jueves, 23 de junio de 2011

NOTAS DE PSICOLOGÍA CATÓLICA (VI) LOS SENTIDOS EXTERNOS

VI. LOS SENTIDOS EXTERNOS
(Cf. S.Th, I, 78)

     “La función de los sentidos [externos] consiste en poner al ser vivo en relación con el mundo físico en que tiene que vivir, y al que, para vivir, tiene que adaptarse” (Verneaux).

     (i) Se distinguen tradicionalmente cinco sentidos externos: vista (sentido de los colores), oído (sentido de los sonidos), gusto (sentido de los sabores), el olfato (sentido de los olores) y el tacto (sentido de la resistencia).
     El sentido del tacto, sin embargo, es más bien un género que se divide en varias especies ya que tiene sus órganos receptores en las terminaciones nerviosas. Se divide en: sentido del tacto interno propiamente dicho (contactos y presiones que sentimos en las mucosas de los tubos digestivos, respiratorios, etc.), sentido kinestésico (sensaciones de movimiento), sentido de resistencia (sensaciones de modificación de nuestros órganos por presiones externas), sentido del esfuerzo  (sensación de tensión muscular), sentido del equilibrio, etc. [1]

     (ii) El sentido es una facultad, una capacidad de realizar actos. Es una potencia pasiva, aunque esto no significa que sea pura pasividad, sino que tiene poder de actuar. Kant, en cambio, decía que la sensibilidad es pura pasividad (“receptividad de impresiones”). Es pasivo en el sentido de que solo entra en acción si es movido (excitado) desde afuera: “el sentido es una potencia pasiva a la que es natural ser movida por el sensible exterior” (S.Th., I, 78, 3).
     Dice Verneaux que no es ni material ni espiritual: “No es puramente material, corporal, no se reduce al órgano. En efecto, si el órgano no está animado, a pesar de ser excitado, no proporcionará sensación. El sentido tampoco es espiritual. El funcionamiento de los órganos no es sola mente una condición de la sensación, es constitutivo de la sensación. Esta es el acto de un órgano. La prueba que santo Tomas da es que la intensidad de la excitación altera el sentido. «lo sensitivo recibe la acción de lo sensible por la mutación corporal» (S.Th. I, 75, 3 ad 2). Comparemos, por ejemplo, el deslumbramiento del ojo ante el sol y el deslumbramiento de la inteligencia ante un principio evidente: el ojo queda ciego durante un cierto tiempo, mientras que la inteligencia conserva toda su actividad. De ahí se sigue el principio: sentir es propio del compuesto. La fórmula completa es: «Sentir no es propio del cuerpo ni del alma sino del compuesto [de cuerpo y alma] (S.Th. I, 71 5). Hay que descartar, pues, el esquema cartesiano, que se ha hecho clásico: la cosa produce una impresión sobre un cuerpo vivo, es decir, animado, y esta impresión provoca una reacción original del ser vivo que es la sensación. No obstante, el sentido puede recibir el nombre de facultad del alma porque es el alma la que da vida al cuerpo y por lo tanto la posibilidad de sentir. Ella es la raíz de la sensibilidad” [2].

     (ii) El objeto de los sentidos externos. Cada uno de los sentidos externos o sensorios se especifica por su objeto propio, que es llamado “sensible propio” y es la “cualidad” que es captada exclusivamente por un sensorio (el color por la vista, el sonido por oído, etc.). Este es el objeto formal estricto de un sentido; por este objeto propio se distinguen los distintos sentidos externos.
     Aquellas cualidades que son captadas por más de un sensorio (el movimiento, el reposo, el número, la figura y la grandeza) se denominan “sensibles comunes”. Los sensibles propios junto a los sensibles “comunes” conforman lo que se llama “sensible per se” o directo (y que son los objetos que ejercen influjo real sobre los órganos de los sentidos externos).
     En cambio, se llama “sensible per accidens” –o indirecto– al objeto que no es captado propiamente por el sentido pero que, sin embargo, es conocido en cuanto concomitante a lo que es sentido (por ejemplo cuando decimos que sentimos “el auto” al oír el ruido del motor). El sensible “per accidens” en realidad no lo percibe el sentido sino que lo añade el espíritu al objeto directo; “es el conjunto de los elementos no-sentidos que el espíritu sintetiza a lo que se ha sentido, de tal modo que prácticamente resulta indiscernible [de él]” (Verneaux).

