación: las actividades mentales ¿son distintas o idénticas a los
procesos cerebrales? ¿Se puede explicar el pensamiento mediante el
funcionamiento cerebral? Si son distintas, ¿cómo se relacionan ambas
realidades? Si son la misma cosa, ¿por qué tenemos la ilusión de que son
diferentes?
(iii) Desde la neurociencia se presentan cuatro posturas
ante el tema en cuestión.
a) El conductismo (por ejemplo, John B. Watson y B. F. Skinner), evita el problema, reduciendo su concepción de
la psicología a una mera enunciación de las leyes
que rigen las relaciones entre los estímulos y las respuestas (conducta),
considerando la mente como una “caja negra”, desentendiéndose de sus estados y
de su funcionamiento interno.
b) El monismo reduccionista, “niega que la mente sea
realmente distinta del cerebro y trata de explicar los fenómenos mentales y, en
concreto, la conciencia —también la autoconciencia— en términos físicos o
biológicos. La distinción entre la mente y el cerebro responde a la insuficiencia
actual de nuestros conocimientos sobre los procesos cerebrales, pero el
desarrollo científico futuro permitirá reducir los estados mentales a fenómenos
puramente materiales que tienen lugar en el cerebro”. En esta corriente se
encuentra también el “materialismo eliminativo” que afirma que “los estados
mentales de los que hablamos en el lenguaje ordinario (creencias, deseos,
sentimientos, intenciones) no existen realmente y deben ser sustituidos por una
estricta concepción biologicista, que parta de la idea de que las actividades
cognitivas son en última instancia actividades del sistema nervioso”. En esta
corriente podemos ubicar a Francis Crick, Christof Koch, Susan Greenfield,
Antonio Damasio, Michael Gazzaniga y Stuart Hameroff. Crick propone, por
ejemplo, que el núcleo reticular del tálamo es el centro nodal para la
conciencia del individuo.
c) El dualismo neurofisiológico, sostenido, por ejemplo,
por el neurobiólogo John Eccles, afirma que el cerebro no puede dar cuenta de
la conciencia y de las actividades que derivan de ella, por lo que hay que
admitir la existencia autónoma de una mente “autoconsciente” distinta de él
mismo, que no es ni material ni orgánica y que ejerce una función superior de
interpretación y control de los procesos neuronales. Eccles se apoya en la
teoría de Karl Popper según la cual lo real se distribuye en tres mundos: el de
la realidad física, el de los fenómenos mentales y el de los productos
culturales o espirituales tales como las ideas, instituciones sociales, etc. Para
Eccles, mientras que el cerebro está contenido en el mundo de la realidad
física, la autoconciencia pertenecería al mundo de los fenómenos mentales, que
es irreductible a aquél, aunque entre ambas existan interacciones.
d) El “fisicalismo no reduccionista” propuesto por Malcolm
Jeeves, y Warren Brown. Sostienen que no es necesario postular para el alma
(soul) o la mente (mind) una segunda entidad metafísica; el alma o la mente
están fisiológicamente expresadas o encarnadas en nuestra persona, pero no cabe
una explicación exhaustiva de esta en virtud de un análisis exclusivamente
biologicista. Así se trata de reconciliar el monismo y el dualismo ya
mencionados (por eso se denomina a esta postura también como “monismo dual” –dual-aspect monism). Resumen su
pensamiento diciendo: “Nosotros somos almas, no tenemos almas”.
(iv) Sin entrar de lleno en la discusión, que exige una
exposición exhaustiva, nos limitamos a afirmar que el pensamiento ni procede de
la materia ni es un epifenómeno de la fisiología o de la biología cerebral. En
los puntos siguientes trataremos de explicar su naturaleza y la imposibilidad
de reducirla a procesos materiales. Hay que señalar que la verdadera posición
de esta relación entre inteligencia y cerebro postula que lo biológico es sólo
condición pero no causa del pensamiento; el cuerpo y lo biológico condicionan
pero no determinan lo estrictamente intelectual. Esto lo explica V. Frankl al
analizar el entusiasmo provocado en su momento por la teoría de las “localizaciones
cerebrales” (el localizar determinadas funciones en respectivas zonas del
cerebro) que llevó a considerar el cerebro como una especie de mapa en el que
se podía indicar el lugar responsable para cada función sensitivo-motora, sobre
lo cual surgieron luego dudas a raíz de la recuperación de afásicos (aun
permaneciendo lesionadas las áreas cerebrales correspondientes) y observaciones
semejantes en animales, mostrando que otras partes del cerebro pueden llegar a
realizar el mismo trabajo o que existen “neuronas en barbecho” que
reemplazarían a las “titulares”, etc. (Cf. Frankl, Viktor,
El hombre doliente, cap. II. “El
problema del espíritu”. Cf. Caponetto, Mario, Victor Frankl, una antropología médica, 83-85). Dice el mismo autor:
“Insistimos: el efecto terapéutico de una intervención psicoquirúrgica
no afecta en modo alguno el espíritu. El elemento espiritual del hombre no
puede descubrirse ni obstruirse mediante una operación quirúrgica. Esto se
puede expresar en lenguaje clínico diciendo que nunca podemos concluir por los
datos empíricos la realidad de lo espiritual. Nosotros sólo sabemos una cosa: lo
corporal influye en lo psíquico-espiritual, de un modo o de otro, favorable o
desfavorablemente. No es lógico completar esta tesis con la conclusión: luego
lo espiritual es un mero efecto, mero producto, mero resultado, mero
epifenómeno; o como decían los autores citados: «generado», «nada más que como
función de la materia», o fórmulas similares. Lo corporal es una condición, mas
no la causa de lo psíquico-espiritual. La enfermedad corporal limita las
posibilidades de desarrollo de la persona espiritual, y el tratamiento somático
se las devuelve, le brinda de nuevo ocasión de desarrollarlas; pero la realidad
de lo espiritual sólo podemos comprenderla desde el plano metaclínico”.
