martes, 1 de mayo de 2012

NOTAS DE PSICOLOGÍA CATÓLICA: (XI) HÁBITOS Y VIRTUDES - PRIMERA PARTE


XI. LOS HÁBITOS (VIRTUDES Y VICIOS)
PRIMERA PARTE

         Hemos visto las distintas facultades del ser humano (inteligencia, voluntad, apetito y sentidos internos y externos). Estas son susceptibles de adquirir cualidades que modifican, determinan su actividad a título de accidentes secundarios, y tales son los hábitos.
         Hay como una relación “circular” entre las facultades y los hábitos: las facultades producen actos, los cuales, repetidos una y otra vez, engendran un hábito que perfecciona la facultad inclinándola a producir nuevos actos semejantes en naturaleza a los que le dieron origen. Como dice Santo Tomás: “las virtudes [hábitos buenos] generan las mismas operaciones a partir de las cuales son causadas” [1].

1. Esencia del hábito [2]

         (i) Definición y naturaleza. Etimológicamente habitus se deriva de habere (= tener, poseer). Este verbo puede entenderse en sentido transitivo, como “tener alguna cosa”, y así es usado para designar el último de los accidentes (predicamentos) aristotélicos: el hábito como vestimenta. Pero puede entenderse también en sentido intransitivo, como “tenerse” o estar dispuesto, que en latín se expresa con el verbo “habere” (se habet ad veritatem: está ordenado hacia la verdad) y en castellano se dice usando el verbo ser o estar. Nuestra expresión “¿cómo estás?”, en latín se dice “¿quomodo te habes?”, literalmente: ¿cómo te tienes?, porque es un modo de tenerse a sí mismo o de estar dispuesto para algo (para nosotros son sinónimos “no estoy bien” y “esto in-dispuesto”) [3]. Indica, por tanto, una disposición estable del sujeto, considerado en su misma constitución ontológica o abierta hacia otra realidad.

         (ii) Es por tanto, una “cualidad”, y más propiamente la primera de estas, que se denomina precisamente “hábito y disposición”.
         Se lo puede definir como una cualidad accidental según la cual algo se encuentra bien o mal dispues­to sea en sí mismo o respecto de algún fin. Al decir “en sí mismo” estamos aludiendo a los hábitos entitativos, y con la expresión “en orden a algún fin” nos referimos a los hábitos operativos. Lo explicaremos más adelante. Es decir, el hábito es un modo de ser conveniente a la naturaleza de la cosa o, por el con­trario, un modo de ser que no conviene a la naturaleza de la cosa [4]. Por eso Santo Tomás retoma la definición aristotélica que habla del hábito como disposición de lo perfecto para lo óptimo, entendien­do por “perfecto” aquello que está dispuesto conforme a la naturaleza.
         Podemos decir que el hábito es una realidad que está como entremedio de la potencia y del acto: una potencia está, valga la redundancia, en potencia de realizar sus actos (mi inteligencia es capaz ­–­tiene potencia– de sumar o restar), pero esa potencia para pasar al acto requiere de todo un proceso a veces largo y laborioso (aprender las reglas de la suma o sacar esas reglas ya aprendidas del fondo de mis recuerdos de escuela); el hábito perfecciona la facultad (en el ejemplo, la inteligencia) dándole una cualidad (en este caso la ciencia de las matemáticas) que le permita pasar prontamente al acto de sumar o restar; en nuestro ejemplo, la ciencia de las matemáticas no es un acto (si bien conocemos las reglas para sumar, no estamos, sin embargo, sumando en acto todo el tiempo), pero tampoco es pura potencia; está como a un nivel intermedio por el cual prontamente y con facilidad puedo poner en acto esos conocimientos. Algo análogo puede decirse para los demás hábitos operativos.

         (iii) Es un modo de ser, una cualidad, que perfecciona o arruina (son los dos modos posibles) al sujeto que lo posee tanto en sí mismo cuanto en orden a su propio fin. Así por ejemplo, el hábito del arte es una cualidad que reside en un sujeto (la inteligencia del artista) dándole un modo de ser que perfecciona dicho sujeto en sí mismo (hace más perfecta su inteligencia) y en orden a la consecu­ción de su fin que es la realización de obras de arte.  Por tanto, el hábito es una cualidad que perfecciona la naturaleza en la que se afinca. Si esa naturaleza no es inmediatamente operativa, el hábito le dará una perfección de orden más bien estático en entitativo, un nuevo modo de ser: como la salud en el cuerpo (la cualidad que hace que el cuerpo esté correctamente dispuesto) o la gracia en el alma. En cambio, si radica en una naturaleza inmediatamente operativa (las potencias o facultades), el hábito la perfeccionará precisamente para que obre bien su operación propia, y tales son los hábitos operativos. Este último potencia la orientación natural de la facultad sobre la que reside.

         (iv) Los hábitos y las disposiciones. Hemos dicho que en la primera especie de cualidad se encuentran no sólo los hábitos sino también las disposicio­nes.
         Se puede decir que se distinguen por sus objetos y por el modo en que se adhieren a ellos: el hábito tiene como objeto algo necesario e inmóvil (por ejemplo, el objeto de la ciencia son verdades universales); en cambio, la disposición tiene por objeto algo contingente y sujeto a cambios (por ejemplo, la salud o la opinión). De todos modos puede suceder que alguna cualidad que por su objeto debería ser un hábito se en­cuentre en estado disposicional (o sea aun fácilmente movi­bles, como cuando se está aprendiendo una ciencia), mientras que algo que por su objeto debería ser sólo una disposición, puede encontrase en estado habitual, por ejemplo, cuando se sostiene una opinión de modo inamovible (como hace el terco). En el fondo la diferencia entre hábitos y disposiciones radica en la firmeza de su inheren­cia: mientras los hábitos son cualidades difícilmente móviles, las disposicio­nes son fácilmente removibles.