Sensible:
1. Per se:
a. Propio: cualidad captada exclusivamente por un sensorio.
b. Común: cualidad captada por más de un sensorio.
2. Per accidens: objeto captado como concomitante a lo que es sentido.

     (iii) El acto de los sentidos: la sensación. La sensación es un fenómeno psíquico que consiste en un acto de conocimiento que nos da información real sobre objetos reales; no capta la esencia de las cosas sino sus accidentes externos; ese conocimiento se denomina “intencional” porque hace referencia (tendere-in) a un objeto. Es un conocimiento inmediato e instantáneo. En la sensación el objeto obra inmutando el sensorio, que recibe esa acción al modo de su naturaleza (quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur) produciendo una “especie impresa sensible”, y el sensorio reacciona conociendo, pero no la especie sino que, mediante esta, conoce el mismo objeto que lo inmutó.

     (iv) Sentidos y educación: los sentidos externos no pueden educarse propiamente (es decir, creando en ellos hábitos operativos), pero pueden hasta cierto punto entrenarse, en la medida en que la voluntad puede moverlas a obrar con mayor atención (por ejemplo, cuando nos esforzamos en ver mejor, en oír mejor, etc.) (S. Th., I-II, 50, 3 ad 3).

     (v) Psicoterapia y sentidos externos: a menudo la psicoterapia tendrá el cometido de ayudar al paciente para que este entrene y maneje serenamente sus sentidos externos, ya que muchos problemas nacen de un uso incorrecto de sus sensaciones y la solución de muchos problemas dependerá de un buen funcionamiento de su sensibilidad correctamente reeducada. Proponemos para esto la reeducación de la receptividad-emisividad, según el método de Irala (que lo toma del Dr. Roger Vittoz) [3].


NOTAS

[1] Cf. Genta, Curso de Psicología, 186-189.
[2] Verneaux, R., Filosofía del hombre, 58.
[3] Irala, Control cerebral y emocional, cap. II-IV.

NOTAS DE PSICOLOGÍA CATÓLICA (V) LAS POTENCIAS DEL ALMA

V. LAS POTENCIAS DEL ALMA

     Vamos a tratar ahora de las potencias del alma en e. El término potencia está usado aquí en el sentido de “potencia activa”, es decir, una fuerza energética, una capacidad de actuar, o como suele decirse una “facultad”. En latín se usa el término “virtus”. Del alma brotan diversos tipos de potencias, a través de las cuales aquella se vuelve operativa, es decir, es principio de actos u operaciones.

El hombre tiene potencias

     (i) Nosotros hemos dicho que el alma es el único primer principio vital del ser humano; pero al mismo tiempo observamos que existe una multiplicidad de operaciones (sentir, crecer, querer, entender…).
     Lo explicamos con Vernaux: “La conciencia atestigua que realizamos ciertos actos psicológicos; es, pues, que tenemos la potencia de realizarlos... Si el opio hace dormir, es que tiene una virtud dormitiva. Si el hombre comprende ciertas cosas, es que tiene el poder de comprender que llamamos «inteligencia». Esta potencia activa es una facultad. Una facultad se definine, pues: un principio próximo de operación. El principio remoto es el hombre mismo que actúa por sus facultades…