2. El objeto de la inteligencia
(i) El objeto común y
adecuado de la inteligencia es el ente.
Hablamos aquí de inteligencia en general, que incluye la de Dios, la del ángel
y la del hombre. Es decir, la razón de ente (= lo que tiene ser o participa del
ser, o, más estrictamente, lo que es)
es el aspecto bajo el que la inteligencia alcanza todo cuanto alcanza. De hecho
la inteligencia no conoce nada que no conozca como ente; o, dicho de otro modo,
todo lo que se conoce se conoce como ente. Las tres operaciones de la
inteligencia (simple aprehensión, juicio y razonamiento) alcanzan su objeto
bajo la razón de ente:
- por simple aprehensión captamos lo que es el objeto;
- por el juicio enunciamos que es o lo
que es;
- por el
razonamiento demostramos por qué eso
es tal.
De aquí se sigue que algo es inteligible (captable por la
inteligencia) en la medida en que tenga ser (su grado de ser); por tanto, todo
cuanto sea (tenga ser) puede ser
objeto de la inteligencia humana, aunque algunas realidades solo pueda
alcanzarlas por analogía, como, por ejemplo, la verdad sobre Dios. Dice Santo
Tomás: “El objeto propio de la inteligencia es el ente inteligible, el que
comprehende todas las diferencias y especies del ente posible. Pues lo que
pueda ser, puede ser entendido” (CG, II, 98).
Por la misma razón la “nada” es impensable en sí misma;
solo puede pensarse como negación del
ser.
(ii) Pasando a la inteligencia propiamente humana, decimos
que su objeto formal propio y directo es la “quidditas”
de las cosas materiales representadas por la imaginación, como abstracta y
universal (cf. S.Th., I, 84, 1 y 6; 85, 1).
Nuestra inteligencia, en cuanto potencia de un ser
compuesto de cuerpo y alma, tiene leyes especiales y un objeto propio, que es
una determinación del objeto común a toda inteligencia, incluida la divina y la
angélica (indicado en el punto anterior). Nuestro intelecto “que está unido al
cuerpo, tiene como objeto propio la quididad o naturaleza
existente en la materia corporal” (S.Th., I, 84,7); “El objeto de nuestro
intelecto, según el estado de la vida presente, es la quididad de la cosa material
abstraída de los fantasmas” (S.Th.,
I, 85, 8).
Quididad (quidditas)
no es la esencia en sentido estricto (aquello por lo que una cosa es lo que
es); de hecho no captamos directamente la esencia de cada cuerpo sino que
llegamos a ella de modo progresivo y por el trabajo científico y a menudo la
esencia propiamente dicha se nos escapa. Quididad (del latín “quid est res”) es
la naturaleza en sentido muy amplio, confuso y pobre; por ejemplo, captamos la
quididad cuando pensamos “un animal” o “un árbol”, o simplemente cuando
pensamos “una cosa”. Llamamos a esto una esencia (en sentido amplio) porque es
algo distinto de las cualidades sensibles y del ser y también porque es algo
abstracto.
De este modo estamos afirmando que:
- la inteligencia conoce directamente las cosas
materiales…
- …que han sido percibidas por los sentidos
externos y han sido representadas por la cogitativa…
- …en ellas capta al menos confusamente su esencia…
- …y se distingue de los sentidos cuyo objeto es la
cosa material en su individualidad concreta, mientras que la inteligencia
conoce su objeto bajo forma abstracta, es decir, sin sus caracteres
individuales, y por tanto como universal.