         (v) División de los hábitos. Los hábitos se dividen según el sujeto en el que están, según sus objetos, por su causa y por la moralidad.
         a) Ante todo, la división fundamental se establece según su sujeto. Los que radican sobre el sujeto “en sí mismo” (es decir, en el ser de la substancia) son los hábitos entitati­vos (por ejemplo, la salud, la belleza, la enfermedad). Los que tienen por sujeto una potencia son hábitos operativos. Estos, a su vez, se subdividen en hábitos cognoscitivos si su sujeto son las potencias cognoscitivas (sentidos internos y facultades espirituales) y hábitos apetitivos si perfeccionan las potencias apetitivas.
         b) Según sus objetos se distinguen en tantos hábitos cuantos objetos específicamente diversos haya, por lo cual, es imposible intentar una enumeración (basta pensar en todas las virtudes y vicios, en todas las ciencias, artes…).
         c) Por su causa se habla de hábitos innatos (que son más bien predisposiciones que da la naturaleza), adquiridos (fruto de la repetición de actos) e infusos (los que infunde Dios).
         d) Por su moralidad se distinguen en buenos (virtudes) y malos (vicios).

         (vi) Los hábitos operativos son necesarios (y posibles) solamente cuando una potencia reúne tres condiciones. (1º) Ante todo que esté en potencia hacia algo, porque el hábito, como hemos dicho, es una cualidad que está entremedio de la pura potencia y el acto; si un ser está en acto, no necesita un hábito que lo haga pasar de la potencia al acto (por eso el alma no necesita un hábito en su nivel entitativo, pues ella es acto del cuerpo; por el mismo motivo no puede haber hábitos en Dios, acto puro). (2º) Que esté en potencia hacia cosas diversas, porque si está en potencia hacia una sola operación, el hábito es innecesario pues por la misma naturaleza esa potencia ya está inclinada hacia ese acto sin ninguna indeterminación; es lo que sucede con las potencias vegetativas que actúan con un solo acto (o crecimiento o digestión, o circulación sanguínea…) sin que necesitemos (ni podamos) perfeccionarnos en ellas. 3º Que el sujeto esté compuesto de partes o elementos, de modo tal que  estos puedan disponerse de distintos modos (para bien o para mal) como ocurre con el cuerpo cuyas partes pueden estar bien dispuestas (salud) o mal (enfermedad).

2. Sujeto de los hábitos [5]

         Pasamos ahora brevemente al examen de los diversos sujetos posibles de los hábitos.

         (i) El cuerpo. En el cuerpo no se dan hábitos operativos estrictamente dichos, porque todas las operaciones exclusivamente corporales son operaciones naturales que están determinadas “ad unum”, como las funciones vegetativas, nutritivas y reproductivas, y por tanto no realizan las condiciones para que sea necesario un hábito (como veremos más adelante). En cuanto a ciertas operaciones que se realizan con el cuerpo, como la agilidad en los dedos del pianista, o la destreza de movimientos del atleta, en realidad se trata de opera­ciones del alma que mueve el cuerpo (o sea, actividades corporales al servicio de operaciones del alma) y sólo secundariamente pueden llamarse “del cuerpo”, pero podría hablarse de hábitos operativos corporales en un sentido lato.
         En cambio, sí puede hablarse de hábitos entitativos del cuerpo como en el caso de la salud o la enferme­dad, la belleza…, aunque más propiamente son disposiciones, pues pueden ser fácilmente transmuta­bles por la naturaleza.

         (ii) El alma. En ella no se dan hábitos entitativos naturales porque la función del hábito es inclinar hacia una perfección, pero el alma misma es ya la perfección del hombre: el cuerpo puede disponerse bien y mejor al alma que es su forma (como ocurre con la salud), pero el alma no tiene nada a qué disponerse en el orden natural que sea a su vez su forma o perfección. Puede, en cambio, hablarse de hábito entitativo sobrenatural, como es el caso de la gracia santificante.

         (iii) Las potencias cognoscitivas sensibles. En los sentidos internos sólo puede hablarse de hábitos en la medida en que pueden ser disciplinados por la razón y la voluntad para ejercer con mayor facilidad sus actos propios. Así, por ejemplo, puede hablarse de hábitos en sentido lato como la capacidad de memorizar mejor y la mejor disposición de la fantasía. En cambio, los sentidos externos (como la vista y el oído) no son susceptibles de ningún hábito sino que actúan según las disposiciones naturales que ya poseen o a lo sumo se los debe ayudar con instrumentos externos (audífonos, anteojos de aumento…).

       (iv) Las potencias apetitivas (concupiscible e irascible) pueden ser imperadas por la razón, como ya hemos visto en su lugar, aunque sea de modo parcial (gobierno “político” o relativo), y en este sentido pueden ser sujeto de hábitos operativos estrictamente dichos, como es el caso de la templanza y de la fortaleza.

       (v) La inteligencia. La inteligencia, como potencia del alma, cumple adecuadamente las condiciones que hemos enumerado para la existencia de hábitos: está en potencia a la verdad y ésta se extiende a todo cuanto es cognoscible. Por esta razón necesita ser determinada mediante hábitos hacia algún campo particular de la verdad inteligible para no permanecer en la pura potencia. Es por eso que Aristóteles enumera entre las virtudes del intelecto, la ciencia, la sabiduría, etc., porque tales son los hábitos por los cuales la inteligencia alcanza la verdad.

       (vi) La voluntad. La voluntad, con tanta o mayor razón que la inteligencia es sujeto de hábitos, porque puede ordenarse a obrar de diversos modos y hacia cosas diversas, puesto que su objeto es el bien en toda su amplitud: universal e infinito, bajo el cual se pueden contar todos los bienes, espirituales y materiales, individuales y sociales, propios de la voluntad o de cualquier otra potencia que pueda ser imperada por la voluntad: “La voluntad por la misma naturaleza de la potencia se inclina al bien de la razón; mas, como este bien se diversifica de muchos modos, es preciso que la voluntad sea inclinada a cualquier bien de la razón por algún hábito, al que se deba la operación más pronta” [6]. La voluntad es ciertamente indiferente e indeterminada por excelencia por su misma libertad; por eso se puede decir que es el sujeto propio de los hábitos buenos y malos.