     (ii) El hombre está constantemente en acto de vivir, pues su vida es su existencia misma; por lo tanto, no diremos que tiene la facultad de vivir. Su alma es el principio inmediato de su vida… En cambio, en la línea de la inteligencia, por ejemplo, la distinción es inevitable, pues el hombre no está siempre en acto de comprender. Sin embargo, incluso cuando duerme ¿no es inteligente? Sí, sin duda, en el sentido de que es capaz de hacer actos de inteligencia, lo que se conoce por los actos que precedentemente ha realizado”.
     Santo Tomás lo explica: “El alma, según su esencia, es acto. Por lo tanto, si la misma esencia del alma fuese el principio inmediato de su operación, todo el que tiene alma estaría siempre realizando en acto las acciones vitales, así como quien tiene alma está vivo… Pero el ser dotado de alma no siempre está llevando a cabo acciones vitales… Por lo tanto, hay que concluir que la esencia del alma no es su potencia, ya que nada está en potencia con respecto a un acto en cuanto que es acto” (S.Th. I, 77, 1) .

Distinción entre el alma y sus potencias

     (i) Las potencias se distinguen del alma de modo real, no sólo según nuestro modo de entender. Esto es claro porque son distintas entre ellas (es distinta la facultad de querer y la de entender). Por eso dice Santo Tomás: “en ninguna criatura la potencia operativa puede ser idéntica a su esencia” (S.Th., I, 54, 3; I, 77, 1).

     (ii) Las facultades son, pues, accidentes diversos de una misma substancia. No tienen existencia independiente, sino que existen en la substancia, enraizadas en ella, soportadas por ella. Esto significa también que no existen por sí mismas y no actúan por sí mismas, sino que el  hombre es quien actúa por ellas. Por eso dice Santo Tomás: “propiamente hablando no conoce el sentido o la inteligencia sino el hombre por uno y otra” (De veritate 2, 6, ad 3).

El principio de distinción

     ¿Cómo se distinguen las facultades entre sí? Lo expresa Santo Tomás diciendo: “Las potencias se diversifican por los actos y los objetos” (S.Th., I, 77, 3). Porque las potencias se ordenan a obrar, por tanto: por el acto es conocida la potencia. A su vez, el acto es relativo a su objeto, y por tanto se especifica por él. El objeto es el principio del acto, ya sea por ser su causa eficiente, cuando se trata de una potencia pasiva, ya sea como causa final, si es una potencia activa. Por tanto, cuando tenemos objetos formalmente distintos, tendremos actos formalmente distintos y consecuentemente potencias formalmente distintas. Pero deben ser objetos formalmente distintos. Por eso, diversos colores no determinan actos diversos, porque todos los colores, aun siendo distintos entre sí, son formalmente iguales, es decir, todos caen en la formalidad “color”, y determinan un solo acto (la visión) y una sola potencia (la vista).

Los géneros de potencias

     Se pueden distinguir tres géneros de potencias que emanan del alma: las facultades vegetativas, las sensitivas y las espirituales (S.Th, 78, 1).

     (i) Las potencias vegetativas conforman son las funciones primarias del organismo. No caen de modo directo bajo nuestra conciencia ni bajo nuestra libertad. Son tres funciones principales: la función nutritiva, la aumentativa o de crecimiento y la generativa (cf. S.Th., 78,2). La psicología no presta mucha atención a ellas y sus perturbaciones son tratadas directamente por la medicina clínica, aunque la psicología sí tiene en cuenta que los trastornos en alguna de estas funciones puede tener repercusiones sobre todo el organismo, constituyendo a veces la base física de trastornos anímicos (piénsese en las dificultades digestivas).

     (ii) Las potencias sensitivas son las que dependen del sentido y colocamos aquí tanto las facultades de conocimiento sensible como las facultades apetitivas sensibles.
     Las potencias sensibles de conocimiento son de dos tipos: externas (cinco) e internas (cuatro). Las apetitivas son dos: el apetito de placer (concupiscible) y el apetito de superación o lucha (irascible).

     (iii) Las potencias espirituales son las que tienen por sujeto inmediato al alma y son por naturaleza espirituales y son la inteligencia y la voluntad.

jueves, 2 de junio de 2011

NOTAS DE PSICOLOGÍA CATÓLICA (IV) EL CUERPO Y LOS INSTINTOS


IV. EL CUERPO Y LOS INSTINTOS


            Volvemos a tratar ahora del cuerpo, aunque ya lo hicimos en el punto II, pero ahora desde otra perspectiva.