Esto es una cuestión de hecho:
a) El concepto necesita la imagen: porque el concepto es
siempre formado partiendo de imágenes sensibles: cuando queremos entender algo
formamos imágenes a modo de ejemplos en las que tratamos de captar lo que
queremos conocer; y lo mismo hacemos cuando queremos enseñar algo a otro
(ponemos ejemplos para que forme en sí una imagen –fantasma– en la que pueda
entender lo que queremos decir). Así lo explica Santo Tomás (S.Th. I, 84, 7). Y
lo mismo nos muestra el hecho contrario: cuando faltan las imágenes, también
faltan los conceptos, como prueban los ciegos de nacimiento que no pueden
hacerse una idea de los colores, de los que no llegan a tener un concepto
propio sino solo analógico, es decir, por analogía con los datos de los otros
sentidos (S.Th. I, 84, 3).
b) Pero el concepto representa a su objeto sin ningún
carácter individual, sin sus “notas individuantes”, sino como “esencia
abstracta”: “abstractum ab hoc [de este individuo), hic (de este lugar), nunc
(este momento)”. Y si es abstracto, también es universal, es decir, aplicable a
un número indeterminado de individuos; el triángulo, el hombre… son
universales. “El sentido no conoce sino los singulares… El intelecto conoce los
universales, como se ve por experiencia” (Santo Tomás, CG, II, 66; S.Th., I,
85, 3).
De aquí se siguen algunos corolarios:
- La inteligencia depende de la imaginación de tal
modo que no puede conocer nada sin dirigirse a una imagen (nisi se convertendo ad phantasmata)
(S.Th., I, 84, 7). De ahí que el fantasma (que es la imagen elaborada por
la cogitativa) es un engranaje esencial en la teoría del conocimiento;
porque Santo Tomás no dice que la inteligencia se dirige hacia la
sensación sino hacia el fantasma; el fantasma es el más alto grado de
elaboración del conocimiento sensible y, por tanto, lo más cercano a la
inteligencia. Presenta ya cierta abstracción, porque es esquemático, y
especialmente porque está separado de las condiciones de tiempo y de
situación espacial. Por eso, cuando la sensación nos pone en contacto con
un objeto, no es la sensación el punto de partida de la inteligencia para
abstraer sino el fantasma que se forma la cogitativa.
- De aquí se deriva el axioma de psicología
aristotélica: “Nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu”; no
hay nada en el intelecto que no haya estado primero en el sentido. No hay,
pues, ideas innatas, es decir, contenidas en nuestra naturaleza desde el
nacimiento (S.Th., I, 84, 3).
(iii) El objeto indirecto
de la inteligencia humana: además de
la quididad abstraída de las cosas materiales, la inteligencia humana puede
alcanzar otros objetos pero por caminos
indirectos; así, por reflexión puede conocerse ella misma y las cosas
singulares (cada cosa concreta), y por analogía puede conocer las cosas
inmateriales.
a) Conocimiento por reflexión. Conocemos dos cosas por
reflexión: nuestra misma inteligencia y las cosas singulares.
La inteligencia se conoce a sí misma por reflexión porque
ella no es objeto directo de conocimiento. El proceso es el siguiente: 1º en
algún acto directo de conocimiento conocemos una esencia; 2º por reflexión la
inteligencia conoce primero su acto (conoce su acto de conocimiento); 3º luego
llega a conocerse a sí misma como principio
de ese acto. Esto no es, propiamente hablando, un razonamiento sino una
percepción (refleja) o una intuición de la inteligencia en y por su acto. De
todos modos, por esta vía la inteligencia conoce su existencia, pero no su naturaleza o esencia, pues, por ser
inmaterial, solo puede conocerse por analogía, como todas las cosas
inmateriales (punto “b”).
También por reflexión conoce el alma lo singular; es decir,
las cosas particulares y concretas (esta silla, este libro, a Juan Mengánez y a
Pablo de Tarso). Es un hecho que conocemos lo singular: si digo “Clemente es
hombre”, esto significa que de algún modo conozco el singular Clemente por la
inteligencia. Pero este conocimiento no se da de modo directo, pues
directamente la inteligencia solo conoce lo universal: “Nuestra inteligencia no
conoce directamente sino lo universal. Indirectamente, en cambio, y por cierta
reflexión, puede conocer las cosas singulares” (S.Th., 86, 1). En este caso el
proceso es: 1º se da un acto directo de conocimiento de una esencia; 2º se
produce una reflexión sobre ese acto, pero en lugar de remontarse a la fuente
de ese acto (como en el caso anterior) desciende hacia la fuente objetiva del
mismo, que es el fantasma.
b) Conocimiento por analogía: los objetos distintos de las
cosas materiales (seres inmateriales y espirituales) la inteligencia los conoce
formándose de ellos una idea analógica (cf. S.Th., I, 88, 1 y 2). Este
conocimiento supone conocida la existencia de los seres espirituales, no
importa si este conocimiento se obtiene de la experiencia, de la razón o de la
fe. Así por ejemplo, el caso de Dios, cuya existencia la podemos conocer sea
por razonamiento (las vías para conocer su existencia) o sea por la fe. Una vez
supuesta la existencia de Dios, el conocimiento analógico procede primero por vía negativa, removiendo de
la noción de Dios todos los caracteres que no pueden convenirle (no es
material, no es extenso, no tiene partes, no está en movimiento….); esto se
conoce como “vía negativa”. Luego, por vía positiva
se le atribuyen todas las cualidades positivas que se ven en el mundo y de las
cuales Él es la causa creadora, y esto librando esas cualidades de cualquier
límite y materialidad; esta se conoce como vía de “causalidad y eminencia”.