3. Causa de los hábitos [7]

         (i) Origen. Los hábitos pueden proceder de tres fuentes: Dios, la naturaleza y la repetición de actos.

         a) La naturaleza puede considerar­se solo causa parcial o incoativa de algunos hábitos (nunca total porque no existen hábitos innatos); así son los hábitos de los primeros principios en el orden del conocimiento (llamado intellectus principiorum) y del querer (llamado sindéresis); esto significa solamente que la naturaleza nos da la inclina­ción natural hacia el conocimiento de la verdad y el amor del bien; de esta natural inclinación, al ejercitarse, se generarán estos hábitos. En un sentido más amplio todavía puede considerarse que la naturaleza considerada individualmente (Pedro, Juan, etc.) es causa (remota y dispositiva) en cuanto proporciona condiciones físicas y orgánicas con mayor o menor aptitud para las operaciones.

         b) La repetición de actos es, en cambio, el modo humano propio como se generan los hábitos. Porque los actos van dejando una disposición que, acentuada por un nuevo acto, se ahonda y así sucesivamente hasta dejar una disposición estable; Santo Tomás lo explica diciendo: “En el terreno de lo operable, donde las operaciones del alma no son eficaces como en las demostrables, por ser las operables contingentes y probables, no basta un solo acto para causar la virtud, sino que se requieren varios. Y aunque esos varios no se den simultáneamente, pueden, sin embargo, causar la virtud, porque el primer acto engendra alguna disposición, y el segundo acto, encontrando una materia ya dispuesta, la dispone aún más, y el tercero más todavía; y así el último acto, actuando en virtud de todos los anteriores, completa la generación del hábito, como acontece con muchas gotas que terminan horadando la piedra” [8].
Pero no basta la mera reiteración de un acto sino la realización de un acto intenso. Los actos mediocres no bastan para generar un hábito, porque los hábitos son cualidades y éstas nacen de actos cualificados o intensos. Del mismo modo que si pintamos una pared con una pintura excesivamente aguada necesitaríamos numerosas manos de pintura para lograr un color estable, mientras que si usamos una pintura espesa, quizá baste una o dos capas; algo análogo ocurre en los hábitos operativos. La mera ejecución engendra, en todo caso, una mayor habilidad mecánica (lo cual es un hábito en sentido amplio e impropio), e incluso, si no procede de un auténtico acto interior libre, engendra rutina o costumbre. Por el contrario, el hábito está en dependencia de un acto procedente del señorío interior. Es por ello que un hábito nunca coarta la libertad sino que la potencializa, pues es una especie de creación de nuestras potencias que ellas realizan en orden a poder ejecutar de un modo connatural ciertas acciones determinadas.
         ¿Cuántos actos se requieren para generar un hábito? No puede establecerse ningún número preciso. La firme disposición es causada en el paciente cuando la fuerza activa vence totalmente a la fuerza pasiva, dejándo­le impresa su inclina­ción. A menudo esto exige muchos actos, pero puede acontecer que un sólo acto, si es muy intenso, baste para generar un hábito, como ocurre cuando una proposición plena­mente evidente convence firmemente al intelecto para asentir firmemente a las conclusiones. Es más común en el orden cor­poral que un acto de gran fuerza cause a veces un hábito como puede ser el caso de una fuerte medicina que restablezca inmediatamente la salud. También en el orden moral, ocurre otro tanto, con la práctica de actos que exigen un gran he­roísmo y determinación, los cuales pueden originar el hábito del que emanen luego con facilidad y pron­titud.
         c) La tercera causa es Dios, que puede crear de modo directo los hábitos que considere conveniente infundir en el  hombre [9]. Tales son, por ejemplo, los “dones del Espíritu Santo”, las “virtudes teologales”, algunos “carismas” como “el don de lenguas” o de “profecía”…

         (ii) En cuanto al aumento [10], debemos decir que los hábitos, siendo cualidades, aumentan en inten­sidad y no en extensión, o sea por una mayor radicación en el sujeto. De todos modos, puede hablarse, respecto de los hábi­tos intelectuales, también de un crecimiento cuantitativo, en el sentido de un aumento del objeto material de los mismos (como la ciencia, la sabiduría, etc.).
         En cuanto a la causa del aumento podemos sentar como principio general, que los hábitos aumentan de igual modo a como son causados, es decir, o por repetición de actos o por mayor infusión (en el caso de los producidos directamente por Dios); sin embargo, en cuanto a los primeros debe decirse que no se trata de una mera repetición de actos de la misma especie sino por la opera­ción de actos más intensos que aumenten cualitativamente la disposición del sujeto.

         (iii) La disminución, corre un camino paralelo al de su aumento: al ser cualidades disminuyen en orden a su menor radicación o menor perfección, lo cual puede suceder por una actuación cada vez más remisa, menos intensa, o bien por la no actuación, o, finalmente, por la actuación de modo contrario (aunque no lo suficientemente intensa como para corromperlo totalmente).

       (iv) Finalmente, la pérdida [11] se produce propiamente cuando son sustituidos por el hábito contrario (puede decirse, aunque es más que obvio, que un hábito se pierde también cuando se corrompe el sujeto en el que está, o sea, con la muerte). La pérdida acontece, pues, en sentido estricto cuando un hábito es sustituido por su contrario, porque dos hábitos no pueden perfeccionar y corromper al mismo tiempo y bajo el mismo respecto al mismo sujeto en orden al mismo acto. No pueden determinar al mismo sujeto contra­dictoriamente.
        
4. El hábito virtuoso

         Analizamos ahora la dimensión ética de los hábitos.