1. El cuerpo es la dimensión material de la persona

            Es indudable que el cuerpo es la parte material del ser humano, pero, como ya hemos dicho, no se tratan de dos sustancias separadas sino que hay entre ambas dimensiones una unión substancial. Por este motivo, el cuerpo humano no puede ser reducido a un complejo de tejidos, órganos y funciones, ni puede ser valorado con la misma medida que el cuerpo de los animales, ya que es parte constitutiva de una persona que, a través de él se expresa y se manifiesta.

            En virtud de la asunción eminente, todo en el hombre es humano. Podemos expresarlo a modo de tesis usando la enseñanza de A. Pithod: “Todo en el hombre corresponde a la hominidad (esencia humana), y es esencialmente diferente de lo que se da en los entes de otra especie, a pesar de las similitudes aparentes”[1]. Esto se muestra:

    Por su singularidad biológica: la biología humana es propia suya, con elementos inconfundibles, pero especialmente por sus potencialidades admirables. Hay indudables semejanzas morfológicas, psicomotrices y sensoriales con los animales superiores (homínidos); pero el ser humano tiene peculiaridades específicas. Por ejemplo, es un ser erecto desde su aparición cósmica (los griegos acuñaron el término “aná-tra-ops” —ánthropos”—, el que mira hacia lo alto). Además, sus órganos reflejan maravillosamente la presencia de la inteligencia. Aristóteles decía que la inteligencia humana está presente en las manos (órgano de perfección con las que puede realizar todo lo que se propone). Se ve en la destreza psicomotriz de la bailarina o del deportista: no sólo tenemos la ductilidad de sus miembros (un felino puede ser superior) sino que trasparentan el genio de su cerebro: no es sólo habilidad, sino simbolismo, lenguaje, poder mental.
    Se manifiesta en el rostro humano; los animales no tiene rostro sino cara. El rostro = órgano expresivo superior de nuestros estados espirituales y afectivos (alegría, preocupación, tristeza, condolencia, satisfacción, malicia, etc.). El animal, en cambio, no tiene esta capacidad de expresión.
    El cerebro humano manifiesta una diferencia esencial con el animal en su capacidad de vida emocional que es infinitamente superior a la del animal. La emoción humana se conecta con las facultades espirituales tendiendo a espiritualizarse (asunción eminente). La afectividad humana es, por eso, más rica y esencialmente diferente de la del animal.
    La percepción sensible también es diferente de la percepción animal: el hombre ve inteligentemente, es decir, siguiendo un proceso de organización significativa de los datos sensibles. El mundo animal (que capta el animal) es distinto del mundo que percibe el ser humano. Esto se ve más que nada en aquellas cosas que no se relacionan de modo directo con las emociones (o sea, lo que no representa un carácter nocivo o benéfico, sino que es indiferente); tal vez el animal tiene una reacción “significativa” ante la huella de un animal enemigo, o ante el olor del alimento, etc., pero no capta nada en un atardecer, en un paisaje, etc.; el hombre sí.
    El lenguaje: los animales tienen un sistema de comunicaciones que alcanza para que exprese sus emociones (gritos y otros sonidos). También puede servirse de esta capacidad como función de señal, en la que un animal actúa como emisor de un “mensaje” de alerta o peligro para el resto de su bandada o manada. Pero hay dos niveles de lenguaje que los animales no alcanzan: la función descriptiva (“esto es verdadero o es falso”) y la función argumentativa. Y una prueba acabada es el fracaso del intento de enseñar a hablar a los simios. El simio desarrolla sus habilidades psicomotrices con mayor rapidez que el infante humano. Un mono de dos años es superior en habilidades psicomotrices a un niño de la misma edad. Pero esto no se ve en el lenguaje: el niño desde los primeros meses se prepara activamente en su aparato fonatorio, imita los sonidos que oye, goza con esta actividad y salta al plano del lenguaje en muy poco tiempo.