3. La naturaleza de la inteligencia
Expliquemos ahora cuál es la naturaleza de la inteligencia
humana y su relación con el órgano corporal del que más depende, el cerebro.
(i) El ejercicio de la inteligencia depende del cuerpo,
porque su objeto proporcionado, como ya hemos dicho, es la verdad abstraída de
las cosas materiales que son percibidas por los sentidos. El cuerpo es, pues, condición de la inteligencia. Pero esto
no implica que la inteligencia sea en sí misma dependiente del cuerpo. Depende
de él extrínseca u objetivamente, pero es independiente de él intrínseca o
subjetivamente, es decir, en cuanto a su ser. Esto se prueba por el principio
“operari sequitur ese”, el obrar sigue al
ser, o, lo que es equivalente: la naturaleza de un ser se conoce por sus
actos. Ahora bien, como la inteligencia tiene actos que excluyen la
participación directa de un órgano (corporal), entonces se concluye
legítimamente que en sí misma es inorgánica.
(ii) Podemos dar varios argumentos al respecto:
a) En primer lugar por el concepto, por el cual la inteligencia capta como objeto una
quididad abstracta y universal. Pero el concepto (quididad) no puede ser un
cuerpo, pues todo cuerpo es singular y sujeto al tiempo, y al paso. Por tanto, si
la quididad es algo espiritual, el acto que aprehende la quididad también es
espiritual, y el principio del acto, la inteligencia, también lo es (cf. C.G.
II, 50). Este mismo argumento vale para el juicio y el razonamiento. En el
juicio, la inteligencia afirma o capta una “relación”; ahora bien, se trata de
una relación existente entre los conceptos abstractos, y por tanto abstracta
también ella. En el caso del razonamiento, se trata de captar un lazo de
dependencia necesaria entre unos juicios; y si hay necesidad lógica, es también
en lo abstracto.
b) Por la reflexión
la inteligencia capta a su acto y a sí misma; pero un órgano no puede volverse
sobre sí mismo, pues está constituido por partes extensas, y las partes físicas
no pueden coincidir en virtud de la impenetrabilidad de la materia. De aquí que
el acto de reflexión sea espiritual y la inteligencia que lo realiza también.
Hablamos aquí de la reflexión (reditio)
completa, que es imposible a la materia; así, por ejemplo, un sentido no puede
reflexionar: el ojo ve los colores, pero no ve su visión; más claro todavía en
el caso del tacto que no puede penetrarse en sí mismo; la reflexión en el orden
físico (por ejemplo, la luz que se refleja en un espejo y vuelve sobre sí
misma) es siempre una analogía con la verdadera reflexión. Por eso, la
reflexión perfecta es el camino de acceso más directo que tenemos a lo
espiritual, que es, como dice Verneaux, casi experimental.
c) Finalmente, el hecho de que la inteligencia es capaz de
conocer todos los cuerpos basta, según Santo Tomás, para probar que ella no es
un cuerpo. Este argumento del Aquinate es el más metafísico de todos por lo que
transcribimos el texto:
“Es necesario afirmar que
el principio de la operación intelectual, llamado alma humana, es incorpóreo y
subsistente. Es evidente que el hombre por el entendimiento puede conocer las naturalezas
de todos los cuerpos. Para conocer algo es necesario que en la propia
naturaleza no esté contenido nada de aquello que se va a conocer, pues todo
aquello que está contenido naturalmente impediría el conocimiento. Por ejemplo,
la lengua de un enfermo, biliosa y amarga, no percibe lo dulce, ya que todo le
parece amargo. Así, pues, si el principio intelectual contuviera la naturaleza
de algo corpóreo, no podría conocer todos los cuerpos. Todo cuerpo tiene una
naturaleza determinada. Así, pues, es imposible que el principio intelectual
sea cuerpo.
De manera similar, es
imposible que entienda a través del órgano corporal, porque también la
naturaleza de aquel órgano le impediría el conocimiento de todo lo corpóreo. Por
ejemplo, si un determinado color está no sólo en la pupila, sino también en un
vaso de cristal, todo el líquido que contenga se verá del mismo color.
