X. LA VOLUNTAD
Pasamos ahora a tratar sobre la
facultad volitiva, o apetito intelectual, o también apetito racional. Se trata
de la tendencia despertada por el conocimiento intelectual de un bien, o
tendencia hacia un bien concebido por la inteligencia.
Vamos a tocar algunos puntos
fundamentales: una aproximación descriptiva, luego veremos la naturaleza de la
voluntad, finalmente la relación entre la voluntad y las demás potencias, y algunos
corolarios pedagógicos.
1. Aproximación fenomenológica
(i) Si bien no hay mayores dificultades
en distinguir una tendencia o inclinación de un conocimiento, no resulta tan
fácil distinguir entre tendencias de orden sensible (deseo, pasión) y
tendencias de orden intelectual (querer).
En el lenguaje corriente a veces se
dice “quiero” cuando, en realidad, lo que se experimenta es “deseo”. Otras
veces sucede lo contrario: se dice “deseo” y en realidad se está expresando un
auténtico querer volitivo. La diferencia entre una y otra tendencia radica en
la naturaleza del bien que es querido o deseado. La voluntad se dirige hacia
cosas concretas pero movida por un bien captado por la inteligencia en esas cosas
y por tanto de orden no sensible. En cambio el deseo afectivo o pasional se
mueve por un bien de orden sensible. En el próximo punto veremos en qué cosas
radica la sustancial diferencia entre el querer de la voluntad y las tendencias
sensibles.
(ii) Describamos por ahora el acto
auténticamente voluntario, es decir procedente de la facultad que es la voluntad.
El llamado acto voluntario es un proceso con distintos momentos o fases en las que
van interactuando la inteligencia y la voluntad. La filosofía clásica ha
distinguido doce fases de este proceso: cuatro respecto del fin, cuatro
respecto de los medios y cuatro respecto de la ejecución.
Expresadas en forma de cuadro
tendríamos el siguiente esquema:
ACTOS DE LA INTELIGENCIA
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ACTOS DE LA
VOLUNTAD
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I. ORDEN DE LA INTENCION DEL FIN
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1. Simple
aprehensión del fin
simplex aprehensio
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2. Primera complacencia del fin
simplex volitio
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3. Juicio de conveniencia
iudicium de
possibilitate
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4. Intención del fin
intentio finis
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II. ORDEN DE LA ELECCION DE LOS MEDIOS
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5. Deliberación
consilium
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6. Complacencia
consensus
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7. Ultimo juicio práctico
iudicium
discretivum
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8. Elección
electio
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III. ORDEN DE LA EJECUCION
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9. Orden o mandato
imperium
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10. Uso activo de la voluntad
usus activus
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11. Ejecución usus pasivus
(puede ser de otra potencia)
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12. Goce
fruitio
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Expliquemos brevemente lo que significa
cada uno, poniendo un ejemplo de un acto voluntario ordinario, por ejemplo, la
decisión de tomarse unas vacaciones en Europa.
1º El punto de partida está en la
inteligencia: se denomina simple
aprehensión del bien; por ejemplo se cruza por nuestra mente la buena idea
de viajar a Europa.
2º Este simple pensamiento despierta en
la voluntad una complacencia no deliberada,
espontánea, necesaria: “Realmente sería hermoso viajar a Europa”. Esto se
despierta a pesar de que ese bien sea imposible de alcanzar. Se llama veleidad.
Podemos detener el proceso aquí, que es lo que sucede a muchas personas que no
pasan de este estadio: los veleidosos. Pero si el atractivo es muy fuerte el
proceso puede continuar en el siguiente paso.
3º Si el atractivo es intenso la
inteligencia, movida por esa complacencia, pasa a examinar más atentamente este
pensamiento para ver si es posible y bueno aquí y ahora, y si me conviene a mí:
es lo que se llama el juicio de
posibilidad, porque se juzga si es posible o no. “Realmente es muy
conveniente para mí un viaje a Europa en estos momentos de mi vida”.
4º Supuesto que ese bien sea posible,
la simple complacencia se transforma en intención
de conseguir ese bien: “Pues entonces quiero ir a Europa”. En esta intención
está implícita la voluntad de poner los medios necesarios, pero como todavía no
los conocemos, no los queremos formalmente.
Con esto se cierra la etapa que tiene
por objeto el fin del acto. Lo siguiente es un proceso semejante pero respecto
de los medios.
5º La intención de alcanzar el fin
provoca la búsqueda de los medios que pueden conducirnos a él; este es un
trabajo intelectual que se denomina deliberación
o investigación acerca de los medios. “¿Tengo algún medio para hacer realidad
un viaje a Europa? ¿Cómo podría conseguir dinero? ¿Quizá con un trabajo extra,
o pidiendo un préstamo, o hablando con esa tía que siempre está dispuesta a
ayudarme? ¿Encontraré pasajes?” Etc. Si no encontramos medios todo se detiene;
nos damos cuenta de que nos hemos equivocado. Supongamos que encontramos
medios.
6º Entonces consentimos en estos medios con vistas al fin que queremos
alcanzar, aunque a veces, una vez que vemos cuáles son los medios eficaces, no nos
animamos porque vemos que son muy difíciles y todo el proceso se detiene
quedándonos en meras intenciones; por eso se dice que “el infierno está
pavimentado de buenas intenciones” que no se han convertido en realidad. Cuando
el análisis del 5º paso dio como resultado el descubrimiento de un solo medio
entonces este paso 6º se identifica con el 8º. Pero si aparecieron varios
medios y todos nos parecen aceptables, el proceso sigue con el siguiente paso.
7º El consentimiento o aceptación de
los diversos medios empuja a la inteligencia a un último análisis de los medios
para establecer cuál de ellos es el más fácil, el más directo, o el más eficaz.
Esta investigación también se la llama deliberación
como el paso 5º pero para distinguirla de él se añade deliberación discretiva o también “último juicio práctico”, o
también “juicio de elección”. El resultado es establecer un juicio de
conveniencia: “el medio que más me conviene a mí es este concreto”. En nuestro
ejemplo: “Lo más conveniente me parece recurrir a mi tía”.