       (i) Virtud, etimológicamente se deriva del latín vi, fuerza, y designa la perfección de una potencia operativa. Es una “capacidad”, un poder obrar un “máximum” dentro de la línea de su operación. Así la “virtud” de una sierra está en la per­fección en el poder de cortar, o la virtud de un violinista en el poder ejecutar con maestría su instrumento.
Aristóteles define la virtud como “virtus est quae bonum facit habentem et opus eius bonum reddit” [12], la virtud es aquello que hace bueno al que la posee (la potencia) y vuelve buena su obra. Comentando a Aristóteles dice Santo Tomás: “... Toda virtud hace ser bueno al sujeto en el cual está y que su operación sea buena, así como por la virtud del ojo éste es bueno [sano] y vemos bien, que es la operación propia del ojo. De manera similar, la virtud del caballo hace bueno al caballo, y por ella éste hace bien su obra, que consiste en correr velozmente, llevar suavemente al que lo monta y esperar con audacia a los contendientes. La razón es porque la virtud de una cosa se toma según lo máximo que esa cosa puede alcanzar, como en el caso de aquél que puede llevar cien kilos, su virtud es determinada no porque lleva cincuenta sino porque puede llevar cien, como se dice en la obra Acerca del Cielo. Pero lo máximo a lo que la potencia de una cosa se extiende es su obra buena. Por eso a la virtud de una cosa pertenece el que realice una obra buena. Y porque la operación perfecta no procede sino de un agente perfecto, resulta que, según la virtud propia cada cosa no sólo es buena sino que obra bien. Si esto es verdadero en todas las demás cosas, como se vio por los ejemplos, se sigue que la virtud del hombre será un cierto hábito... por el cual el hombre se hace bueno, formalmente hablando –como por la blancura algo es blanco–, y obra bien” [13].
         La razón de esto es que la virtud de una cosa se considera por lo último que esta cosa puede dar (virtus alicuius rei attenditur secundum ultimum quod potest); como para algo que puede llevar cien kilos, su virtud no consiste en que lleve 50 sino cien. Ahora bien, lo último a lo que se extiende la potencia de una cosa es la buena obra. Y por tanto, a la virtud de cada cosa es propio el volver buena su obra (el violinista es virtuoso si toca bien). Y como la operación perfecta no procede sino del perfecto agente, la virtud hace buena a la cosa en la que radica y hace buena a su obra.
         Por tanto se trata de una cualidad activa que dispone al hombre a producir el máximo de lo que él puede en el plano moral; ella permite al hombre el hacer la obra moral perfecta y al mismo tiempo perfeccionarse a sí mismo: “hace bueno a aquél que la posee y torna buena su obra”. De este modo, el hombre se dice virtuoso cuando posee la energía interior que lo hace capaz de obrar en modo inteligente, justo, con plenitud de vigor, de coraje, audacia, sin inútiles retardos, con amplitud de vistas; y hacer todo con simplicidad y espon­taneidad, sin obstáculos, como algo que le es connatu­ral.
         No debe confundirse, por lo tanto, hábito virtuoso con costumbre, que si bien tiene cierta semejanza exterior e incluso son intercambiables en el vocabulario común, no se identifican. Mientras la costumbre es el fruto de actos exter­nos que se realizan más o menos del mismo modo por mecanismo o mera repetición, la virtud engendra actos que nacen de una entera libertad (la virtud, en efecto, perfecciona la libertad del hombre) y del completo vigor que ésta concede a la poten­cia operativa en la que radica, ya sea la inteligencia, la voluntad o las facultades imperadas por esta última.

       (ii) Sujeto de la virtud [14]. Las virtudes, siendo hábitos operativos, radican en las potencias del hombre. Concretamente son sujeto de virtudes la voluntad que necesita ser perfeccionada por la justicia, el apetito sensible, perfeccionado por las virtudes de la fortaleza (irascible) y templanza (concupiscible) y la inteligencia, que es sujeto tanto de virtudes relativas o “secundum quid” (aquellas que realizan parcialmente la definición aristotélica, por cuanto estas dan la capacidad de obrar bien, pero no garantizan su buen uso, puesto que estas capacidades –ciencias, artes– se puede usar para el mal, como puedo usar mis conocimientos económicos para enriquecerme ilícitamente),  cuanto de virtudes estrictamente dichas (tal es el caso de la prudencia, la cual para juzgar e imperar rectamente de los medios conducentes al fin necesita el preestablecimiento del fin, y éste depende de la voluntad). En cambio no es sujeto de virtudes morales ni los sentidos internos (se habla solo en sentido amplio de buena memoria) ni los externos y menos aún las potencias locomotivas o vegetativas.

5. Distinción de las virtudes

         (i) Las virtudes humanas o adquiridas se distinguen según el sujeto en el que residen y el objeto sobre el que versan:

         a) Según su sujeto se distinguen en: intelectuales (cuyo sujeto es intelecto; las que a su vez se subdividen en especulativas –entendimiento especulativo– y prácticas –entendimiento práctico–); y morales (cuyo sujeto es el apetito sensible y la voluntad).
         b) Según el objeto sobre el que versan las intelectuales especulativas se distinguen en hábito de los primeros principios, ciencia y sabiduría; y las intelectuales prácticas en prudencia y arte. Las morales se distinguen según cada una de las diversas formalidades de bienes particulares, pero por razones pedagógicas se las agrupa según las cuatro virtudes cardinales y sus virtudes anexas.