Así, pues, el mismo
principio intelectual, llamado mente o entendimiento, tiene una operación
sustancial independiente del cuerpo. Y nada obra sustancialmente si no es
subsistente. Pues no obra más que el ser en acto; por lo mismo, algo obra tal
como es. Así, no decimos que calienta el calor, sino lo caliente.
Hay que concluir, por
tanto, que el alma humana, llamada entendimiento o mente, es algo incorpóreo y
subsistente” (S.Th., I, 75,2).
El argumento se basa en un principio metafísico que afirma
que una facultad no puede conocer un objeto si ella ya tienen sí misma la
naturaleza de ese objeto (intus existens
prohibet extraneum), por tanto si la inteligencia conoce los cuerpos,
entonces ella no es de naturaleza corporal; y como es capaz de conocer todos los cuerpos, entonces no puede ser
ninguno de ellos. Este argumento se
basa en un dato de experiencia: si nosotros colocamos un cristal de color rojo
sobre un dibujo que contenga líneas de diversos colores, los colores se van a
ver distintos del original y en particular lo que esté en rojo no se va a
haber, o si lo colocamos sobre un texto que tenga letras en negro y en rojo,
las que están en rojo no se verán, desaparecen al colocarles la película roja
encima. Igualmente, si tengo la lengua endulzada por alguna sustancia, me será
imposible gustar las cosas dulces. Eso quiere decir que, en el orden corporal,
un cuerpo puede ser conocido en la medida en que el sentido que lo conoce no lo
tenga ya en sí mismo. Puede conocer esa forma, pero por conciencia, como
subjetiva, no como objetiva, como “sí”, no como “otro”.
(iii) De aquí se siguen algunas consecuencias importantes.
La primera es que el cerebro es el órgano del pensamiento
sólo en el sentido de que es el órgano de todas las operaciones sensibles que
son la condición del pensamiento; y en este sentido, debería decirse mejor que
todo el sistema nervioso e incluso todo el cuerpo, es órgano del pensamiento.
Pero, en cambio, no puede decirse que sea el órgano del pensamiento si se
entiende por esto último los actos intelectuales estrictamente considerados.
Esta dependencia extrínseca basta para explicar por qué las
lesiones del cerebro provocan enfermedades mentales, y por qué ciertas
sustancias químicas provocan pensamientos y palabras incontroladas.
También explica por qué el trabajo intelectual provoca
fatiga física y especialmente dolor de cabeza: es porque el trabajo intelectual
exige el concurso de la imaginación que está ligada a un órgano, además de que
demanda otras actividades, como leer y escribir, estar concentrado y a menudo
contrahecho (encorvado sobre el libro), todas las cuales son de orden físico
(S.Th., I, 75, 3 ad 2).
(iv) Intelecto posible
e intelecto agente. La inteligencia
del hombre se presenta, ante todo, como una potencia pasiva, en el sentido
amplio de la palabra, o sea, como ser capaz de recibir algo sin perder nada.
Por eso Aristóteles dice que el entendimiento del hombre es una “tabula rasa”,
es decir, una especie de pizarra en la que no hay nada escrito. Es por esta
razón que el intelecto es llamado intelecto
posible.
En el hombre existe además otra facultad intelectiva, el intelecto agente, cuyo descubrimiento filosófico se remonta a Aristóteles.
Es una facultad realmente distinta del intelecto posible, y no dos maneras de
denominar la misma facultad, o dos funciones de la misma. El fundamento de su
distinción real radica en que se diferencian como potencia activa y potencia
pasiva. La existencia de esta facultad es requerida por cuanto afirmamos que
las formas de las cosas corpóreas no existen fuera de la materia; por tanto el
objeto de nuestro intelecto no es propiamente inteligible en acto. Como nada
puede pasar de la potencia al acto sino por medio de un ente que ya esté en
acto, es necesario que haya en el intelecto una potencia capaz de volver
inteligibles en acto los objetos abstrayendo las formas de sus condiciones
materiales (o sea, del fantasma). Esto es lo que hace necesario sostener la
existencia de un intelecto agente. El intelecto agente es el principio
eficiente del entender; pero la intelección como asimilación y concepción es
formalmente debida al intelecto posible; por tanto, el intelecto agente no
entiende, no piensa, sino que hace que el intelecto posible entienda,
suministrándole el objeto inteligible.
(v) En cuanto a la conciencia, debemos decir que no es una
potencia diversa de la inteligencia sino un acto suyo. Es la aplicación del
conocimiento a nuestros propios actos, por eso se le atribuye el dar testimonio
de lo que hacemos, el acusarnos, aprobarnos, o remordernos.