8º Este juicio deliberativo termina con
la elección de un medio con exclusión
de los otros: “Está decidido: voy a pedirle un préstamo a mi tía”. Éste es el
acto central de la voluntad: la elección o decisión. A pesar de que pongamos
este paso después del anterior, hay que dejar en claro que esa deliberación
respecto de cuál es el medio más conveniente para mí aquí ahora, en última
instancia lo decide la voluntad. Es la voluntad la que, al inclinarse por un
medio concreto manda a la inteligencia que “prefiera” un medio determinado como
el mejor (así el ladrón siempre elige robar como el mejor medio para ganarse la
vida mientras que el honesto se decide por trabajar). Esto explica que muchas
veces nos decidamos por un medio que sabemos que no es el mejor objetivamente
hablando, pero que es el que más me gusta o el que más me conviene en este
momento. Aquí se ve claramente la mutua influencia entre la inteligencia y la
voluntad.
Con esto termina la segunda fase
dedicada a los medios.
9º Una vez hecha la elección sigue la
ordenación de las operaciones que hay que realizar. Se trata de un trabajo
intelectual que recibe el nombre de “imperio”
y consiste en prever y combinar, poner en orden en nuestra cabeza la serie de
actos que tendremos que ejecutar: “Tengo que bañarme, ponerme el mejor traje,
buscar en el ropero la espantosa corbata que me regaló mi tía hace tres años y
que la tengo escondida para que no la vean mis amigos, comprar un ramo de
flores y ensayar varias veces mi mejor sonrisa delante de un espejo, encaminarme
a su casa y después de elogiarle el jardín y los cuadros dirigirle el más
elocuente de mis discursos explicándole la importancia capital que tiene para mí
un viaje a Europa en estos momentos, como si de esto dependiese mi vida...”
10º Entonces la voluntad pone
movimiento las facultades que deben operar, aplicándolas a su actividad para
realizar aquellos actos que hemos descrito en el punto anterior. Las facultades
movidas por la voluntad pueden ser la inteligencia o cualquiera de las otras
facultades: afectos potencias motoras… Algunos autores llaman a esta fase “uso activo de la voluntad”, es decir
actividad volitiva motora.
11º Sigue, de parte de todas las
potencias implicadas, su actuación, bajo el imperio de la voluntad. Este paso
en los actos intelectuales (por ejemplo, si se trata de estudiar, investigar,
memorizar...) es realizado por la inteligencia; pero si se trata de acciones
que involucran otras potencias, como en el ejemplo que hemos puesto, implicará el
movimiento de estas (piernas, sonrisa, palabras…). Se lo llama “uso pasivo”, es decir: ser movidas,
estas potencias, por la voluntad.
12º Por último, si todo salió como
esperábamos, se sigue el gozo de
obtener el fin que habíamos buscado. Y ahí estamos, recorriendo Europa con el
pasaje que nos ha comprado nuestra tía y algunos euros de más que nos ha regalado
para que nos tomemos un café en París.
2. Naturaleza de la voluntad
Respecto de la naturaleza de la
voluntad tenemos tres posiciones contrapuestas: el sensualismo, el
intelectualismo y la equilibrada teoría aristotélico-tomista.
(i) El sensualismo reduce la voluntad a
la emoción o pasión [1]. Esto se conoce como “teoría afectiva de la voluntad”.
Por ejemplo, Wundt afirma que la existencia de una voluntad no basada en los
sentimientos y emociones es una mera ficción de la filosofía. Algo semejante
enseña Condillac, para quien la voluntad no es más que un deseo sensible
predominante. Pero, como señala Lersh, la equiparación entre la voluntad y los
procesos endotímicos (o sea, las tendencias neurovegetativas y las emociones)
es insostenible si se piensa seriamente en la muy diversa peculiaridad
fenomenológica de estas últimas y los procesos de la voluntad propiamente
dicha.
Lersh explica que todas las vivencias
tendenciales y emocionales tienen un signo común: se originan en un fondo
anímico que no es controlable por el Yo consciente; tienen, como dice Klages,
un carácter pático (de “pasjein”: padecer, recibir un influjo; de aquí viene pasión); las vivencias endotímicas son
páticas en la medida en que nos domina un estado de ánimo; de hecho “somos
afectados” por los estados de miedo, entusiasmo, ira, admiración...
La voluntad, en cambio, es lo contrario
de una realidad pática: en ella el hombre se siente como un Yo consciente, no
impulsado, ni gobernado pasivamente, sino dirigiendo activamente, como quien
decide si debe realizar un movimiento. En la voluntad, vista
fenomenológicamente, el Yo se eleva, como la tierra firme de una isla, sobre el
mar tormentoso de las vivencias endotímicas.
Podríamos apelar también a otros
argumentos; por ejemplo la voluntad deriva de la concepción de un bien,
mientras que el deseo deriva de la percepción sensible de un bien o de la imaginación
del mismo. Además, hay casos en que decidimos contra los deseos más vivos, sin
ningún entusiasmo, fríamente, porque sabemos que tal deseo es desordenado.
(ii) El intelectualismo o racionalismo,
por ejemplo en Spinoza, reduce todo al entendimiento. “Por voluntad entiendo la
facultad por la cual el alma afirma o niega lo que es verdadero o falso, y no
el deseo por el cual apetece o aborrece las cosas” (Ethica, 11,48). “La
voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo. Demostración: La voluntad y el
entendimiento no son nada aparte de las voliciones e ideas singulares mismas.
Pero la volición y la idea singular son uno y lo mismo. Luego la voluntad y el
entendimiento son uno y lo mismo” (Ethica, 11,49).
Es cierto que en el origen de todo acto
voluntario hay una idea; pero no puede reducirse la voluntad a la mera
ideación. Entre otras cosas, porque hay casos en que ideas muy claras no llevan
consigo ningún acto; por ejemplo, la idea de triángulo no genera ningún impulso,
al menos para nosotros; vaya a saber cómo reaccionaba Spinoza. Si se
identifican, no se entiende lo que nos muestra nuestra misma experiencia.
(iii) La explicación del tomismo afirma
que la voluntad es una facultad espiritual apetitiva, es decir una tendencia
del alma hacia un bien concebido por la inteligencia. Es la facultad de querer.