            Una importantísima consecuencia de orden práctico la podemos formular con las palabras de la Congregación para la Doctrina de la Fe:

“Una primera conclusión se puede extraer de tales principios: cualquier intervención sobre el cuerpo humano no alcanza únicamente los tejidos, órganos y funciones; afecta también, y a diversos niveles, a la persona misma; encierra por tanto un significado y una responsabilidad morales, de modo quizá implícito pero real. Juan Pablo II recordaba con fuerza a la Asociación Médica Mundial: «Cada persona humana, en su irrepetible singularidad, no está constituida solamente por el espíritu, sino también por el cuerpo, y por eso en el cuerpo y a través del cuerpo se alcanza a la persona misma en su realidad concreta. Respetar la dignidad del hombre comporta, por consiguiente, salvaguardar esa identidad del hombre corpore et anima unus, como afirma el Concilio Vaticano II (Const. Gaudium et Spes, 14,1). Desde esta visión antropológica se deben encontrar los criterios fundamentales de decisión, cuando se trata de procedimientos no estrictamente terapéuticos, como son, por ejemplo, los que miran a la mejora de la condición biológica humana»”[2].

            No se puede, por tanto, pensar que se actúa solo sobre el cuerpo humano sin que al mismo tiempo esta acción sea a favor o en contra de la persona toda.

2. El instinto animal y el instinto humano [3]

            En lo biológico se dan operaciones innatas e inconscientes, los instintos o tendencias instintivas, que precisamente porque son útiles para la vida del individuo y de la especie, son provistas por la misma naturaleza.
            El instinto es una operación innata (no adquirida con el correr de los años o de la experiencia), inconsciente (no se realiza conscientemente) y útil para la vida del individuo y de la especie. Es un mecanismo de reacción que sea ajusta a las necesidades del organismo del animal.

            En el animal irracional esos instintos tienen una medida determinada en cada especie y se cumplen estrictamente; el animal, en lo que su instinto le dicta, actúa con una eficacia sorprendente, pero no tiene la capacidad de salirse del marco de su instinto salvo en un espectro muy limitado. “La vida animal es, en todos los casos un sistema cerrado; tiene una medida determinada en cada especie y se cumple estrictamente, en su horizonte natural, a menos que obstáculos insuperables le impidan adaptarse al medio… La serie de movimientos de un acto instintivo es cumplida con una simplicidad que contrasta con la complejidad material del tema desarrollado. Es evidente una armonía predeterminada entre el animal y su medio circundante… El instinto no es irracional, en el sentido de un comportamiento sin orden, sin finalidad. Todo lo contrario, la inteligencia humana sigue con facilidad el desarrollo del movimiento instintivo: operación inteligible que termina en un resultado igualmente inteligible, es decir, útil a la vida del individuo y de la especie. La irracionalidad finca en que el animal no asume de antemano conciencia de los fines, ni de los medios proporcionados a su ejecución; obra de modo espontáneo, ajustándose inmediatamente a la situación y se da cuenta de la obra, cuando está terminada. Ejecuta sin reflexión, sin conocimiento previo de la razón de su comportamiento… El animal… cumple sus acciones pasivamente… Esta iniciativa suele impresionar como inteligencia del propio animal porque el cuadro total de la operación es un orden, una estructura de sentido, una forma perfecta: testimonio visible de una Inteligencia previsora que no reside en el animal misma, pero que se nombra (= manifiesta) en sus claros movimientos” (Genta).

            En el hombre, en cambio, el instinto es ininteligible por sí mismo. En el ser humano, los instintos (de supervivencia, de perpetuación de la especie, etc.) no tienen la perfección del instinto animal porque los instintos humanos exigen ser completados con el ejercicio de la libertad. Precisamente lo que completa esta carencia instintiva (el hombre viene al mundo en un estado de impotencia superior al de los irracionales) es la educación que se supone debe recibir de quienes lo traen al mundo. Por eso se puede decir que trae al mundo una especie de instinto de veneración (Genta) hacia el adulto que lo lleva a mirarlo con admiración, a contemplarlo e imitarlo.