         (ii) Las virtudes intelectuales [14]. Estas perfeccionan el entendimiento en orden a sus propias operaciones. Dice Santo Tomás: “Debe decirse que, pues toda virtud se dice tal en orden al bien..., de dos modos puede llamarse virtud un hábito: primero, porque da facultad para obrar bien, y segundo, porque con la facultad suministra también su buen uso; y esto, como se ha dicho antes, pertenece solamente a aquellos hábitos que miran a la parte apetitiva, por cuanto la fuerza apetitiva del alma es la que hace usar de todas las potencias y hábitos. Por consiguiente, como los hábitos intelectuales especulativos no perfeccionan la parte apetitiva, ni de modo alguno dicen relación a ella, sino sólo a la intelectiva, pueden en verdad llamarse virtudes, en cuanto dan facultad para la buena operación, que es la consideración de lo verdadero, porque esto es una buena obra del entendimiento; mas no se llaman virtudes del segundo modo, como que hagan usar bien de la potencia o del hábito, pues no porque uno posea el hábito de la ciencia especulativa, se inclina a usar de él; sino que se hace capaz de investigar lo verdadero en las cosas, cuya ciencia tiene. Pero el usar de la ciencia adquirida depende de la voluntad, que mueve; y por tanto la virtud que perfecciona la voluntad, como la caridad o la justicia, hace también usar bien de los tales hábitos especulativos...”.
         Se enumeran cinco virtudes intelectuales específicamente distintas, tres en el intelecto especulativo y dos en el intelecto práctico.
         En el intelecto especulativo tenemos:

  • Hábito de los primeros principios: que dispone a conocer los primeros principios, ya sea especulativos (llamado comúnmente intellectus, nous), ya sean prácticos (denominado synderesis).
  • Ciencia: (episteme) por el cual se perfecciona el conocimiento de las conclusio­nes evidentes en algún género de cosas cognoscibles, por sus causas propias.
  • Sabiduría: (sophia) por el cual se perfecciona el conocimiento de las conclusio­nes de todo género por las causas últimas, por las que también se juzga de los principios.

         En el intelecto práctico:

  • Arte: (téjne) que rige las operaciones transeúntes por las que se obra en la materia exterior (edificar, cortar). Se llama “recta ratio factibilium”, recta razón de las cosas factibles.
  • Prudencia: (frónesis) que rige las operaciones que permanecen en el mismo agente (querer, airarse). Se la denomi­na también “recta ratio agibilium”, recta razón de las operaciones, porque dirige los actos humanos.

         Las cuatro primeras (intelecto, ciencia, sabiduría y arte) son virtudes relativas (“secundum quid”) porque no inclinan necesaria­mente al obrar honesto; dan sólo la habilidad para obrar bien. En cambio, la prudencia, por la cual la razón humana se dispone bien para ordenar los actos humanos en el apetito en cuanto medios para conseguir el fin honesto, es virtud propiamente dicha. Se suele decir que la prudencia es virtud intelectual por su sujeto y moral por la materia sobre la que versa.

         (iii) Las virtudes morales [16]. El término “moral” se deriva de moré, es decir, “inclinación al obrar”; lo que propiamente compete al apetito; de donde se llama virtud moral al hábito por el cual el apetito se dispone bien para conformarse con la razón. Radican, como en su sujeto, en el apetito, ya sea racional o bien sensible. Aristóteles la definió célebremente en su Ética a Nicóma­co como habitus electi­vus in medietate consistens quoad nos, determinata ratione prout sapiens determinabit, hábito electivo consistente en un medio en cuanto a nosotros, determinado por la razón tal cual lo determinaría el prudente [17]. Es un hábito electivo porque la elección es el acto propio de la virtud moral [18]. Que consiste en un medio respecto de nosotros: es decir que el bien moral que es objeto de la virtud moral es un medio entre un exceso y un defecto pero no estimado en sí mismo sino respecto a aquél que elige (no será el mismo medio en la virtud de la fortaleza para un niño y para un adulto). Determinado por la razón: ésta es la causa de la bondad de la virtud; es la razón la que determina cuál es el medio. Pero acontece que no siempre la razón es recta, por eso añade su parangón: según que la determinaría el sabio, porque es él quien posee el recto juicio y la prudencia.
         La necesidad que tiene nuestra naturaleza de este tipo de hábitos proviene del hecho que el apetito, tanto racional como sensitivo, no obedecen necesariamente a la razón sino que pueden contradecirla; por ello se requiere para el bien obrar no solamente que la pru­den­cia disponga al intelecto, sino que, además, el apetito sea dispuesto para que obedezca y siga a la razón pronta y dócil­mente. De lo contrario muchas veces la seguiría de un modo violento y con tristeza, dice el Aquinate.
         Las virtudes morales se distinguen ya sea por las diferentes potencias en las que están (voluntad, apetito irascible, apetito concu­piscible), ya sea por los distintos objetos a los que tienden (lo cual es el principio formal de su distinción: la castidad, la justicia, la religión…).
         Entre las virtudes morales destacan aquellas que la tradición ha llamado “cardinales” por su principalidad. Es un apelativo metafórico derivado de cardo, es decir, el gozne o bisagra sobre la que gira una puerta; así, es en torno a las virtudes cardinales sobre las que giran las demás vir­tudes morales. Se señalan cuatro virtudes cardinales: prudencia, jus­ticia, fortaleza y templanza; una para cada una de las cuatro facultades principales del hombre: la razón (prudencia), la voluntad (justicia), el concupiscible (templanza) y el irasci­ble (fortale­za).


6. Relación entre las virtudes morales e intelectuales

         Entre las virtudes intelectuales y morales se establece una mutua interacción y dependencia.