Es una facultad espiritual del mismo modo que la inteligencia. El objeto al que
se dirige es espiritual porque es concebido por la inteligencia, y si el objeto
(el bien) es espiritual, también el acto de querer es espiritual, y por lo
mismo la facultad que lo ejerce también es espiritual. Estas afirmaciones nos
obligan a hablar, a continuación, del objeto de la voluntad y luego de su acto;
de esa manera nos quedará más clara la naturaleza de la voluntad.
(iv) El objeto de la voluntad es el
bien. Propiamente hablando es el bien concebido por la inteligencia. Esto es un
hecho primario, de experiencia, por eso estrictamente hablando no se puede
demostrar, sino explicitarlo. Todos tenemos experiencia de que nos movemos
siempre buscando un bien; precisamente definimos el “bien” como aquello que
atrae nuestro apetito. El principio filosófico “todo agente obra por un fin”,
se entiende en el sentido de que obra por un bien. Una cosa es buscada como fin
porque es percibida como un bien para el sujeto que la busca. Esto significa
que el mal nunca puede ser deseado por sí mismo, no puede ser amado; cuando
alguien quiere o desea un mal para sí mismo o para otro, en realidad quiere un
bien: el bien que se sigue de causar ese mal. Por ejemplo, si un joven se
droga, no lo hace por el daño que le causa la droga, sino por el placer que
ésta le produce. Y en el caso del que se droga porque quiere hacerse daño e
incluso suicidarse, el móvil es el bien que él percibe en esta acción de
hacerse daño; quizá ese bien sea llamar la atención de sus padres que lo han
abandonado, o expresar su rabia por la vida, u otras razones semejantes. Pero
siempre percibe una razón de bien. Esto no significa que la persona no sea
consciente de que está realizando un mal, o incluso de que está cometiendo una
grave ofensa contra Dios, sino que aun en este caso está haciendo esto bajo razón de bien.
(v) Al decir que es un bien concebido
por la inteligencia, estamos afirmando que no puede quererse lo que no se
conoce; la psicología tomista tiene este axioma: “Nihil volitum nisi
praecognitum”, no puede quererse nada que no haya sido previamente conocido.
(vi) Afirmar que la voluntad tiene por objeto
el bien implica que ella ama necesariamente el bien puro y perfecto, el Bien
absoluto, el cual constituye su fin último y es presentado por la inteligencia
como un ideal (cf. S.Th., I, 82, 1; I-II, 10, 1). Es una necesidad de su
naturaleza; considerada la voluntad en este movimiento espontáneo y natural
recibe el nombre de “voluntas ut natura”, voluntad en cuanto naturaleza; se
opone a la voluntad libre, “voluntas ut libera”. La voluntad, considerada en su
inclinación natural, tiende necesariamente al bien absoluto, buscado como
felicidad (o simplemente dicho: busca natural y espontáneamente la felicidad); pero
ella no ve el objeto concreto en el que se realiza este bien absoluto, tarea
que tiene que ser el resultado de nuestra investigación personal. Es por este
motivo, que algunos colocan su felicidad en las riquezas, otros en los honores,
en el poder, en el placer, en la ciencia o en la virtud... Un trabajo serio y
sereno e imparcial de investigación es posible a todo hombre; Santo Tomás le
dedica, siguiendo a Aristóteles, un estudio particular al preguntarse
precisamente cuál es el objeto que puede satisfacer plenamente todas las
aspiraciones humanas (cf. S.Th., I-II, 2). Indudablemente un estudio de este
tipo sólo puede ser realizado de modo imparcial en la medida en que uno no sea
esclavo de ninguna pasión; porque si las pasiones, como ya hemos visto,
enceguecen o al menos tuercen nuestros juicios, debemos suponer que en ningún
campo lo harán como en este, en el que se juegan tantos intereses, y en el
cual, no sólo está implicado el descubrimiento de la verdadera felicidad, sino
la exigencia, quizá, de cambiar totalmente de conducta (la conversión del
corazón).
(vii) Hemos dicho que el objeto de la
voluntad es el bien; debemos hacer ahora una precisión importante: si el bien
conocido por la inteligencia es el objeto de la voluntad, sin embargo para que
este bien mueva la voluntad debe ser percibido no sólo como un bien, sino como
un “bien para mí”, o sea, un bien conveniente.
Si una realidad es percibida como un bien, pero no como un bien conveniente,
solamente es objeto teórico de la voluntad, pero la voluntad no se mueve a
quererlo. Este es un elemento fundamental a la hora de educar la voluntad: si
no se logra que algo sea percibido como conveniente para el sujeto, es decir
atractivo, apetecible aquí y ahora, la voluntad no se moverá, permaneciendo en
estadios previos al querer, como la veleidad.
(viii) La espiritualidad de la voluntad
puede ser captada por una capacidad que le es propia: la de reflexionar; no
entendamos reflexión en el sentido de autoconocimiento, sino en el sentido de “ser
capaz de volver (flexionar) sobre sí misma”. De forma magnífica expresa esta
experiencia San Agustín cuando dice: “Aun no amaba y ya amaba (= quería) amar;
buscaba algo para amar, amando (= queriendo) amar” (Confesiones, III,1). Esta es la reflexión de la voluntad: ella
puede querer querer o amar amar; la experiencia nos muestra que si se ama a
alguien, también se ama el amor que se siente por esa persona. ¿Por qué es esto
posible? Explica Santo Tomás: porque el acto de querer es un cierto bien; por
tanto nada impide que queramos ese bien, es decir, que queramos el querer. Es
más Santo Tomás afirma que siempre que uno ama algo, ama el amar ese algo
(S.Th., II-II, 25, 2). ¿Y qué pasa cuando alguien siente que odia un
determinado querer; por ejemplo, una persona que se da cuenta de que se ha
enamorado de quien no corresponde, por ejemplo, de una persona casada, y siente
disgusto por experimentar ese amor, al mismo tiempo que no puede dejar de
experimentarlo? En este caso lo que verdaderamente ocurre es que el amor que se
experimenta hacia esa persona es propiamente un amor afectivo y sensible,
mientras que el aborrecimiento de ese sentimiento es un acto de la voluntad
espiritual. O bien, puede suceder que se trate de un amor espiritual pero no
puro, sino mezclado con odio: amo a este hombre en la medida en que me parece
bueno, y lo odio en la medida en que me parece malo (porque me lleva a una
relación prohibida y destructora).