Además, hay en nosotros una zona que escapa a la
conciencia, cuya vida sólo conocemos por sus efectos: son los procesos
inconscientes y subconscientes en la vida del alma. Se verifican en la mayoría
de las acciones que ejecutamos (por ejemplo, al escribir recurrimos a hábitos
mecánicos de los cuales no tenemos, en el momento de usarlos, un conocimiento
directo y reflejo), en los sueños, en ciertas afecciones o pasiones, e incluso
en las actividades de la inteligencia y de la voluntad (cuando juzgamos,
razonamos, etc., hacemos intervenir hábitos de ciencia y de expresión que hemos
adquirido en el pasado pero lo hacemos ahora sin ser plenamente conscientes de
todo el proceso mental que desarrollamos).
4. Los actos de la inteligencia
La inteligencia tiene tres actos: simple aprehensión,
juicio y raciocinio.
(i) La primera operación de la inteligencia es la simple
aprehensión, que consiste en el acto de comprender alguna cosa sin afirmar ni
negar nada. Este acto se hace en o mediante el concepto. El concepto no es
aquello que se conoce sino aquello en lo cual y mediante lo cual se conoce la
cosa. El conocimiento del concepto se realiza, en cambio, mediante un acto de
reflexión.
Según la escuela llamada “Psicología del pensamiento”,
existe un pensamiento sin imágenes. Aristóteles decía, en cambio, que esto no
es posible, sino que nosotros conocemos las esencias de las cosas “en los
fantasmas”; y Santo Tomás dice que tenemos verdadera necesidad de los
fantasmas. Este último encontraba dos signos de esta necesidad a los que ya
hicimos alusión más arriba: 1) el hecho de que recurrimos a ejemplos concretos
cuando debemos explicar alguna cosa; 2) el hecho de que si los sentidos no
funcionan –pensemos en el estado vegetativo– no pueden haber actos intelectivos.
El concepto se forma por un proceso de abstracción. Se llama así al proceso mediante el cual a partir de
la imagen particular la inteligencia elabora el universal.
Tal proceso comporta tres fases:
a) La preparación del fantasma: esto lo realiza la
cogitativa. El fantasma es sensible en acto pero inteligible solamente en
potencia; no está por tanto en condiciones de obrar sobre el intelecto posible,
porque le resulta “invisible”: para el intelecto posible el contenido esencial
del fantasma está todavía escondido.
b) La acción del intelecto agente sobre el fantasma: por
acción del intelecto agente, este contenido que era inteligible en potencia
pasa a ser inteligible en acto. El efecto de esta acción del intelecto agente
es lo que se llama “especie impresa” o también, como dice Santo Tomás, “intensión
inteligible”. Es el objeto en cuanto actualmente capaz de ser entendido.
c) La asimilación del inteligible: el intelecto posible
recibe la especie impresa y reacciona; a pesar de que lo llamamos “posible”, no
es puramente pasivo y receptivo, sino que con esto sólo queremos decir que no
puede actuar si primero no es impresionado. Su acción es inmanente: expresa en
sí mismo la esencia en una “especie expresa”, verbo mental o concepto. Este
concepto no es el objeto que conocemos, sino el medio gracias al cual la
esencia es conocida.
El objeto sufre así dos pasos: de ser inteligible en
potencia pasa a ser inteligible en acto; y de ser inteligible en acto pasa
luego a ser entendido.
El momento central es el de la iluminación del intelecto
agente; el intelecto agente es la causa eficiente principal de este proceso, y
el fantasma es la causa instrumental y también es la “materia de la cual” se
forma la especie impresa. Esto no quiere decir que el fantasma se ha
transformado en su naturaleza; éste sigue siendo lo que es, y permanece donde
está, es decir en la sensibilidad. La función del intelecto agente es sólo la
de actualizar lo inteligible, revelarlo o desvelarlo. Así por ejemplo, Pedro es
hombre, pero al ver a Pedro no se ve la esencia “hombre”; es la inteligencia la
única capaz de “revelarla” en Pedro.
(ii) La segunda operación de la inteligencia es el juicio.
El acto fundamental que constituye el juicio es la afirmación (“Juan es un payaso”). Esto vale también para la
negación, ya que negar algo (“Pedro no es un payaso”) equivale a afirmar que una cosa (Pedro) “no es” de
una manera determinada (payaso). En realidad lo que se opone a la afirmación no
es la negación sino la duda, en la
cual se suspende el juicio.
La afirmación consiste en aplicar una cierta determinación
(por ejemplo, “payaso”) a un sujeto (a “Juan”), es decir aplicar una forma a
una materia. Se afirma la relación de pertenencia entre dos términos: el perro
es un animal, Juan es un payaso. Aun siendo nociones diversas, sin embargo se
afirma la pertenencia real o nocional a un mismo sujeto; y esto se hace por
medio del verbo “ser”.
El verbo ser
tiene, así, un doble sentido: un sentido simplemente copulativo porque
relaciona ambos términos, y un sentido existencial porque establece la verdad
de la relación. Lo más propio del juicio es esto último.
El juicio es el acto principal de la inteligencia, porque
no pensamos con conceptos aislados, sino que éstos son pensados en juicios.