         (i) Dependencia de las virtudes morales de la sindéresis y de la prudencia [19]. Una virtud moral puede existir en el apetito sin que previamente existan las virtudes de ciencia, sabiduría y arte, pero no puede darse sin la previa existencia en el entendimiento de los hábitos de la sindéresis y de la prudencia. Porque el acto propio de las virtudes morales (la recta elección) postula la debida intención del fin y el recto uso de los medios. Para la recta intención del fin la virtud moral da una inclinación pero supone el recto juicio sobre el bien conveniente a la razón y éste lo formula la sindéresis. El recto uso de los medios (que es lo propio de la virtud moral) sólo es posible gracias a los actos intelectuales de consejo, juicio práctico e imperio, que son los tres actos de la prudencia. Para la obra virtuosa, pues, se requieren las virtudes intelectuales y morales.
         (ii) Dependencia de la prudencia respecto de las virtudes morales. La prudencia dirige la elección de los medios, pero para juzgar rectamente de los medios necesita previamente una recta concepción de los fines virtuosos (obra de la sindéresis) y el recto querer de los fines virtuosos que se da por una incoación de las virtudes morales [20], o sea una inclinación natural al bien. Por eso, mientras las demás virtudes intelectuales pueden existir sin las morales, la prudencia depende de ellas.
         (iii) Resumiendo, para Aristóteles, la excelencia de la voluntad y la de la inteligencia no pueden existir separadas. Esta concepción contrasta notablemente con la idea que predomina en el mundo moderno. En un nivel vulgar, apelando a una serie de lugares comunes, se piensa que basta ser bueno, sin necesidad de ser inteligente (es decir, prudente). En un nivel más profundo, la misma idea se expresa con la teoría kantiana que distingue por un lado la buena voluntad cuya posesión es la única condición de la bondad y del valor moral, y por otro el saber aplicar las reglas generales a los casos particulares, que es, para él, una dote natural completamente distinta cuya ausencia se denomina estupidez. Por tanto, para Kant, se puede ser al mismo tiempo buenos y estúpidos; para Aristóteles, en cambio, cierto tipo de estupidez excluye la bondad, como al mismo tiempo, la falta de bondad excluye la verdadera prudencia: “es evidente que es imposible que sea prudente quien no es bueno” [21].

7. La virtud en su función de perfección del acto humano

         (i) Dice Santo Tomás en el Comentario a la Ética: “Para la bondad de las obras de arte basta con que las cosas que se hacen, estén bien hechas. Pero las virtudes son principios de acciones que no terminan en una materia exterior, sino que permanecen en los mismos agentes, por lo que tales acciones son per­fecciones de los agentes, y por tal razón la bondad de estas acciones consiste en los mismos agentes. Por eso dice (Aristóteles) que para que algunas cosas sean hechas justa y temperada­mente no basta con que las obras que se hacen sean buenas, sino que se requiere que el operante obre de modo debido. Ahora bien, este modo debido se considera en razón de tres cosas. (1) La primera pertenece a la razón o intelecto, a saber, que el que obra el acto de virtud no actúe por igno­rancia o por casualidad sino que sepa lo que hace. (2) Segundo, en cuanto a la parte apetitiva, en lo cual se conside­ran a su vez dos aspectos: (a) ante todo, que no obre por pasión (como por ejemplo el que hace un acto de virtud pero movido por el temor), sino por elección; (b) en segundo término que la elección de la obra de virtud no sea en razón de otra cosa (como quien hace una obra virtuosa porque es lucrosa o por vanidad), sino por sí misma, en cuanto la misma agrada a aquél que tiene el hábito virtuoso como algo conveniente a sí. (3) Lo tercero se toma según la razón de hábito, a saber, que la realice firmemente (es decir de modo constante en cuanto a sí mismo y manteniéndose inmóvil en cuanto a los influjos exteriores) de modo tal que no sea removido de la elección virtuosa y del obrar según la misma” [22].
         En este texto Santo Tomás atribuye a la virtud moral tres funciones perfectivas sobre el acto moralmente virtuoso: le da una recta apreciación del fin virtuoso, le da la energía para elegirlo y le da facilidad para ejecutarlo.

         (ii) Recta apreciación del fin. Ante todo, Santo Tomás asigna a la virtud moral la función de garantizar la recta estimación del fin. Para que haya un acto virtuoso, la primera cosa que se requiere es que se persiga un fin bueno. Si el fin es bueno se podrá proceder a buscar medios buenos que nos permitan alcanzarlo. Si el fin es malo no puede existir obra virtuosa alguna. Ahora bien, Santo Tomás concuerda con Aristóteles en que el fin bueno no aparece bueno “sino al bueno, es decir al virtuoso, quien tiene recta estimación del fin, por cuanto la virtud moral hace recta la intención del fin”:

“El hábito de la prudencia no se da sin virtud moral, que dispone siempre al bien, como ya se ha dicho. La razón de esto es manifiesta, pues como los silogismos especulativos tienen sus principios, así el principio de los silogismos operables es que tal fin sea bueno y óptimo, sea cual sea el fin por el cual alguien obra; y da (Aristóteles) algunos ejemplos, por ejemplo, para el templado lo óptimo y cuasi principio es el alcanzar el medio debido en las concupiscencias del tacto. Pero que esto sea lo óptimo no aparece sino al bueno, es decir al virtuoso, que es quien tiene una recta apreciación del fin, puesto que es la virtud moral la que hace recta la intención del fin. Pero que para los malos no aparezca lo que en verdad sea mejor se hace patente porque la malicia opuesta a la virtud pervierte el juicio de la razón y hace mentir en torno a los fines, que se dan en torno a los principios prácticos. Así al intemperante le parece óptimo seguir las concupiscencias, pues no puede razonar rectamente cuando yerra en torno a los principios. Luego, como al prudente pertenece razonar rectamente sobre lo operable, es manifiesto que es imposible que sea prudente el que no es virtuoso, como no puede ser sabio aquél que errase en torno a los principios de la demostración” [23].

         Es verdad que tenemos un conocimiento natural de los fines buenos a los que debemos tender; pero para Santo Tomás éste parece no ser suficiente garantía para el recto obrar. La razón la expresa diciendo:

“Las demás virtudes intelectuales pueden existir sin la virtud moral; pero la prudencia no puede existir sin la virtud moral. La razón de ello es porque la prudencia es la recta razón de lo agible, no sólo en general, sino también en los casos particulares, donde se realizan las acciones. Ahora bien, la recta razón pre-exige unos principios de los que procede en su raciocinio. Pero es necesario que la razón sobre los casos particulares proceda no sólo de los principios universales sino también de los principios particula­res. En cuanto a los principios universales de lo agible, el hombre está bien dispuesto por el entendi­miento natural de los princi­pios, mediante el cual conoce que nunca se ha de hacer el mal, o también por alguna ciencia práctica. Pero esto no basta para razonar correcta­mente sobre lo particular, pues ocurre a veces que este principio universal conocido por el entendimiento o por la ciencia, se corrompe en su aplica­ción al caso particular por influjo de la pasión, como sucede al concupis­cente, a quien, al vencerle la concupiscencia, le parece bueno lo que desea, aunque sea contrario al juicio universal de la razón. Por consiguiente, así como el hombre está bien dispuesto respecto de los principios universales por el entendimiento natural o por el hábito de ciencia, para estar bien dispuesto respecto de los principios particulares de lo agible, que son los fines, necesita ser perfeccionado por algunos hábitos mediante los cuales resulte en cierto modo connatural al hombre juzgar rectamente del fin; y esto lo logra por la virtud moral, pues el virtuoso juzga rectamente del fin de la virtud, puesto que según es cada uno, así le parece a él el fin, conforme se dice en el libro III de la Ética. Por consiguiente, para la recta razón de lo agible, que es la prudencia, se requiere que el hombre posea la virtud moral” [24].

         He aquí el motivo por el cual no basta con el conocimiento natural para el procedi­miento prudencial que concluye con la recta elección son necesa­rios dos tipos de principios: universales y particulares. Los principios universa­les son dados por la razón natural o in­tellectus principiorum o sindéresis, o también de la ciencia moral. Pero estos no bastan: Sed hoc non sufficit ad recte ratiocinandum circa particularia. Esta última afirmación engloba dos realidades. Por un lado, quiere decir, que puede ocurrir que se conozca el principio universal, por ejemplo “no hay que fornicar”, y sin embargo, no se conozca la aplicación particular del mismo, es decir, que “éste acto concreto de fornicación no debe ser hecho”. En segundo lugar, también puede ocurrir que se conozca tanto el principio universal como la aplicación particu­lar, pero que este conocimiento exista en estado habitual y por algún impedimento (por ejemplo, por una ocupación exterior, por debilidad corporal, por un estado pasional) no lo considere en acto, y no es por tanto raro que el hombre obre contra algo que sabe pero que no tiene presente en acto en ese momento [25]. Por lo tanto, para que el hombre pueda aplicar a lo particular lo que conoce en universal y aplicar en acto (o sea tener presente) lo que conoce ya sea como principio universal cuanto como caso particular que cae bajo ese principio, es necesario que el apetito esté bien dispuesto, no sólo removiendo los impedimen­tos, sino inclinando positivamente hacia esos fines; lo cual lo hace el hábito virtuoso.

         En definitiva se asigna a la virtud moral la función de garantizar la recta estimación del fin, asegurando al silogismo prudencial el principio del cual proceder para concluir en un recto juicio de razón. ¿Cómo lo hace? Introduciendo un conoci­miento por connatura­lidad. El hábito virtuoso da un conocimiento y una inclinación connatural hacia el fin bueno. El hábito bueno hace que la potencia sobre la que éste se arraiga tienda al fin bueno del hábito como a algo connatural a tal potencia, y no solamente que tienda más fácilmente o más delei­tablemente. Por eso se pueden entender las afirmaciones de Santo Tomás que dice que en la cuestión de los fines de la vida humana hay que dar crédito a los sabios, porque éstos tienen al respecto óptimo gusto (optimum gustum) o gusto bien dispuesto (gustum bene dispositum [26]).

         (iii) Aspecto electivo de las virtudes morales. En segundo lugar, el hábito perfecciona la elección, En efecto, la elección requiere no solo la recta razón sino también el apetito recto que adhiere a aquello que la razón afirma [27]. Éste es el aspecto más importante y esencial de la virtud moral. Santo Tomás lo afirma repetidamente: Lo principal de la virtud moral consiste en la elección [28].
         Por eso el Aquinate llama a la virtud moral “hábito electivo”, un hábito de elegir bien, un hábito que hace recta la elección. Los hábitos morales se adecuan al modo de obrar caracterís­tico de las potencias que perfeccionan y el modo humano es el libre obrar, es decir, tender a su objeto con señorío sobre el acto.
         Con esto queda claro que la acción virtuosa no se realiza instintiva o automática­mente, sino de modo electivo. Si bien el hábito “inclina”, como hemos dicho en el punto anterior, a su objeto propio, esta inclinación no produce ya el acto de virtud, sino que hace falta elegirlo y aceptarlo. Esta segunda faceta la posibilita la misma virtud.
         Ahora bien, la elección consiste en la elección del justo medio cuya determinación es un acto de la prudencia. Por eso el aspecto electivo de la virtud moral implica la interacción de la virtud de la pruden­cia sobre las otras virtudes. De todos modos, el acto electivo es propio de la virtud que está en juego. La prudencia determina el justo medio de la templanza pero es la templanza la que inclina a la elección del mismo. Podemos decir que el acto electivo de la virtud es la aceptación del juicio prudencial por parte de la potencia apetitiva. Por eso dice Santo Tomás: “elegir el medio es un acto de cada virtud en la materia que le es propia; determinarlo, en cambio, es un acto de la prudencia” [29].
         No debemos, por eso, dar al término “elección”, el sentido vulgar de preferencia (que evoca la idea de vacilación o duda entre varias posibilidades igualmente atractivas). La elección es el acto en el cual la voluntad expresa toda su energía y el señorío sobre su ejercicio. La virtud, en tal sentido, potencia esta capacidad de la voluntad sobre un terreno concreto (el de la virtud concre­ta); aumenta la energía de la voluntad en este momento tan propio de la misma. Por eso, hemos dicho que la virtud, para el Aquinate perfecciona la naturaleza misma de la facultad sobre la que reside potenciando su orientación natural. Tal es el sentido que tenía la virtud para Aristóteles y que retoma Santo Tomás: virtus cuius­libet rei determinatur in ultimum in id quod res potest [30], la “virtud” de una cosa se determina según el máximo  que ella puede producir. Según el ejemplo de Aristóteles, se fija la “virtud” de un atleta a partir del máximo que éste puede rendir; si su actuación queda por debajo de ese nivel, se dice que su esfuerzo ha sido inferior a su “virtud”. La virtud aparece, pues, como una capacidad, un poder de acción, una aptitud de generar los mejores actos que la potencia perfeccionada por la virtud puede producir. La virtud perfecciona la potencia para producirlos y elegirlos libremente como naturales a ella.