(ix) Hemos dicho que el bien tiene
razón de fin, es decir de aquello en lo que termina el movimiento de nuestro
apetito. La noción de fin se
desdobla: el bien que es querido por sí mismo, como término último de mi
tendencia, se denomina propiamente fin; pero cuando es un bien que a su vez se
ordena a otro bien que está más allá (por ejemplo, quiero comprarme un teléfono
[bien inmediato] para poder llamar a mis amigos [bien que está más allá]) se
denomina fin intermedio, o, como usa
Santo Tomás, “aquello que se ordena al fin”; vulgarmente usamos la expresión “medios”,
que no es tan exacta. Cuando un fin termina una serie particular de acciones
(por ejemplo, estudio para rendir, rindo para aprobar, quiero aprobar para
recibirme de psicólogo) ese fin (recibirme de psicólogo) se llama “fin último particular”
(porque es el fin último de una serie ordenada de acciones). En cambio, cuando
hablamos del fin que termina todas
las acciones de la vida se llama “fin último de toda la vida” o “fin último absoluto”.
3. El acto voluntario
(i) Pasamos ahora a hablar del acto
voluntario. Se define como acto voluntario aquel que procede de un principio
intrínseco (la voluntad) con conocimiento del fin. El modo de proceder puede
ser muy diverso:
a) Puede emanar de la voluntad de
manera directa y propia, como el querer, tender, amar, desear y
gozar. La filosofía llama a estos actos “elícitos”.
b) Puede tratarse, en cambio, de actos imperados: un acto imperado procede de
forma inmediata de una facultad distinta de la voluntad (por ejemplo, estudiar
procede de la inteligencia, caminar de las piernas) pero bajo el influjo de la
voluntad que manda, impera, ese acto (el acto es: querer estudiar o querer
caminar).
c) También podemos estar ante un acto
que en sí es involuntario, pero procede de la voluntad de manera mediata, o más propiamente hablando, procede
“de una causa voluntaria”. Esto ocurre cuando un acto es realizado por una
persona que no es plenamente dueña de sí misma (por ejemplo, el drogado o el
borracho que golpea o mata a una persona), pero sí ha sido voluntaria la acción
que lo puso en este estado (el emborracharse o el drogarse). Así, la persona
que, manejando ebria, atropella a un transeúnte, puede ser responsabilizada del
accidente causado si en el momento de emborracharse era consciente de que más
tarde iba a tener que manejar y que de esa manera corría el riesgo de causar
algún accidente, y a pesar de eso bebió de más. En este caso se lo considera
culpable al menos en parte. Su acto es voluntario “en su causa” porque es
voluntario el acto que ha causado la borrachera que a su vez ha causado el
accidente.
d) Otras veces el acto de la voluntad
está mezclado de involuntariedad; es decir, el acto en parte se quiere y en
parte no se quiere. Huelga decir que el querer es más fuerte aquí que el no
querer, por eso estamos frente a un acto; si hubiese sido más fuerte el no
querer, no tendríamos ningún acto. Un ejemplo típico es el acto por el cual
entregamos “voluntariamente” nuestro dinero al ladrón que nos apunta con un
revólver amenazando nuestra vida. No cabe duda que aquí ahora, bajo estas
circunstancias, quiero darle mi dinero para conservar mi vida, pero se lo doy
con “repugnancia”; bajo otras circunstancias, por ejemplo si solo me amenazarse
con insultarme, no se lo daría. Esto se llama “voluntario mixto”.
(ii) Hemos dicho que el acto voluntario
procede de la voluntad con conocimiento del fin. El conocimiento es un elemento
determinante del acto voluntario. Si no hay ningún tipo de conocimiento no estamos
ante actos voluntarios, por más que los realice un ser humano. Tal es el caso
de los actos que puede realizar un sonámbulo, una persona hipnotizada, o una
persona dormida; o también los actos que realizamos sin ningún tipo de
advertencia (totalmente distraídos). Hace falta pues que haya algún tipo de
conocimiento de lo que estamos haciendo; pero no hace falta que ese
conocimiento esté presente en el momento mismo en que se realice el acto, ni
que sea tan perfecto que alcance a conocer los detalles específicos de ese
acto. Expliquemos estos términos:
a) El caso más sencillo es el del acto
en el cual el conocimiento es claro, pleno y actual (porque soy consciente de
todos los elementos de lo que estoy haciendo).
b) También tenemos el caso en que el
conocimiento se coloca al comienzo del acto o incluso en un acto anterior que es
causa de este (como ya vimos en el voluntario en su causa), y el acto que ahora
se está realizando, aunque no goce de una conciencia actual, sin embargo está
realizado por influjo de un conocimiento previo; influjo que sigue actuando hasta que se termina el acto.
De esta manera realizamos gran parte de nuestras acciones. Por ejemplo, todos
nosotros queremos conocer mejor este tema de la voluntad, por esta razón hemos
venido a escuchar esta clase o estamos leyendo este apunte; sin embargo ninguno
de nosotros está pensando en este preciso momento sobre la intención que nos
mueve; esto lo hicimos al comenzar el acto y ese conocimiento continúa influyendo
en el momento presente.
c) Finalmente decimos que para que un
acto sea voluntario basta que el conocimiento recaiga sobre lo genérico de la
acción que estamos realizando, sin que haga falta que yo conozca todos los
detalles de la misma. Por ejemplo, para que cometa un pecado basta que yo sepa
que tal acción que estoy por realizar es mala y prohibida; aunque no esté muy
seguro contra cuál mandamiento de la ley de Dios estoy obrando.