El juicio es el lugar donde encontramos la verdad. La
simple aprehensión se limita a presentar un contenido, por ejemplo: “blanco”.
Por eso no tiene sentido preguntarse respecto de “blanco” si es verdadero o
falso; ¿verdadero o falso, qué cosa? Es decir, se requiere, de manera explícita
o implícita, la atribución de la blancura a un sujeto, y recién entonces
tendremos verdad o falsedad; por ejemplo “el perro es blanco”; eso sí puede ser
verdadero o falso.
¿Qué es lo que determina al intelecto a juzgar? Podemos
señalar cuatro causas:
a) La evidencia: a veces la inteligencia es movida por la
fuerza con que el objeto se impone con claridad; hay casos en los cuales el
intelecto “ve” la verdad como el ojo ve los colores. La forma más alta de
evidencia es la evidencia inmediata, que se da en las llamadas proposiciones
evidentes como por ejemplo “el todo es mayor que la parte”. Luego sigue la
evidencia mediata que es la que resulta de la demostración; en este caso una
proposición no resulta evidente por sí, pero sí a la luz de ciertos principios
con los cuales se relaciona.
b) La voluntad. Ante todo, la voluntad interviene siempre
en los juicios, porque para juzgar es necesario mover la inteligencia a pensar,
acción que es propia de la voluntad. Pero además, interviene de modo directo en
todos los casos en que la evidencia es puramente extrínseca o sea, no cuando no resulta evidente por
razones intrínsecas: porque el juicio no está en estos casos determinado por
motivos intelectuales, de suerte que la afirmación dependerá de la voluntad que
refuerza en este caso a la inteligencia. Esto ocurre cuando nos basamos en el
testimonio de otra persona, cuando lo que nos dice no es evidente para
nosotros, y lo aceptamos únicamente porque nuestra voluntad mueve a la
inteligencia a aceptar como verdadero el testimonio de esta persona, basándose
en la autoridad del testigo; de esta manera es que aceptamos todos los
conocimientos de orden histórico, por ejemplo. Hay casos, incluso, en que la
voluntad suple todo motivo intelectual, como ocurre en la creencia ciega y en
el fanatismo, donde se cree sin exigir motivos de credibilidad, como sería lógico
para todo acto de fe –humana o divina.
c) Los afectos. También influyen, en cierta medida, sobre
el juicio las pasiones, el interés, los sentimientos; a veces, por causa de una
pasión, no vemos sino aquello que nos gusta, o aquello que queremos ver (la
novia locamente enamorada no ve los defectos del novio, que un miope sería
capaz de descubrir a trecientos metros de distancia). Otras veces la pasión
empuja al juicio a afirmar lo que le conviene a la misma pasión, aunque vaya
contra la barda objetiva de las cosas, incluso, contra lo que es evidente (como
cuando el hipertenso goloso, delante de un jamón, defiende a muerte que este no
sube la presión).
d) Finalmente, también influye la conducta que tenemos en
la vida. Como dice el dicho: la persona termina pensando cómo vive; es decir,
juzga las cosas en conformidad con su propio modo de obrar. Quien ha analizado
profundamente el papel de la acción en la creencia ha sido M. Blondel, en su
obra “La acción” (1893).
(iii) La tercera operación de la inteligencia es el
razonamiento. El razonamiento es, propiamente hablando, la inferencia, es decir
la dependencia y consecuencia de un juicio respecto de otro u otros. La mera
sucesión de juicios no hacen propiamente un razonamiento; si yo digo: “hoy hace
mucho calor, pero me llamo Alberto”, no tenemos, propiamente un razonamiento,
aunque sí sucesión de juicios; falta en este caso una dependencia de un juicio
respecto del otro. Esta dependencia objetiva recibe el nombre de lógica, y
solemos expresarla por medio de conjunciones, como por ejemplo: ahora bien,
pues, por consiguiente, etc. De este modo, decir: “hoy hace mucho calor, por
eso me puse un sombrero”, tiene lógica, y constituye un razonamiento.
El fin del razonamiento es la conclusión. A menudo la
conclusión es conocida de antemano; y el razonamiento tiene como fin solamente
verificarla, es decir, verla como dependiente de juicios que ya son tenidos
como verdaderos, de tal modo de mostrar que esa conclusión participa de la
evidencia de los juicios de los cuales se deduce. Así, cuando decimos: “Pedro
es hombre; todo hombre es inteligente; por tanto Pedro es inteligente”.
Un razonamiento puede ser correcto desde el punto de vista
formal pero no verdadero. Así, por ejemplo: “Dios no existe, por tanto el mundo
es un absurdo”, es un razonamiento formalmente perfecto, pero no expresa una
verdad.
La razón no es una facultad distinta del intelecto, sino
este mismo considerado en su función discursiva.