            Estos instintos se dividen en primarios (de nutrición, de reproducción y de dominio) y secundarios (son los propios de cada edad de la vida: infancia, adolescencia, juventud, etc.).

            Freud enseñó el monoinstintivismo, es decir, la reducción del mundo afectivo a un instinto único que para él era el instinto sexual.

3. La base temperamental

            Los instintos humanos son universales, es decir, se dan en todos los seres humanos, pero el modo en que se presentan en cada individuo dependerá de su propia constitución biológica y, en particular del modo de su funcionamiento glandular. He aquí un cuadro del modo en que F. Bednarski presenta el tema [4]:
            Dice el mismo: “Hoy el temperamento es considerado como una disposición constante, condicionada por la secreción de las glándulas endócrinas y por la constitución neurótica, que determina el modo de reaccionar a los impulsos veloz o lentamente, fuerte o débilmente, por breve o por largo tiempo. El temperamento depende en particular de la secreción pituitaria (de la hipófisis), de la tiroides y de las suprarrenales –en cuanto tal secreción determina la preponderancia del impulso a la lucha o a los placeres”. Y a continuación sugiere el esquema siguiente:





            Sigue luego diciendo: “En este esquema en lugar de los cuatro humores propuestos por Hipócrates, se toman en consideración la hiperfunción o la hipofunción de las tres glándulas complementarias endócrinas. Algunos autores usan como criterio de la división de los temperamentos (o de la tipología) la morfología (distinguiendo tres tipos: leptosómico, atlético y ciclotímico) o el aparato autónomo de la vida vegetativa: simpático y ciclotímico… Pero la mayor parte de los hombres son tipos «mixtos» sin posibilidad de ser referidos a tipos puros, porque la personalidad de cada hombre es una resultante muy compleja de actitudes más o menos independientes, no fundamentalmente antagónicas y exclusivas. Por ejemplo, no todos los adolescentes sanguíneos son muy emotivos, impulsivos, rápidos, inteligentes, descontentos; y no todos los flemáticos son asiduamente aplicados al trabajo, prudentes, tolerantes, etc.”
            Algunos califican el temperamento a partir de cinco atributos que lo componen y que en cada individuo se dan de modo diverso: (a) el nivel de actividad o ritmo o vigor; (b) la facilidad e intensidad con que se molesta frente a eventos negativos; (c) la facilidad con que se calma tras haber estado molesto; (d) el miedo o preocupación ante estímulos intensos o muy desusados; (e) la sociabilidad o receptividad a los estímulos sociales.

            La afectividad de cada persona depende mucho de sus temperamentos, es decir, de estos modos de reaccionar ante lo que produce placer o dolor, o ante lo que implica dificultad.

4. El carácter

            Pero el temperamento no determina a la persona sino que la orienta en una dirección o en otra. Ella puede modificar sus tendencias instintivas y su base temperamental mediante la adquisición de hábitos, creando así un marco de conducta. El conjunto de esos hábitos operativos desarrollados por la persona se denomina carácter.

            El trabajo psicoterapéutico consistirá en gran medida en la ayuda prestada a un paciente para que este pueda desarrollar, bajo la guía segura del terapeuta, un conjunto de hábitos positivos que permitan al paciente, un uso equilibrado de sus cualidades. Volveremos sobre este tema más adelante, al hablar de la formación de la voluntad.

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NOTAS

[1] Pithod, A., El alma y su cuerpo, Buenos Aires (1994), 44.
[2] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum vitae, Introducción, 3.
[3] Genta, Curso de Psicología, Buenos Aires (1969), 91-96.
[4] Bednarski, F.A., L’educazione dell’affettività alla luce della psicología di S. Tommaso d’Aquino, Milano (1986), 22-23.