(iii) El juicio moral sobre un acto humano se realiza tomando en
consideración tres elementos fundamentales: la acción que es elegida (objeto
moral del acto), la intención con la cual se realiza dicha acción (fin moral
del acto), y las circunstancias en las cuales se realiza el acto.
a) Lo primero que se toma en
consideración es la acción elegida, moralmente considerada (¿qué es lo que
pretendo hacer?; por ejemplo, pasear, estudiar, asesinar a alguien, hablar por
teléfono...) Esto se denomina “objeto moral”. Por supuesto no nos referimos a
la acción materialmente considerada sino a su cualidad moral. Es decir, ¿esta
acción contradice las reglas morales grabadas en nuestra naturaleza, o la ley
divina, o alguna ley humana justa? La respuesta a estas preguntas puede ser
triple: o respeta esas leyes, y entonces este acto es bueno por su objeto, o va
contra alguna ley y entonces es malo e injusto, o no está contemplado por
ninguna ley (por ejemplo, pasear u oler una flor) y entonces es indiferente.
b) Lo segundo es el fin que se persigue
con esta acción: ¿para qué quiero pasear, con qué intención cometo este homicidio,
qué pretendo con esta llamada telefónica? Nos preguntamos aquí por el fin
moral, es decir ¿se persigue un fin bueno o un fin malo con esta acción?
Las posibilidades que se siguen de la
conjugación entre el objeto moral (acción elegida) y el fin moral (motivo por
el cual elijo hacer aquella acción) nos pone frente a varias posibilidades:
- Una
acción buena (curar a un enfermo) hecha por un fin bueno será siempre
buena, aunque puede ser más buena o menos buena según la bondad del fin
(por ejemplo, si lo hago solamente por compasión, o si lo hago por amor de
Dios).
- Una
acción buena (curar a un enfermo) hecha por un fin malo (servirme de él
como esclavo cuando esté sano) se vuelve totalmente mala.
- Una
acción mala (hacer morir a un enfermo) hecha por un fin bueno (aliviar a
su familia de este peso) sigue siendo mala. Vale aquí plenamente el
principio: “el fin no justifica los medios”.
- Una
acción mala (hacer morir a un enfermo) hecha por un fin malo (quedarme con
su dinero) puede volverse más mala todavía.
c) Lo tercero que debo considerar son
las circunstancias en que se realiza ese acto. Tradicionalmente se señalan
siete circunstancias que pueden influir en la moralidad de la acción:
- el tiempo en que se realiza el acto (quando);
- el lugar en que es hecho (ubi);
- el modo de hacerlo (quómodo);
- la materia sobre la que versa (circa quid o quid);
- la cualidad del sujeto que lo realiza (quis);
- los motivos circunstanciales que mueven a
realizarlo (cur);
- los medios empleados para su ejecución (quibus auxiliis).
El principio moral con el que se hace
el juicio moral global es: “una acción es buena cuando los tres elementos
(objeto, fin y circunstancias) son buenos; y el malo cuando cualquiera de ellos
es malo” (bónum ex íntegra causa, málum
ex quocumque defectu).
4. La voluntad y las demás potencias
¿Cuál es la relación entre la voluntad
y las demás potencias?
(i) El punto más discutido en la
historia de la filosofía es el de la preeminencia de la inteligencia o de la
voluntad. Para el objetivo de nuestro estudio este tema es relativamente
secundario, por esta razón nos limitamos a presentar la discusión. Se oponen
los que dan la preeminencia absoluta a la inteligencia (intelectualistas) y los
que dan la preeminencia absoluta a la voluntad (voluntaristas). Santo Tomás no
se ha limitado a una respuesta simple sino a una teoría mixta, estableciendo
una doble consideración de las relaciones entre inteligencia y voluntad. Quien
más ha estudiado este tema ha sido Cornelio Fabro el cual sostiene que la
solución más acorde con todos los
textos de Santo Tomás (porque en las discusiones de escuela unos usan unos
textos dejando de lado los otros y viceversa) es que: la inteligencia tiene un
primado formal y objetivo (es decir tiene una anterioridad operativa ya que el
intelecto funda toda la actividad voluntaria, aunque más como “condición” que
como causa, es decir que no podemos querer si previamente no conocemos, pero el
conocimiento no mueve a la voluntad sino que es condición de la misma; puedo
conocer claramente lo que hay que hacer y no querer hacerlo); y hay un primado
real y subjetivo de la voluntad, es decir una superioridad metafísica y
existencial (es decir en el dinamismo de la acción y de la formación de la
persona mediante el ejercicio de la libertad, la voluntad tiene el primer
puesto no sólo como principio universal activo moviente sino también, y sobre
todo, como principio formal moral) [2].
(ii) En cuanto al mutuo influjo entre
la inteligencia y la voluntad debemos decir que se da una doble moción. La
inteligencia mueve la voluntad presentándole el objeto, por tanto desde el
punto de vista del contenido y determinación del acto. La voluntad mueve la
inteligencia en cuanto al ejercicio del acto: la inteligencia se mueve a
entender porque la voluntad quiere que la inteligencia entienda.
(iii) La relación entre la voluntad y
las pasiones es también de un influjo mutuo. Por un lado, las pasiones pueden
mover la voluntad de modo indirecto; ante todo, porque tienen un sujeto común
que es el hombre, por lo cual, cuando la pasión modifica las disposiciones del
hombre, también modifica la estimación que tiene de los bienes y de los males
(si estoy enojado, consideraré que no es desubicado decir cosas que no diría
cuando estoy calmado); también influye en la medida en que la pasión absorbe
gran parte o toda la atención, lo que hace más difícil nuestros actos
voluntarios; finalmente influye cargando de contenido pasional, mediante la imaginación,
el objeto que luego la inteligencia presentará a la voluntad como “necesario”
de ser querido (cf. S.Th., I-II, 9, 2; 10, 3; 77, 1). También la voluntad puede
gobernar las pasiones aunque no con un poder absoluto sino solamente con un
poder relativo, o político, según la
fórmula de Aristóteles. Esto lo hace la voluntad apartando la atención del
objeto que seduce y dirigiéndola a otra cosa; también imperando acciones
físicas que aparten la presencia o la imaginación del objeto (por ejemplo,
yéndose del lugar de tentación, apartando la vista, haciendo algún ejercicio
físico...).