         (iv) El aspecto ejecutivo de la virtud moral. Finalmente, señalemos que la virtud moral perfecciona al sujeto no solamente en la decisión interior sino también en la realización exterior: el hombre fuerte (perfeccionado por la virtud de la fortaleza) decide rápidamente hacer frente a los peligros que deben afrontarse por la realización bien, y cumple externamente la obra buena con firmeza y constancia y sin vacilación.


8. Cuestiones complementarias [31]

         (i) El medio de las virtudes. El adagio clásico afirma que “la virtud moral consiste en un medio”. Esto no significa que “esencialmente” la virtud se encuentra entre dos vicios extremos, uno por defecto y otro por exceso, porque tal regla no se verifica por ejemplo con la justicia a la cual sólo se opone el vicio de la injus­ticia, como si fuera una “mediocridad”. Hay que entenderlo, por lo tanto, respecto de su objeto, en el sentido de que la virtud tiene por objeto el “medio” entre el exceso y el defecto “en su propia materia”, haciendo que nuestro apetito elija la operación con la medida precisa que le dicta la razón. Ese medio lo establece la virtud de la prudencia. Hay dos tipos de medios que caracterizan a la virtud:
         a) El medio “racional” o “proporcional”, es el que la prudencia establece para las virtudes morales distintas de la justicia, y varía de acuerdo a las personas, cualidades, edades, circunstancias, etc. Así el medium de la virtud de la fortaleza que nos indica el grado en que se debe resistir la agresión no es el mismo para un niño o para un adulto, para alguien desequilibrado psíquicamente o para un hombre normal y sano.
         b) El medio “real” o “aritmético” es el que corresponde a la justicia: si nos han prestado una cantidad determinada de dinero, lo justo es devolver esa misma cantidad: la virtud de la justicia se ejerce correcta­mente cuando se da a cada uno lo que se le debe, ni más ni menos, sin considera­ciones subjetivas.

         (ii) La conexión de las virtudes [32]. Las virtudes morales pueden encontrarse en estado perfecto o imperfecto. Las virtudes morales imperfectas, es decir, las virtudes morales incoadas, cuando están en proceso de generación, no están conectadas entre sí, como lo demuestra la misma experiencia: alguien puede estar inclinado a la liberalidad y no a la castidad. Estas virtudes son más bien inclinaciones, pero no virtudes propiamente dichas, puesto que no hacen al hombre perfecto.
         En cambio, las virtudes morales perfectas, que nos inclinan al bien obrar constantemente y en todas las circunstancias, sin que obsten las dificultades, están unidas entre sí. La razón la hemos expuesto anteriormente al explicar por qué no puede darse la prudencia sin las demás virtudes morales, ni éstas sin la prudencia. De este modo, las virtudes morales y la prudencia mutua­mente se incluyen, y por la prudencia todas las virtudes se conectan.

         (iii) La jerarquía de las virtudes [33]. Sobre esto podemos decir: (a) las virtudes intelectuales tienen un objeto más universal que las morales (su objeto es el bien particular), y bajo este aspecto, la sabiduría es la más noble de las virtudes porque su objeto es la causa última de todas las cosas incluyendo las demás virtudes; (b) pero las virtudes morales son más nobles en cuanto disponen a la operación, y por tanto realizan más el concepto de virtus; (c) entre las cardinales la más perfecta es la prudencia que está en la razón y tiene por objeto el bien racional por esencia, mientras que las otras virtudes tienen por objeto el bien racional participado en otras cosas; luego sigue la justicia porque está en la voluntad que es la facultad más cercana a la inteligencia; finalmente la fortaleza y la tem­planza.



NOTAS

[1] In Eth., III, 13, nº 526; cf. nnº 255-279.
[2] Cf. I-II, 49.
[3] Cf. I-II, 49, 1; III Sent., d.23, q.1, a.1.
[4] Cf. I-II, 49,2.
[5] Cf. I-II, 50.
[6] I-II, 50, 5 ad 3.
[7] Cf. I-II, 51-53.
[8] De virtutibus in communi, a. 9 ad 11.
[9] Cf. I-II, 51, 4.
[10] Cf. I-II, 52.
[11] Cf. I-II, 53.
[12] Ética a Nicómaco, L. II, c. 6; Phys., VII, c. 3.
[13] In Eth., II, 6, nnº 307-308.
[14] Cf. I-II, 56.
[14] Cf. I-II, 57.
[16] Cf. I-II, 58-60.
[17] Cf. I-II, 58, 2 obj. 4.
[18] "Lo principal de la virtud es la elección" (In Eth., II, 7, nº 322).
[19] Cf. I-II, 58, 4.
[20] Cf. I-II, 58, 3.
[21] Ét., Libro VI.
[22] In Ethic., II, 4, nº 283.
[23] In Eth., VI, 10, nnº 1273-1274.
[24] I-II, 58, 5.
[25] Estas observaciones que son claves para entender el verdadero sentido de la afirmación non sufficit ad recte ratiotinandum circa particularia Santo Tomás las desarrolla en I-II, 77, 2 al analizar si la razón puede ser superada por la pasión a pesar de su ciencia.
[26] Cf. I-II, 1, 7c; 2,1, ad 1.
[27] Cf. In Eth., VI, 2, nº 1129.
[28] De veritate q.22, a.15, obj. 3.
[29] In III Sent. d. 33, q.2 a. 3, ad 2.
[30] I-II, 55, 3; Aristóteles, De Coelo, L.I, c.II, 281a, 14-19.
[31] Cf. I-II, 64-67.
[32] Cf. I-II, 65.
[33] Cf. I-II, 66.

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