5. Algunos corolarios al tema de la inteligencia
(i) La herida de la inteligencia. Para completar el cuadro
de la inteligencia debemos añadir una tesis de la antropología teológica: el
pecado original ha dejado una herida en la inteligencia humana que es llamada
en teología “ignorancia”, que aquí no hace referencia a la privación de un
conocimiento sino a la particular dificultad para conocer las verdades
proporcionadas a ella (verdad natural). Es por esta razón que, después del
pecado y a diferencia de lo que ocurría antes de la caída original, los
hombres, para conocer las verdades fundamentales aun siendo proporcionadas a la inteligencia humana, como la
existencia de Dios y del alma, la inmortalidad del alma, la retribución eterna,
etc., necesitan mucho tiempo y esfuerzo y aun así no todos llegan; de ahí la
necesidad de una ayuda especial de Dios, que es la revelación de verdades
naturales (necesidad moral de la revelación)
Por esta razón la
inteligencia necesita de modo absoluto de la ayuda divina (por medio de la
revelación) para conocer cualquier verdad sobrenatural, y tiene necesidad no
absoluta sino moral de ser ayudada para alcanzar algunas verdades naturales más
difíciles (existencia e inmortalidad del alma, existencia de Dios, etc.):
“Si se abandonase a esfuerzo de la sola razón el descubrimiento de estas
verdades, se seguirían tres inconvenientes. El primero, que muy pocos hombres
conocerían a Dios. Hay muchos imposibilitados para hallar la verdad, que es
fruto de una diligente investigación; algunos por la mala complexión
fisiológica, que les indispone naturalmente para conocer; …otros se hallan
impedidos por el cuidado de los bienes familiares… otros por la pereza…
El segundo inconveniente es que los que llegan a apoderarse de dicha
verdad lo hacen con dificultad y después de mucho tiempo, ya que, por su misma
profundidad, el entendimiento humano no es idóneo para apoderarse racionalmente
de ella si no después de largo ejercicio. La humanidad, por consiguiente,
permanecería inmersa en medio de grandes tinieblas de ignorancia, si para
llegar a Dios sólo tuviera expedita la vía racional, ya que el conocimiento de
Dios, que haga a los hombres perfectos y buenos en sumo grado, lo verificarían
únicamente algunos pocos, y éstos después de mucho tiempo.
El tercer inconveniente es que, por la misma debilidad de nuestro
entendimiento para discernir y por la confusión de fantasmas, las más de las
veces el error se mezcla en la investigación racional, y, por tanto, para
muchos serían dudosas verdades que realmente están demostradas, ya que ignoran
la fuerza de la demostración, y principalmente viendo que los mismos sabios
enseñan verdades contrarias… Por esto fue necesario presentar a los hombres,
por vía de fe, una certeza fija y una verdad pura de las cosas divinas.
La divina clemencia proveyó, pues, saludablemente al mandar aceptar como
de fe verdades que la razón puede descubrir, para que todos puedan participar
fácilmente del conocimiento de lo divino sin ninguna duda o error” (Suma Contra
Gentiles, L. I, cap. 4).
(ii) Por último, una palabra sobre la psicoterapia –y la
pedagogía– y la inteligencia. En el plano de la inteligencia la psicoterapia realistas
y respetuosa del hombre debe plantearse el objetivo de que toda persona se guíe
por criterios sanos y conformes a la ley natural, la única capaz de garantizar
la perfección y la madurez humana. En este sentido, el psicoterapeuta debería:
a) Formarse un juicio adecuado de la mente del paciente (modo
de pensar, criterios, principios religiosos filosóficos y culturales). Lo mismo
se diga del pedagogo respecto de su discípulo.
b) Debe ofrecerle con respeto principios sanos, corrigiendo
los errores doctrinales que pueden estar en la base de sus conductas
patológicas o de su desorden de vida.
c) Debe apuntar a que la persona enferma comprenda el
sentido verdadero de las principales realidades que enfrenta en la vida, y cuya
incomprensión suele ser la base de los distintos problemas afectivos y
psíquicos, en particular el misterio del sufrimiento humano. Solo de este modo
será capaz de “encontrarle un sentido” a su dolor personal. En este aspecto
ofrece importantes aportes la escuela de la Logoterapia y de la búsqueda de
sentido, de Víktor Frankl.
BIBLIOGRAFÍA: Roger
Verneaux, Filosofía del hombre, cap.
VIII-XIII (libro que seguimos sustancialmente); Giménez Amaya, José Manuel, Mente y cerebro en la neurociencia
contemporánea. Una aproximación a su estudio interdisciplinar, http://www.bioeticaweb.com/content/view/4725/736/,
(26 de octubre de 2009); Pithod, A., El
alma y su cuerpo, cap. III, apéndice I: “Las relaciones entre mente y
cerebro: el aporte de J.C. Eccles, 100-106.