5. La elección y la libertad del acto
humano
Al hablar de los distintos pasos del
acto humano hemos hecho notar que el principal es la elección. Esto nos lleva a
considerar el tema de la libertad. En su sentido más profundo la libertad
consiste en el dominio o señorío que la persona tiene de sus actos: somos dueño
de nuestros actos y causa de los mismos. Este señorío se manifiesta de dos
modos diversos: como capacidad de elegir entre diversos bienes, cuando ninguno
de esos realiza plenamente el Bien universal; y como capacidad de querer
interponer los actos que nos unen con nuestro fin último.
(i) Han negado la existencia de la
libertad, en el pasado, los predestinacionistas, deterministas y fatalistas,
para quienes todo está predeterminado de antemano, y la experiencia que cada
uno de nosotros tiene de la libertad (constantemente elegimos y sabemos que
elegimos) la explican como ilusión y apariencia, o, en todo caso, como una
libertad en cosas totalmente secundarias de la vida. Entre los negadores
también hay que contar a las doctrinas psicológicas y sociológicas que han
difundido la idea de que los actos verdaderamente libres son menos frecuentes
de cuanto pensamos, mientras que nuestros actos están muy condicionados.
(ii) Otros en cambio absolutizan la
libertad, exaltándola al punto de considerar que cualquier comportamiento es
lícito por el solo hecho de ser libremente elegido: cada uno tiene el derecho
de decidir lo que quiere hacer de su vida, de su persona, de su profesión, de
su sexualidad, incluso decidir su identidad sexual, etc. En esta ideología a lo
sumo se pueden establecer ciertos límites basándose en los posibles daños o
molestias que podría causarse a los demás con nuestros comportamientos; y aun
así, esto es muy relativo, puesto que este principio sólo se esgrime para
limitar las expresiones públicas de los que son contrarios a esa ideología (por
ejemplo, para impedir o prohibir las manifestaciones públicas de fe, signos
religiosos...) mientras que nunca se aplican respecto de los comportamientos de
los mismos defensores de esa teoría (harta experiencia se tiene con las
manifestaciones, a veces violentas y siempre ofensivas, que defienden los
llamados “derechos homosexuales”, el “orgullo gay”, y el feminismo radical).
(iii) La existencia de la libertad se
puede demostrar por diversas vías. Ante todo por nuestra propia experiencia
psicológica exterior: cada persona tiene experiencia de realizar actos libres,
de elegir ciertos comportamientos y descartar otros, de realizar actos en los
cuales no experimentamos ninguna obligación exterior, y de ser dueños de
nuestro propio obrar. También se prueba por nuestra experiencia interior, es
decir por la experiencia de nuestra conciencia que nos reprende por haber
realizado actos que no debíamos realizar y de los que somos conscientes que “podíamos
negarnos a realizarlos”; igualmente la conciencia nos alaba por haber hecho
ciertos actos que debíamos hacer, o era conveniente que hiciéramos. Finalmente
la libertad se prueba por el hecho de que somos seres racionales, esto es, no
nos movemos como los animales brutos por el instinto o determinados
necesariamente por la percepción de los bienes que convienen o perfeccionan
nuestra naturaleza (comer, defenderse, aparearse...), sino que nos movemos a
partir del conocimiento racional, que es siempre aprehensión de conceptos
espirituales y universales, y así, aunque la inteligencia nos presente ciertas
cosas como buenas, no presenta ninguna de ellas como realizando la felicidad
perfecta que es lo único a lo cual nos movemos con necesidad.
(iii) El sujeto y principio del libre
albedrío es la voluntad; y más propiamente la voluntad penetrada de la luz de
la razón; porque elegir significa determinarse por un objeto con exclusión de
otros; o sea, preferir, y esto supone
una comparación y un juicio de valor de cada uno de esos bienes y una
jerarquización, fruto de lo cual es, precisamente, la determinación de que,
aquí y ahora, me conviene realizar o tender hacia un determinado bien dejando
de lado otros bienes. Es evidente que tales juicios de valor son actos
intelectuales. De aquí que Aristóteles definía la elección como un “voluntario
premeditado” (voluntarium praeconsiliatum).
(iv) Podemos dividir la libertad en “libertad
de ejercicio” (capacidad de querer o no querer, de obrar o no obrar) y “libertad
de especificación” (capacidad de elegir entre diversos bienes). Esta última es
dividida por algunos autores en libertad de “disparidad” (cuando se elige entre
bienes) y de “contrariedad” (cuando se elige entre un bien y un mal); pero hay
que decir que la elección entre un bien y un mal más que una perfección es un
defecto de la libertad limitada y falible del hombre (Dios, que es
infinitamente libre, nunca puede elegir un mal), del mismo modo que un avión
además de volar también tiene la posibilidad de caerse a tierra, pero esto no se
debe a la perfección de su capacidad de volar sino a la limitación de esa
capacidad.
(v) ¿Cuál es el objeto de la elección?
Tradicionalmente se dice que la elección es de “aquello que se ordena al fin”
(los medios), y no del fin. El fin es lo que se presupone a la elección (porque
quiero tener una profesión es que elijo entre varias carreras una que me
permita llegar a tener un título). Y si este fin (ser un profesional) en orden
al cual estamos eligiendo un medio (una carrera), también fue previamente
elegido, es porque, previamente fue considerado un posible medio para otro fin
más alto (elegí el ejercer una profesión como un medio para hacerme santo –fin–
dejando de lado el consagrarme a Dios). De todos modos, cuando decimos que no
se elige el fin sino los medios, estamos haciendo siempre referencia a dos fines
posibles: el fin que se presupone en esta concreta elección (como en el ejemplo
que acabamos de poner, cuando decido entre diversas carreras universitarias no
estoy eligiendo ser profesional sino que presupongo ya decidido; estoy
eligiendo más bien por cuál camino habré de concretar esa decisión) y el fin
último considerado bajo la razón general de felicidad, es decir, que no
elegimos ser felices sino que eso es algo a lo que nuestra naturaleza nos
inclina de modo necesario: queremos con necesidad natural ser felices. En
cambio esta afirmación no se aplica si la entendemos del fin último en concreto, es decir, si nos referimos a aquello en lo
que cada persona pone su fin último, ya que unos deciden (eligen) ponerlo en el
dinero, otros en el poder, otros en el placer, otros en Dios...
6. Los impedimentos del acto voluntario
Hay ciertos fenómenos psíquicos que
dificultan o impiden que un acto sea plenamente voluntario; para hacer un
juicio sobre la integridad o no de un acto y sobre la responsabilidad de su
autor, es necesario tener presentes estos factores.
(i) En primer lugar, la violencia. A modo de principio debemos
decir que un acto no es voluntario, y por ende tampoco responsable, en la
medida en que ese acto sea fruto de la fuerza de un principio extrínseco al
sujeto contra la inclinación de la voluntad de este. Para que hablemos de
violencia como impedimento del acto voluntario, por tanto, es necesario que
haya resistencia de parte de la persona violentada y que esta no consienta en
la acción que padece (nos referimos exclusivamente a los actos externos realizados
por la persona violentada, por ejemplo, el que es forzado a ponerse de rodillas
delante de un ídolo).
No hay que confundir con la violencia
propiamente dicha el fenómeno semejante del obrar bajo amenaza; esta es violencia moral, pero no produce un acto
involuntario sino un acto voluntario mixto (si yo, juez, declaro inocente a un
criminal por miedo de que me maten sus familiares, el acto es voluntario mixto); por eso se dice que
la amenaza grave no excusa de pecado grave (no puedo realizar una acción
gravemente injusta por miedo de sufrir un mal; como dice san Pedro: es mejor
sufrir la injustica que cometerla).
(ii) También la ignorancia puede causar a
veces un acto involuntario (pero no siempre). En este punto hay que estar
atentos, pues la ignorancia a veces disminuye la voluntariedad y a veces no.
Disminuye o incluso anula la voluntariedad de lo que hago la ignorancia que es causa total del acto, y que los moralistas llaman ignorancia antecedente e invencible;
esto es, cuando se obra “por” ignorancia, o sea, cuando alguien hace algo
exclusivamente porque ignoraba que eso fuera malo o que no debía hacerlo, o desconocía
que tuviera tales o cuales consecuencias y no tenía forma de salir de la
ignorancia (por ejemplo, cuando yo, cazando en el bosque mato a un hombre al confundirlo
con un animal); en este caso, no hubiera
hecho este acto de no ser porque ignoraba su verdadera naturaleza o su
moralidad. Se dice que “no hay forma de salir de la ignorancia” (o sea, que
esta es invencible) cuando ni
siquiera se presentan dudas o sospechas de que esto sea malo. En cambio, no
anula la voluntariedad del acto la ignorancia vencible (cuando se obra con dudas serias y fundadas, o sea,
teniendo razones para dudar), cuando la acción se hubiera hecho igualmente en
caso de conocerse lo que se estaba haciendo (por ejemplo, quien, al confundirlo
con un animal, mata a un enemigo al que de todos modos había decidido asesinar
cuando le fuera posible; esto lo llaman ignorancia
concomitante), o quien ignora por propia culpa lo que tiene que saber, por
ejemplo, el que ignora cosas esenciales de su profesión por haber sido
negligente al estudiar, y, peor aún, el que quiere
ignorar algo para obrar sin tantos cargos de conciencia (ignorancia que se
llama afectada, es decir, querida).
(iii) Otra causa posible de
involuntariedad pueden provenir de algunos afectos
o pasiones muy intensas. Decimos “algunos” y no “todos”. En efecto, la
persona que obra dominada por la pasión
no tiene señorío de lo que hace, pero esta falta de dominio o responsabilidad solo
es realmente involuntaria cuando la pasión ha logrado dominar a la persona sin
que esta haya podido impedirlo; por ejemplo, cuando la pasión ha surgido
espontáneamente, o la persona no ha tenido éxito en desviarla a pesar de
haberlo intentado por todos los medios (por ejemplo, la ira ante la súbita e
inesperada aparición de un ladrón o al enterarse de la traición de un amigo).
En cambio, no es involuntaria si la persona la ha causado deliberadamente (por
ejemplo, el soldado que voluntariamente intenta despertar en sí mismo el coraje
antes de entrar en la batalla, o el estudiante que quiere apasionarse con el
tema que está investigando, o el que intenta excitarse con pornografía para
realizar más intensamente un acto sexual) o si al experimentar su surgimiento
no ha hecho nada por atajarla o desviarla.
Un caso particular de pasión es el miedo, que puede llegar muchas veces a
bloquear a la persona siendo causa de auténticos actos involuntarios,
especialmente actos de omisión (como quien, presa del pánico o bajo un shock
emotivo, no ayuda a una persona accidentada o a quien se está ahogando). En
estos casos se dice que se obró (o se dejó de obrar) “por” miedo. En cambio,
hay una situación de miedo en que este no anula la acción sino, todo lo
contrario, manifiesta la intensidad del
querer, y es el de quien obra “con” miedo, o mejor dicho, “a pesar del
miedo”, como el ladrón que, a pesar del miedo de ser atrapado o de que lo
maten, perpetra su robo; en este caso, el hecho de que experimente miedo es
signo de un querer muy intenso: está tan decidido a robar que lo hace a pesar de tener miedo; quiere robar y
quiere vencer su miedo para robar.
(iv) También de algún modo los vicios contraídos disminuyen la libertad
de la persona, especialmente cuando el vicio llega a adueñarse de tal modo de
la psicología del vicioso que termina por ser una verdadera adicción y
esclavitud. De todos modos, en estos casos hay que tener en cuenta que como la
adquisición del hábito vicioso es causada por la repetición de actos libres se
cumple aquí lo que más arriba hemos denominado “voluntario en su causa”. La
causa de este hábito ha sido generada libremente; por tanto, los actos que a su
vez este vicio origina, se consideran responsables en su causa. Esta
voluntariedad solo se corta con una radical retractación del hábito y la lucha
contra el mismo; en caso de que, a pesar de haberse arrepentido del hábito y de
luchar contra él, en alguna ocasión
caiga por la fuerza impetuosa de la costumbre adquirida, debe considerarse como
una voluntariedad al menos atenuada.
(v) Por último señalemos como causas
atenuantes o derogadoras de la voluntad los impedimentos
psíquicos (neurosis, psicosis y psicopatías) que influyen de muy distinta
manera en el actuar voluntario. La voluntariedad de la persona afectada por
algún trastorno psíquico deberá analizarse siempre caso por caso teniendo en
cuenta que muchos problemas no impiden totalmente la libertad del enfermo, pero
sí la disminuyen, y que a menudo las personas afectadas por alguna patología
padecen entorpecimientos en una determinada área de su obrar pero pueden
mantener la lucidez y libertad en otras (como ocurre a quienes tienen fobias,
escrúpulos…).
7. Una perspectiva teológica: la herida de
la voluntad
También la teología tiene algo que
decir sobre la voluntad.
(i) Nuestra voluntad está herida. Esta
herida proviene del pecado original con el que hemos nacido (y cuyas secuelas
permanecen aunque haya sido borrado por el bautismo: fomes peccati) y por las lesiones que hemos añadido con nuestros
pecados personales (más todavía si estos actos han dado origen a vicios).
Algunos vicios y defectos afectan de modo directo a la voluntad: la injusticia,
la ingratitud, la irreligión, la pereza y acedia, la indecisión, el orgullo, el
egoísmo… Esto produce una particular debilidad en nuestra voluntad respecto de
los bienes que deberían estar al alcance de ella por ser naturalmente proporcionados a sus fuerzas… si estas no estuviesen
desgastadas por los problemas antedichos.
(ii) De aquí se sigue una doble
necesidad del auxilio divino que nos
asiste a través de la gracia divina, de las virtudes sobrenaturales infundidas
por Dios en nuestras potencias (tanto en la voluntad –caridad y esperanza– como
en la inteligencia –fe–) y de los dones del Espíritu Santo. En primer lugar
tenemos una necesidad que es ajena al estado de debilidad causado por el pecado
y que es la necesidad de la gracia divina para tender y alcanzar cualquier bien
estrictamente sobrenatural. Este bien (Dios mismo, la vida de la gracia en este
mundo –o santidad– y la salvación eterna después de esta vida) excede
absolutamente las fuerzas de nuestra naturaleza, tanto después como antes del
pecado original. Es algo desproporcionado
para nosotros, como ver el color para un ciego de nacimiento. Sin la gracia
divina que nos eleva por encima de nuestras fuerzas no es posible realizar
ninguna obra sobrenatural: ni de fe sobrenatural, ni de caridad sobrenatural ni
de esperanza sobrenatural, ni obtener la gracia divina, ni perseverar en la
gracia ni obtener la vida eterna.
(iii) Pero además de esta necesidad
evidente, también tenemos una necesidad que se deriva de la antes referida
herida del pecado (original y personal), por la cual hemos quedado debilitados también para el bien natural; al menos
para hacer todo el bien natural. En
particular los teólogos señalan que necesitamos la ayuda divina para realizar
la totalidad del bien (es decir, para cumplir todos los mandamientos de la ley natural, cuanto menos de modo
permanente), para evitar de modo permanente cometer nuevos pecados (además de
la necesidad que tenemos de ella para salir del pecado, puesto que un muerto no
puede resucitar por sí mismo, si Dios no resucita al pecador este no puede
volver a la gracia puesto que el pecado es muerte del alma) y para mantenernos
siempre en el bien sin desfallecer.
Pero no necesitamos, en cambio, la
gracia de Dios para realizar cualquier bien particular de orden natural, ni
para perseverar relativamente por un tiempo en el bien obrar o para evitar
algunos y quizá muchos pecados (pero no todos), en contra de lo que han
sostenido quienes afirmaron que el pecado original ha corrompido totalmente la
naturaleza humana (error condenado por el magisterio católico).
8. Educación de la voluntad
Por último nos limitamos a señalar la
importancia de la educación de la voluntad que, a menudo, es una de las principales tareas que debe realizar el
psicoterapeuta (y el psicopedagogo y todos los educadores en general), aunque
en la práctica casi nadie encara con seriedad y organización este trabajo. Aquí
me limito a señalar los principales ítems de un quehacer formal [3].
(i) Ante todo, es necesario examinar
bien la voluntad y todos los problemas que se padecen en la misma, viendo si se
trata de dificultades para tener iniciativas, o para perseverar en las
decisiones tomadas, si es un problema de abulia o de disminución de la fuerza
volitiva, si es un problema de desgano o de complicación para realizar las
cosas, si se debe a ausencia de metas claras o de mal empleo de las fuerzas
volitivas, etc. Solo teniendo un claro “mapa” de todas las deficiencias
volitivas podrá trazarse luego un proyecto de trabajo educativo o reeducativo.
(ii) Hay que trabajar fundamentalmente
en los motivos de la voluntad, donde suelen radicar los principales problemas
en la mayoría de los casos; hay que aprender a valorar adecuadamente los
motivos, tanto desde el plano intelectual como desde el afectivo. En los casos
más extremos, cuando se carece de fuerza incluso para vivir (abandono vital, inclinaciones
suicidas) el verdadero problema puede ser el “vacío existencial” (V. Frankl) es
decir, la ausencia de un motivo para vivir y para luchar por la vida.
(iii) En los casos en que el problema
volitivo sea más serio hay que trabajar también reeducando los actos de la
voluntad y aprendiendo buscar medios adecuados, examinarse constantemente y buscar
recursos para generar más fuerza volitiva.
(iv) Meta principal del trabajo
volitivo es generar hábitos virtuosos; la voluntad solo debe considerarse
educada cuando está fortalecida y sostenida por virtudes verdaderas y
arraigadas.
(v) La educación de la voluntad implica
el asumir la importancia del “esfuerzo” y de la “responsabilidad” como partes
del carácter de la persona.
(vi) La religión y los ideales
espirituales tienen una importancia capital en la formación de la voluntad, y
en muchos casos son los únicos capaces de revivir una voluntad enferma.
NOTAS
[1]
Cf.
Lersh, Ph., 435-436.
[2] Cf. Fabro, Cornelio,
Reflexiones sobre la libertad, 69
[3]
He dedicado a este punto un
breve escrito: Miguel Fuentes, ¡Quiero! La
educación de la voluntad, San Rafael, Virtus/16 (2012).
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